El Coronavirus parece haber arrinconado a la humanidad a tener que elegir entre “la bolsa o la vida”. Sin embargo no creo, como suele decirse, que sea una elección forzosa. No es una elección simplemente porque no hay nada diferente que elegir, son lo mismo. La bolsa (el capitalismo) y la vida (una estructura biológica destinada a la muerte) hoy caminan juntas. Dejadas a merced de su dinámica propia terminan en una siniestra articulación entre ambas: una estructura social hoy globalizada que se rige con la ley del más fuerte y un virus más fuerte que nuestras defensas biológicas. Es el imperio de la selva.
Este no es un momento de falsas elecciones, es el momento de decisiones. De salir del mundo de lo posible y apostar sobre el vacío que provoca la llegada de algo que desarregla la marcha del mundo tal cual está funcionando.
Es imprescindible volver a interrogarnos: ¿cómo se piensa hoy la humanidad a sí misma? Contemporáneamente, y desde mi mirada filosófica, creo que hay que hacerse cargo de las consecuencias que se derivan de que somos una excepción inmanente al orden de la naturaleza. Pero esta afirmación es una decisión sin garantía. Al mismo tiempo que se la pronuncia acepta la radical inconsistencia de aquello que nos exceptúa, de lo que nos abre una ventana en la naturaleza -a la que jamás podremos abandonar- para poder inventar la “existencia humana”. Este ser vivo está alojado en el pensamiento. ¿Qué es pensar? Aquí toma cuerpo el conflicto en su verdadera dimensión: nunca podrán ser los discursos que nos vuelven a arrinconar del lado de la vida como pura especie biológica amenazada por la muerte. Por ese camino, ya se habrá comprendido, no hay opción porque tanto una como otra son una unidad indestructible. Jamás los políticos y estadistas que se arrogan la facultad de conducir el “destino de los pueblos” deberían advertirles a quienes quieren esquilmarlo, que “los muertos no pagan”. No es una simple chicana negociadora, significa que han puesto nuestra vida al servicio de la muerte: el capitalismo. Es cerrar la ventana y entregarlo todo.
El hombre piensa. Y mi apuesta es que el pensamiento sobre el que se construye la humanidad del hombre es inconsistente, no cierra, no hace un Todo, ni junta las infinitas multiplicidades en un Uno final y articulador. Los animales humanos que seguimos siendo, buscamos espontáneamente que el pensamiento nos vuelva a cobijar edificando un Todo-Uno capaz de darnos un sentido a nuestra existencia, y la devuelva al amparo de la que fue arrancada. Sería como una nueva unidad propia del “civilizado” que dejaría atrás la unidad de la “barbarie” natural.
En los comienzos del siglo pasado el pensamiento ha dado muestras suficientes que esa unidad es imposible de ser sostenida racionalmente, que la multiplicidad de todo lo que es (es decir: de todo lo que puede ser pensado) muestra que el reino del Uno se resquebraja y el pensamiento queda de esa manera sumergido en la inconsistencia. Sin embargo es el mismo pensamiento el que hoy tiene la posibilidad de fundamentar que se está abriendo una nueva racionalidad apoyada precisamente en esa inconsistencia. Podríamos decir, para ejemplificar esto brevemente, que algunos acontecimientos decisivos del último siglo y medio abrieron este camino: el psicoanálisis (Freud-Lacan) disolviendo la unidad del yo; la física cuántica y el principio de incertidumbre en las leyes de la naturaleza; las vanguardias estéticas de principios del siglo XX, que subvirtieron la representación en el campo de las formas; la teoría de los conjuntos en matemáticas como respuesta a las “paradojas” que nacieron en su interior y que la obligaron a fundarse derribando la idea de que los números eran “unidades” y afirmando que en matemáticas no hay otra cosa puras multiplicidades sin Uno, circunstancia esta que permitió al matemático Cantor producir por primera vez en la historia de la humanidad un pensamiento laico del infinito, fuera de toda especulación del más allá religioso.
La posmodernidad es la ideología (disfrazada de filosofía) dominante en nuestra época porque del desmoronamiento de ese Uno, que deja aparentemente sin fundamento al pensamiento en una deriva sin fin e inocua, saca la triste y mortífera conclusión de que no somos otra cosa que seres finitos y mortales. Pues bien, así se piensa la humanidad del hombre masivamente en el mundo que aún se llama “Occidental” y que se empeña en expandir por todos los rincones del planeta.
Esta ideología se enchufa inmediatamente como anillo al dedo con el capitalismo en su etapa llamada neoliberal. Muchos creen que el capitalismo es un sistema que también funciona bajo la idea de cuestionar lo Uno a favor de dejar su horizonte siempre abierto. Falso. Justamente la vida social que organiza el capitalismo consiste en imponer una invariante (lo Uno) que es el consumo de cualquier cosa que se produzca mediante la explotación del trabajo que una oligarquía (10% de la población)-poseedora privada de del 84% de la riqueza mundial- ejerce sobre el resto de los habitantes. Pero también ha reforzado de una manera descomunal al Uno, pero no bajo la forma de los “grandes relatos” sino en lo que me gusta llamar los “pequeños unos”, es decir, el individuo aislado, cuyo estandarte mayor es el famoso “uno mismo” que aparece como el único referente de nuestras vidas. Nuestra época no ofrece otras formas de darle un sentido a su existencia que no sea abrazarse a “sí mismo” bajo todos los semblantes identitarios que el capitalismo les ofrece. Pero como no hay más ese Uno unificador fuerte y perdurable, las pequeñas identidades en las que busca refugio son frágiles, perecederas. Bueno, ya se dijo: “todo lo sólido se desvanece en el aire…” Consecuencia: se vive angustiado o exaltado el puro aquí y ahora, saltando para todos lados, esperando que arribe la única certeza que queda: la muerte. Vivimos con esa certeza y para colmo sin “rituales” para recibirla.
