Desde 1999 voy todos los años a Buenos Aires. Conocí la ciudad en el ocaso del menemismo, vi nacer las esperanzas y las ilusiones en la «Alianza» de De La Rua y de «Chacho» Alvarez, algo así como el «Olivo» argentino. Luego volví en el otoño austral del 2002, y en los ojos aún perduraban las imágenes de la revuelta de diciembre. Fue en ese momento que conocí a los compañeros y compañeras del «Colectivo Situaciones»: fueron mis guías en el laberinto del movimiento argentino, me hicieron conocer las asambleas barriales y las fábricas «recuperadas»; con ellos estuve en la ilimitada y desolada periferia sur del conurbano bonaerense, donde nació una de las esperanzas más radicales e interesantes del movimiento piquetero, el MTD («Movimiento de los Trabajadores Desocupados») de Solano.
Al «Colectivo Situaciones» ya estoy ligado por profundos lazos de amistad y de discusión teórica y política. Luego de la publicación en Italia de su libro colectivo sobre diciembre del 2001 (Piqueteros: La revuelta argentina contra el neoliberalismo, DeriveApprodi, 2002), trabajamos juntos en otros proyectos, que se ubican en el espacio transnacional que los movimientos de los últimos años fueron construyendo. Nos volvimos a ver en estas semanas y nos pareció acertado intentar tomarle el pulso a la situación argentina, tan distinta en muchos aspectos a aquella en la que nos encontramos por primera vez. Alrededor de la mesa, junto a mi, están Verónica Gago, Mario Santucho, Sebastián Sconik y Diego Sztulwark. Tomamos el infaltable mate y charlamos: lentamente surgen un racconto y un análisis colectivo en el cual no parece necesario distinguir las voces particulares. No se puede sino comenzar, una vez más, en la gran revuelta del 19 y 20 de diciembre del 2001. La forma en la cual el Colectivo Situaciones interpretó aquellas jornadas puso en evidencia, por un lado, que se trató de una verdadera insurrección; pero por otra parte, ustedes insistieron sobre el hecho que fue una insurrección de nuevo tipo, y la definieron como destituyente… Nosotros ya hacía un tiempo que estábamos tratando de pensar sobre las experiencias más innovadoras de los movimientos, en el intento de formular nuevas hipótesis para pensar una política radical. Habíamos llegado a la conclusión que, para decirlo en pocas palabras, la política no pasaba más por la política. Y por primera vez en la historia, la noche del 19 de diciembre, nos encontramos frente a un desborde enorme de personas que, frente a la declaración del estado de sitio realizada por De La Rua, tomaron las calles, saliendo casi de la nada, sin que nadie haya convocado, sin rumbo, y aparentemente sin que se activaran los canales de comunicación informal. Algo inexplicable, seguramente algo nuevo… la única consigna era que se vayan todos, y que no quede ni uno solo: justamente, una destitución radical de toda forma de institucionalidad, política y mercantil, un descentramiento absoluto de las instituciones, que abría un espacio sin que fuese claro aquello que lo habría de llenar. No había duda que estábamos viviendo una insurrección: esa del 19 y 20 fue la experiencia insurreccional de nuestra generación. Habíamos vivido movilizaciones masivas, estoy pensando por ejemplo en la que tuvo lugar en semana santa del ’87 en contra del intento de golpe militar de Rico y los carapintadas, pero entonces estaba claro que lo que estábamos viviendo pertenecía a un mecanismo político que de alguna manera era conocido, con objetivos precisos y con el protagonismo de fuerzas políticas organizadas. El 19 de diciembre, cuando empezaron a sonar las cacerolas, ¡ninguno de nosotros entendía el significado de ese sonido! Hablar de insurrección para describir lo que pasó de ahí en más tiene sentido sólo, por otro lado, si se considera el término en su significado descriptivo mínimo, es decir sin ninguna referencia a la concepción marxista-leninista del concepto, para indicar aquella extraña combinación de insubordinación generalizada y de fiesta popular que vivimos en esos días: la sensación, a pesar de las decenas de muertos, era la de vivir un enorme carnaval. Al mismo tiempo fue una revuelta espontánea en el sentido de su carácter anónimo, lo que no excluye la posibilidad de reconstruir su profunda historicidad, la genealogía, en las formas de lucha y de organización que se habían desarrollado a lo largo de todo el país en la década menemista, comenzando por los piqueteros. Hablar de una insurrección, y no por ejemplo de un simple riot urbano, en relación a lo acontecido el 19 y 