El Chile securitario. Demonios de la revuelta y desvaríos de la izquierda // Mauro Salazar

 a Nelly Richard.

Los últimos sucesos ameritan aforismos para entender la fascistización de la revuelta chilena (2019) como «multitud desbordante» respecto a los identitarismos ‘jungla’ que han secuestrado el imaginario popular por la vía de la erotización: “migrantes” versus “nacionalismos”; “subversivos” versus “demócratas”; “chavistas versus libertarios”, “malestares versus violencia”; “feministas versus familia”, entre otras dicotomías policiales. Hoy se requieren algunos nomadismos para surfear clasismos mediáticos. En santa jauría, los periodistas de vitacura, la policía anti-migrantes, el deleite gubernamental por los sustantivos de guerra (18/0), la militarización del Wallmapu, los administradores del relato visual y los columnistas dominicales, han normado una ciudad sin densidad imaginal, ni retrato disidente.A los oportunismos conceptuales del ‘mainstream‘ chileno (Think Tank), se suman las amenazas de un conservadurismo securitario, trazando un ‘paisaje de la lepra’ para avanzar en la criminalización del campo político. Ante cualquier diseño gubernamental, las derivas del campo popular han abrazado la sensación de caos, percepciones de terror e inseguridad capturadas afectivamente por la kastización. Todo bajo la colonización restauradora de la amenaza caos/emergencia que el catolicismo integrista ha movilizado, qua gramscismo de ultraderechas, en las últimas semanas como «traza de esperanza y orden ético». Tras el piñerismo, la regresión fascista -captura afectiva- se ha traducido en un infinito deseo policial.

 

Contra el gesto político que recusa los pecados de la revuelta nómade (2019), la restitución oligárquica se encuentra en vilo mediante evangelizaciones, racializaciones y enemigos mediáticos. Tal extravío no solo implica una crítica a la monumentalización de la revuelta, sus demonios y primeras líneas patriarcales. Hemos sido convocados a impugnar su apriori estetizante (aurático), pero también  imputamos a una «izquierda anoréxica», institucionalista, colmada de tecnopols e intensamente elitaria, cuyo desfonde la imposibilita para movilizar pasiones populares, ni menos asumir que el tiempo intempestivo de la revuelta nos arrojó a la travesía del pensar. Aludimos, pues, a una hegemonía incapaz de domiciliar el acontecimiento octubrista y, que contra todo desvarío, aún vitorea «representar» los tumultos de insurgencia y sentido. La experiencia plebeya (2019), con su mundanidad y romanticismo, fue la refutación práctica del movimiento 2011, su afán lideral/teológico, empecinado en el «paradigma del malestar». La irrupción emplazó el reparto de lo sensible y los contratos generacionales (modernizantes) prescindiendo de la elitización que abundó en una ciudadanía Piñerista (2017). Es curioso tal centelleo, el 2011 como rebelión de «consumidores activos», fue la condición de (im)posibilidad que experimentamos bajo los «octubrismos múltiples» (2019). Lejos de los «rectorados semióticos», con su «teoría del malaise», se deslizó un emplazamiento an-económico contra la violencia infinita del capital, su acumulación anárquica, cuyo pivote fue la «huelga general». La revuelta, fue una inflexión en la democracia representacional (patriarcal), en particular la herencia medieval de los años 90′, y obró como puerta de entrada al siglo XXI. Ello por la vía de una democracia expresiva, paritaria, feminista, plurilinguistica  e intercultural emplazando la «historiografía blanca» y el «ensayismo oligárquico». A no dudar, toda revuelta es siempre un entramado tanático-erótizante (esquirlas), y la izquierda en su insolvencia, no fue capaz de movilizar la demanda popular e integrar la protesta en el campo institucional, o bien, en una economía política de los discursos.