Lo peor que le podría pasar a este sentido común hoy dominante, emparchado y frágil como decimos que está, es que el andamiaje de la producción capitalista entrara en una perturbación exterior a su propia dinámica y amenazara desarticularla. Y esto es precisamente lo que está sucediendo ahora. Entonces nos encontramos con una combinación ciertamente excepcional. Por un lado, como lo vimos, el pensamiento destrozado porque parece haberse hecho realidad la sentencia de Platón en su Parménides: “si lo Uno no es, entonces nada es”, es decir, si colapsa el pensamiento regido por el imperio de lo Uno lo único con lo que vamos a toparnos es con la nada. Es la posmodernidad con su relativismo que todo lo arrasa, el fin de la verdad, la condena a toda idea de lo absoluto, la destitución de los universales por abstractos, el encanto por la finitud, etc. Pero además con el condimento de proclamar que toda esa “metafísica” fue el huevo de la serpiente en donde se incubaron los horrores políticos del siglo XX, desde el nazi-fascismo y su Holocausto pasando por el comunismo y rematada por los partidarios de Alá. Todos ellos puestos en la misma bolsa de los totalitarismos a los que se le opone el mal menor que es la democracia como modelo “humanista” de gestión del capitalismo.
Y, por el otro lado, que la vida cotidiana que organiza el capitalismo se desarticule por obra y gracia de un palo inesperado (la pandemia) que se mete en su rueda con suficiente fuerza como para entorpecer su dinámica, de tal manera que lo obligue a desenmascararse y mostrar que no titubea en proclamar que su verdadero rostro está del lado de la muerte.
Por eso podemos calificar al Coronavirus como la primera pandemia posmoderna. Deja a la humanidad sin otra respuesta que no sea “la bolsa o la vida”. Es la confirmación que si el pensamiento realmente humaniza al animal humano y los lazos sociales organizan su vida en común, ambos términos han sido colonizados. El pensamiento por la posmodernidad, y el lazo social por el capitalismo. Ambos brazos nos arrojan muy cerca de la barbarie.
Siempre consideré que esta pandemia a diferencia de otras calamidades del mismo estilo tiene un tratamiento descomunal, espectacular, movilizadora de reacciones gubernamentales insólitas, con una avalancha de opiniones, escritos y pensamientos desconcertantes así como una gran agitación por los problemas que obliga a tratar. Todo eso me hace pensar que la real dimensión de esta pandemia -cuya importancia estrictamente destructiva en términos biológicos, médicos y sanitarios no estoy en condiciones de juzgar- no podrá evaluarse si se la extrae de esta atmósfera en la que es experimentada. Arriesgando una hipótesis diría: si en pleno siglo XXI la humanidad siente miedo de perecer y su respuesta no puede ir más allá de la lógica implícita en “la bolsa o la vida” (es decir: vivir para la muerte), puede ser una oportunidad que nos incite a reflexionar hasta qué nivel de impotencia ya estamos sumergidos que no vacilamos en asumirnos plenamente como víctimas.
Encerrados entre la posmodernidad y el capitalismo esta es una buena oportunidad para volver a activar a la filosofía y a la política, cada una en su campo propio, para luchar contra la pendiente en la que nos estamos deslizando. La pandemia puso en evidencia que tanto la filosofía como la política hace tiempo que estaban tomados por el covit-19: el reinado de la finitud y el de la víctima, respectivamente. Ya quedó dicho que el pensamiento filosófico está dando los primeros movimientos para acabar con la sentencia más que milenaria de Aristóteles: “el pensamiento siente horror frente al infinito” y así liberarlo de la tiranía de lo Uno y enfrentar la aventura de una ontología basada en la inconsistencia del ser de todo lo que es, pero no para resignarnos a un relativismo sin salida como propone la posmodernidad, sino para fundamentar una nueva visión de la humanidad en la que se pueda volver a preguntar si el existente que somos puede ser capaz de componerse en un proceso de creación, es decir, devenir sujeto.
En cuanto a las políticas emancipadoras un buen punto de partida sería terminar con la figura de la víctima. No podemos seguir pensándonos víctimas. Somos plenamente responsables de este mundo injusto y desigual en el que vivimos, única manera de justificar nuestra voluntad y capacidad para cambiarlo. La víctima es inocente, solo puede esperar que algo exterior a su existencia llegue para salvarla, y esa es la matriz de toda política reaccionaria. Quiero terminar con una cita de Alain Badiou que desde hace años sirve de orientación a mi afán de ayudar a reinventar un nuevo ciclo político-emancipatorio: “La política comienza cuando uno se propone no representar a las víctimas, proyecto en el cual la vieja doctrina marxista quedaba prisionera del esquema expresivo, sino ser fiel a los acontecimientos donde las víctimas se pronuncian. Esta fidelidad sólo es sostenida por una decisión. Y esta decisión, que no promete nada a nadie, no está a su turno ligada sino por una hipótesis. Se trata de la hipótesis de una política de la no-dominación, de la cual Marx ha sido el fundador y que se trata hoy de re-fundar…El compromiso político no es inferible de ninguna prueba, ni tampoco es el efecto de un imperativo. No se deduce ni se prescribe. El compromiso es axiomático”.
Raúl Cerdeiras – 28-4-2020