20 de diciembre, me parece que tiene también otro significado: independientemente de la acepción «minimalista» que proponen del término, significa enfatizar el carácter de corte político de esas jornadas. Sí, claro, el 19 y 20 son un umbral decisivo en la historia reciente argentina, una vez que se cruza dicho umbral nada es más como antes. Todas las posiciones políticas, en los movimientos o en las instituciones, están obligadas a redefinirse luego de la insurrección: el que no intenta comprender y elaborar su significado está condenado al anacronismo. De todas maneras es un umbral también para la definición de lo que es la política, a partir del colapso de toda diferenciación entre el plano político y el plano social determinado por las jornadas de diciembre. El «palacio», la Casa rosada, se podía tomar: con un mínimo de organización no habría resultado difícil. ¡Pero no se le ocurrió a nadie! Cuando De La Rua abandona la residencia presidencial en helicóptero, la gente deja de interesarse en lo que ocurre dentro de ella, no hay una hipótesis de sucesión; más bien se vuelve a los barrios y lo que acontece, el nacimiento de centenares de asambleas en toda la ciudad (y en gran parte del país), es otra vez algo sorprendente por el tipo de dinámica absolutamente espontánea que se produce. Pero la sensación general, bien resumida en la consigna que se vayan todos, es esa de un vacío político, como si la gente, en una especie de gigantesco cuestionamiento colectivo, se estuviera preguntando: ¿adónde está el poder? No está en la Casa rosada, pero tampoco en ninguna otra parte… Pero ojo: todos los militantes, todas las organizaciones se esperaban –y en muchos casos siguieron esperando en los meses siguientes– la más clásica de las respuestas según la «tradición» del país: un golpe militar. El hecho de que el golpe no haya tenido lugar, luego de una movilización popular sin antecedentes, es otro signo evidente que con el 19 y 20 su cruzó un umbral: después de éste cambió la naturaleza misma del poder. Cambió, aún más en profundidad, la relación de la gente con el poder y el Estado, al que se mira hoy con expectativas claramente reducidas, casi con una conciencia a nivel de masas del descentramiento del Estado y de las instituciones producto de la insurrección de diciembre. Las palabras de Kirchner en el momento de asumir la presidencia, «somos gente común que asumimos una responsabilidad», de alguna manera se ponen en sintonía con esta conciencia y muestran de su parte un nivel de elaboración para nada superficial de la ruptura que se había determinado. ¿Se entiende?, es un cambio profundo, casi a nivel antropológico: es como si se hubiera afirmado la idea que la precariedad extrema y la contingencia más absoluta son las premisas ineludibles de toda forma de acción política…Y al mismo tiempo, a un nivel igualmente profundo, continúa presente, como una hipoteca sobre el desarrollo político argentino, la onda larga de la insurrección destituyente: una especie de no activo, que marca los limites a la acción del gobierno. Retomemos sintéticamente el hilo cronológico. ¿Qué ocurre luego del 19 y 20 diciembre? ¿Cómo se mueven los distintos actores en el vacío político producido por la insurrección? Bueno, por lo pronto el 21 de diciembre todo el país está de alguna manera reunido en asamblea. Por un lado está la asamblea legislativa, convocada para elegir un nuevo presidente y transmitida en directo por las televisiones; por otro lado están las centenares de asambleas barriales. Luego, los dos presidentes en una semana: Rodríguez Saá y Duhalde. Éste último había sido derrotado dos años antes por De La Rua en las elecciones presidenciales, llevaba unos años encabezando una corriente del peronismo critica al neoliberalismo menemista, y había empezado a considerar sobre todo la posibilidad de abandonar la convertibilidad. Es esta componente política la que llega al poder. Y mientras en un primer momento evita todo tipo de represión abierta a los movimientos (no despreciando en todo caso de recurrir al aparato peronista de la provincia para disputar a éstos últimos, inclusive en forma violenta, el protagonismo en las plazas), Duhalde se propone algunos objetivos mínimos: la estabilización de los precios y de la moneda, una tregua con los ahorristas afectados duramente por el colapso de los meses anteriores, un primer plan de emergencia de subsidios a los desocupados (el «Plan Jefas y Jefes de Hogar»). En esta situación, con el neoliberalismo claramente en dificultad y con el duhaldismo