 

Antes, un progresismo neoliberal, de tercera vía, había gravado diversos «contratos  de lenguaje», unos más estéticos que otros, con la hiedra oligárquica, abjurando de toda alternativa político-imaginal. Hoy es posible recordar la pasión institucionalista frente a los imaginarios punitivos, la terquedad de los consensos, que hacen que la propia revuelta pueda devenir -velozmente- en un ‘manicomio’, o bien, en una «potencia fascista». De ese riesgo siempre estuvimos al tanto dada la rutinización de los años 90′. Hoy irrumpe una derecha que  confisca la imaginación popular, recrea un pacto para un «Chile de certezas punitivas» (Kastización del ‘pueblo pedagógico-destinal’) y ha logrado agenciarse en aquel verbo progresista que hizo del disenso una diferencia turística. Un régimen de gravámenes, jaurías y seguros verbales es la promesa de la kastización con el mundo popular. 

 

Un momento alevosamente regresivo cincelado por politólogos, medios de comunicación y gestores visuales de Vitacura, que ofrece un sentido común a las agencias corporativas. El quid anida en esos «lacayos de la pluma» que nos dictan cátedra para normar la época, establecer un realismo normalizador y codificar las urgencias de la vida cotidiana. Por su parte el pacto apruebo-dignidad  ha sido incapaz de enfrentar la capitalización punitiva del «fascismo neoliberal». Quizá por el temor a no adoptar posiciones fuertes se terminó cediendo el espacio a un triunfo pírrico para el mes de Noviembre (2021). El candidato del frenteamplismo, empapado de una gramática ilustrada-liberal, no ha podido abjurar de la «ficción republicana», y establecer líneas demarcatorias con la kastización y su certeza securitaria de gobernanza. En medio de lo grotesco, en pleno apogeo de la desesperación, hemos sido parcialmente secuestrados por el «lirismo de la revuelta» –espíritus libres y devotos de una metafísica que creíamos extraviada- con esa «efervescencia purificadora» que pretende sanar nuestras llagas. Y sí, octubre y los mil demonios. Con su fervor destituyente, la romantización de la Plaza Dignidad, la monumentalización triunfante de la categoría pueblo, ha devenido un posible tiempo onírico, inaferrable e irrefrenable, idealista o eventualmente fetichizante. Pero recordemos a  Virno, cuando advierte que la multitud está caracterizada por una fundamental oscilación entre la innovación y la negatividad, a veces agresiva, a veces solidaria, «…inclinada a la cooperación inteligente pero también a la guerra entre bandos, a la vez veneno y antídoto;  así es la multitud. Ella encarna adecuadamente las tres palabras clave con que se ha intentado aclarar cuál podría ser un entendimiento no dialéctico de lo negativo: ambivalencia, oscilación, siniestro». Y a no dudar, un paroxismo es un estado jubiloso. Sermón, moral, promesa y certeza forman parte de una arquitectura teológica de la política. El lirismo es una infinitud intima -una suprema ebriedad- que el sujeto busca gritar una vez que los partidos políticos horadaron todo sistema de mediación (negociación). Con todo la revuelta vino a perpetuar una fricción destituyente/constituyente que las izquierdas fueron incapaces de articular en metáforas populares y prácticas de trazabilidad (hegemonía).  


Bien sabemos que bajo la modernización (1990-2010) la exhumación de lo imaginal activó un intelectual diezmado que cultivó la domesticación del «pensamiento crítico» recreando el mundo del sociologicismo (politólogos) y funcionarios cognitivos consagrados como lobistas y empleados visuales del poder corporativo. Mediante ese expediente nos hemos llenado de funcionarios orgánicos sin proyecto -insustancialidad ontológica- que aprovisionan think tank sin ninguna densidad hermenéutica. Dicho en crudo, ¡Nada de epistemes plebeyas! fue la pancarta del «experto indiferente». Y así, aferrados a la usura categorial de la indexación, en desmedro del ensayo y la densidad etnográfica, en plena precarización de la creatividad, han recusado a la calle, al sujeto popular, desde viejas economías de la subjetividad, a saber, anómicos, violentos, irracionales e indomables. Y puntualmente como “algo lírico” y más complejo de analizar, pero sin superar el clivaje orientalista entre civilización y barbarie. 

 

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