Al templo de Jerusalen se lo llevó puesto el concepto, quedó caduco, ya no podía seguir existiendo, porque el Dios de Israel finalmente se fue transformando en lo que los hebreos habían anhelado: un Dios abstracto- dijo Úru mirándome fijo, como si lo penetrante de la mirada fuera una condición necesaria para la comprensión de sus palabras. Yo lo miraba y trataba de entender pero el sentido del discurso de Úru se me escapaba, porque poco sabía yo de templos de Jerusalen y del Dios judío, mucho menos de sus anhelos.
Era una mañana de septiembre y estábamos otra vez en su terraza. Úru estaba escribiendo un artículo sobre el tema y compartía conmigo sus conceptos principales y yo trataba de seguirlo pero no lograba hacer pie en sus ideas. Me pasó un mate, se arrellanó en su asiento y se dispuso a abrir el tema. Me explicó que en algún momento de su historia, los hebreos (decía hebreos y no judíos) habían formulado una nueva idea de dios, un dios abstracto y sobre todo ubicuo, ya que su ser estaba en todas las cosas, aún cuando no podía ser aprehendido en ninguna. ¡El Dios judío! -dije yo para lograr un punto fijo que me permita hacerme un mapa de su pensamiento- el Dios monoteísta. ¡Claaaaro! -asintió Úru abriendo sus palmas hacia el cielo, y continuó en un tono de voz suave, íntimo, como si me estuviera develando un secreto clave para entender las cosas- el pasaje del politeísmo al monoteísmo es para los cabalistas el gran salto a lo abstracto. Con ese salto, me explicó, pasaron de un modelo que precisaba muchos principios (muchos dioses) a uno más evolucionado que con un sólo y único principio era capaz de explicarlo todo. Pero el pensamiento es más rápido que la materialidad de la existencia y el pueblo hebreo recorrió un largo camino que lo fue despegando del antiguo modelo politeísta, más arraigado en la materia y sostenido en las imágenes de los dioses, entretejido por rituales antiguos y toscos. El episodio del becerro de oro, al pie del monte Sinaí, (mientras Moises ascendia al encuentro con su Dios y volvía con las tablas de la ley) en el cuál el pueblo volvió a crear y adorar un ídolo es una clara muestra de en los avances y retrocesos en ese sinuoso camino.
Mientras preparábamos el mate pude ver en la mesa de la cocina una pila de libros abiertos en un bello caos productivo. El artículo en cuestión aún no tenía nombre, pero andaba entre «vida y obra de un concepto», «La materialidad de las ideas» y el más hollywoodense «El templo destruido por fuegos y palabras».
La terraza estaba iluminada por el sol del fin del invierno pero todavía la brisa era fresca y húmeda. Úru me hizo las preguntas de cortesía: ¿cómo va la facu?, ¿la familia bien?, ¿tu novia? que yo no llegué a responder porque el cerebro de Úru era un hervidero y me fué arrojando las ideas centrales de su tesis, que yo recibía como puñetazos desnudos.
Los hebreos-continuó- al menos después del exilio en Babilonia, estudiaban. Todo varón a partir de los 13 años, después de la jornada de trabajo iba a la yeshivá, a la escuela rabínica a leer, a desglosar, a interpretar. Por eso Jesús discute con los maestros de la ley, en el templo de Jerusalen: era un judío arquetípico. De ese modo, a través de siglos, generaron ideas asombrosas, más adelantadas que las épocas en que fueron formuladas. Robert Graves tiene un libro donde cuenta el derrotero que fué sufriendo la Torá (la biblia judia, sus primeros cinco libros) en un largo y dificil camino para borrar los huellas de su pasado politeísta. Narra cómo los sabios de diferentes épocas liberaron el texto canónico de seres magníficos, herencia de los antiguos panteones egipcio y babilónico. Se les pasó por alto Leviatán, que quedó referido en el libro de Job como un monstruo marino, como un gran dragón sumergido; o quizás lo dejaron por alguna razón, por nostalgia, o para recordar a los futuros lectores que todo es una ficción.