que comienza a delinear una gestión post-menemista, los movimientos se desarrollan con una creatividad y una fuerza increíbles. Es en estos meses que centenares de fabricas son «recuperadas» por los trabajadores, que se definen procesos de intercambios entre estas fábricas y las asambleas barriales, que surge una verdadera economía alternativa, alrededor de las redes del trueque y de las compras comunitarias. Muy esquemáticamente, el debate político en los movimientos se polariza alrededor de dos posiciones: por un lado, la izquierda tradicional (comunista y trotskista) habla de una «situación pre-revolucionaria» y lanza la consigna «asamblea constituyente»; por el otro, y en este momento con una gran difusión a nivel de masas, un conjunto de situaciones desarrolla una hipótesis que podríamos llamar de contrapoder, insistiendo en la autonomía de los movimientos, en su capacidad de producir verdaderas formas de vida, instituciones sociales sin ninguna intención de remplazar las instituciones existentes. Todo esto es válido, me parece, hasta el 26 de Junio 2002. Ese día Duhalde no respeta la regla de no reprimir a las manifestaciones populares. En el puente Pueyrredón, que conecta la capital con Avellaneda y con el sur del conurbano, la policía reprime salvajemente un corte de ruta piquetero. Dos militantes del movimiento, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, son perseguidos hasta el interior de la estación de Avellaneda y asesinados a sangre fría. ¿El 26 de Junio se cruzó otro umbral? Seguramente. Pero es un umbral del todo particular, que muestra la profundidad con la que seguía actuando eso que definimos como el no activo. Valdría la pena reconstruir en detalle lo que está detrás de lo que ocurrió en el puente. Pero quizás, ahora, es más importante insistir sobre lo que ocurrió inmediatamente después: frente a la indignación y a la protesta, Duhalde comprende inmediatamente que su presidencia tiene los días contados, y se ve obligado a llamar a elecciones anticipadas. El proceso electoral que así comienza también resulta ser muy particular. Habría muchas cosas que decir al respecto, pero el punto fundamental es que también y sobre todo en el proceso electoral la precariedad y la contingencia juegan un rol esencial. Para decirlo en pocas palabras: la candidatura de Kirchner, su obtención de la presidencia fue determinada por una serie de circunstancias en las cuales la casualidad jugó un rol determinante. Con el radicalismo aniquilado tras el final del gobierno de De La Rua y con el Peronismo profundamente dividido, Duhalde piensa en oponer a la candidatura de Menem la de Reuteman, confiando evidentemente más en la fama que éste último se había ganado como piloto de Fórmula Uno que en su experiencia como gobernador de la Provincia de Santa Fe. Reuteman se encuentra con Menem y una vez terminado el coloquio declara ante los periodistas que renuncia a la candidatura porque «había visto cosas que no le habían gustado para nada». Así, sin dar más explicaciones… Pero, una vez electo presidente (con alrededor del 11 % de los votos reales), Kirchner se encontró con que tenía un poder enorme, en el fondo justamente gracias a ese proceso de profunda destitución de la institucionalidad que la insurrección del 19 y 20 de diciembre había determinado. En este momento ocurre una vez más algo inesperado. Más allá del apoyo que había recibido de Lula, visto desde Europa Kirchner parecía otro peronista más, para peor totalmente rehén del aparato de poder duhaldista, construido en la provincia de Buenos Aires con prácticas clientelares y mafiosas. Kirchner en cambio, en el momento de asumir el poder, hace un discurso retóricamente potente, de ruptura. Si, el discurso fue realmente impresionante. Kirchner declaró el fin del neoliberalismo, y también de la impunidad para los militares genocidas a veinte años del fin de la dictadura; declaró el fin del clientelismo, hizo referencia directa al 19 y 20 de diciembre como al principio de una nueva época en la historia argentina. Además todo el contexto de la ceremonia fue increíble, con la efusiva acogida dedicada a Lula y a Chávez, ¡con el retorno triunfal de Fidel! Una nueva época en la historia argentina y al mismo tiempo en la historia latinoamericana… Y no fueron solo palabras: sobre la cuestión de la impunidad Kirchner demostró inmediatamente que sus intenciones eran serias, atacando contemporáneamente los centros de poder del menemismo en el ejército, en la policía y en la Corte Suprema. El discurso del presidente en la