Úru hablaba casualmente, iba pensando y construyendo su trama, pero su lenguaje era preciso y un poco rígido, como si lo estuviese escribiendo o leyendo. Pensaban -dije yo un poco impaciente- los judíos pensaban…¿ y entonces?. La idea de la ubicuidad de Dios era asombrosa, muy avanzada, casi atea -dijo Úru- tiraba a la basura las imágenes antropomórficas de Dios, la imagen de un Dios celoso como se lo nombra en el éxodo y tantas otras. Durante cientos de años, miles, el concepto se fue fortaleciendo y los nuevos sabios fueron encontrando las herramientas conceptuales para continuar depurándolo, y así, el Dios al que la gente oraba y temía y amaba se fue volviendo más sutil y al mismo tiempo, más poderoso. El concepto del Dios intangible, en tiempos de Jesús, ya pedía nuevos aires, estaba cargado por el pensamiento de generaciones, era como un animal sediento, exigía. El mismo Saulo de Tarso, San Pablo, proponía un judaísmo universal, despegado de la liturgia y la tradición. Pero eso no era suficiente -Úru se detuvo en una pausa casi teatral y yo pude escuchar los ruidos lejanos de los autos en la avenida- porque el centro del judaísmo -continuó- era el templo, una estructura sólida y magnífica en cuyo corazón estaba el tabernáculo, la morada, donde Dios se encontraba con su pueblo. Toda la economía espiritual estaba regulada por el sacrificio de animales para limpiar los pecados… ¡imaginate!, todavía existía ese pesado lastre para que el concepto de Dios adquiriera su tan ansiada emancipación de la materia.
Yo lo escuchaba en un estado de estupor y suspenso y mi mente se llenaba de imágenes para procesar tamaña información. Imaginé un templo lleno de oro, sacerdotes vestidos de púrpura degollando toros, corderos y palomas; imaginé el sol del desierto y las áridas colinas de Judea; entreví el recinto sagrado donde Dios había fijado su morada. El sol de septiembre ya nos quemaba la cabeza pero nos quedamos allí, en los sillones viejos, como sometidos a un extraño hechizo.
Los judíos se rebelaron contra Roma, que ocupaba su territorio con mano de hierro, y Tito Flavio, que después sería emperador, arrasó con Jerusalen y destruyó el templo. Crucificó a tantos judíos que tuvieron que importar cedros del Líbano para poder continuar la faena. Cincuenta años después, frente a una última avanzada judía, los romanos los hecharon de su tierra y pretendieron incluso borrar su nombre del libro de la historia. Judea fue nombrada con el nombre de los históricos enemigos de los hebreos, Filistina, de donde se deriva Palestina.
Yo no podía más, estaba agotado y sólo quería irme de allí, caminar por las calles y llenarme de lo cotidiano.
Úru me miró y pude ver sus pelos revueltos y su aspecto de genio loco; en sus ojos había una calma terrible y talvez un brillo mesiánico. Se quedó quieto un rato mirando la nada que estaba delante suyo y lentamente asestó su golpe final. Los hebreos -sentenció- primero perdieron el templo y luego la tierra que les había sido prometida. Fue la mayor desgracia desde los tiempos de Egipto, una tragedia que los volvió errantes en un mundo ajeno, pero… tuvo una ganancia secreta. Finalmente pudo Dios levar anclas, liberarse de las pesadas garras de la sustancia, despegarse de los últimos vestigios de paganismo, volverse universal y disfrutar de su ubicuidad.
La brutal soldadesca romana derribó las murallas de Jerusalén, saqueó la ciudad, pasó al pueblo a deguello y con especial dedicación derrumbó el templo piedra por piedra. La tropa encandilada creía estar luchando por Roma, se veía a sí misma como la garra vengadora del águila imperial, como el rayo justiciero de Júpiter. No sabía (no podía saber) que silenciosamente obedecía a otro amo. La espada del romano fue la mano ejecutora de una potestad terrible y arrolladora: no se trataba de Marte, tampoco de Jupiter, ni siquiera del Dios de Israel, del cual tanto ignoramos (ni siquiera sabemos si existe), sino uno más íntimo… el concepto, el depurado y mejorado por siglos concepto de la Ubicuidad.
Salí de la casa de Úru casi corriendo, caminé un poco desorientado hasta la parada del 55. Mi cabeza daba vueltas; me sostenía saber que tenía que llegar a la facultad en la calle Independencia para asistir al teórico de linguistica del Dr Topf. Mientras iba por Medrano en un colectivo repleto, miraba la calle a través de la ventana; en el quiosco de revistas, en el empedrado desparejo, en los coches abandonados en las esquinas, creía ver a Dios.
Hermoso!