ONU, cuando afirmó que «todos somos hijos de las Madres de Plaza de Mayo», indica un cambio, de enorme valor simbólico y político. En el gobierno conformado por Kirchner, entre otras cosas, tiene mucho peso la generación del peronismo de izquierda, la misma que realizó la experiencia montonera de los años setenta. Y es sobre todo de esta generación que provienen los cuadros del kirchnerismo que en estos doce meses se ocuparon más de cerca de la relación con los movimientos sociales, siguiéndolos además en primera persona. Bueno, me parece que éste es un tema clave. ¿Cómo evalúan la actitud de Kirchner en relación al movimiento? Simplificando mucho me parece que se puede decir que la relación con los movimientos fue llevada adelante en dos formas: intentando redefinir de alguna manera algunas funciones fundamentales de política social del Estado, y al mismo tiempo intentado reconstruir una base autónoma de mediación social que permita a Kirchner emanciparse del aparato de poder duhaldista… En realidad nuestra impresión es que la situación es mucho más compleja. Mucho más ambigua. Nos parece que Kirchner, de alguna manera también comprensiblemente, a lo largo de este año se concentró en algunas rupturas simbólicas muy importantes, pero las realizó ahí donde era más fácil llevarlas adelante. Por ejemplo: cuando finalmente, en el vigésimo octavo aniversario del golpe de estado de 1976, Kirchner hace remover el cuadro de Videla de las paredes de la ESMA, el tristemente celebre campo de concentración a cargo de la marina, realiza al mismo tiempo una cosa de fundamental importancia, pero relativamente «fácil». Lo que acontece en la ESMA el 24 de marzo de este año se puede leer en distintos planos: por un lado Kirchner dice sobre la dictadura prácticamente lo mismo que están diciendo los organismos desde hace 20 años, retoma, representa y amplifica su discurso reconociendo a los organismos el papel fundamental que jugaron, pero al mismo tiempo comienza a esbozar una interpretación de diciembre del 2001 que sitúa ésta experiencia dentro de una línea de continuidad con las luchas de los años setenta, obviamente interpretadas a su vez en forma selectiva. No decimos que esto es de por sí negativo: pero queda claro que de ésta manera se determina una lectura «oficialista» de la historia argentina, en la cual las potencialidades de la insurrección de diciembre están al mismo tiempo reconocidas y capturadas. Y Kirchner, además de representar y reconocer a los movimientos entra de ésta forma en competencia directa con ellos, jugando en el mismo plano. Por otro lado, manteniéndonos en el plano de los «derechos humanos», la ambigüedad, tomando el termino en sentido únicamente descriptivo, de lo acontecido en la ESMA, resulta evidente también desde otro punto de vista. El gobierno recobra posesión de lo que fue un campo de concentración, un lugar de tortura y de exterminio, declara querer construir en su lugar un museo de la memoria para que en la Argentina no se repita nunca más nada similar a lo acontecido durante la dictadura. Al mismo tiempo, sin embargo, hay un ilimitado territorio social en el cual cotidianamente la policía del «gatillo fácil» mata y tortura, a su vez que el discurso de la derecha se está reorganizando justamente alrededor del tema de la inseguridad. El tema no es preguntarse si Kirchner tiene o no la voluntad de intervenir en este territorio, sino si tiene el poder necesario para hacerlo: a nosotros nos parece que es muy difícil responder afirmativamente a está pregunta… El problema fundamental es justamente este: el gesto de la ESMA es precisamente el gesto de un poder destituido, y a nosotros nos hubiera gustado mucho que Kirchner lo hubiese reconocido de alguna manera, en cambio la retórica de su discurso es una retórica fundada sobre una idea fuerte de Estado. Es como si el presidente, en el momento mismo en el cual presenta su agradecimiento al movimiento del contrapoder y se propone representarlo, lo desarma, para favorecer la construcción de una retórica del «Estado popular» que parece no tener fundamento si se la mira desde el interior de la sociedad. En esta situación, por otro lado, el tema de la autonomía de los movimientos deviene un tema extremadamente delicado: justamente porque, frente a este tipo de retórica de gobierno, insistir en mantener y reforzar la propia autonomía significa inmediatamente pasar a ser considerados «anti-kirchnerista». Y de una situación de politización y movilización general se pasa a un escenario en el cual Kirchner y el gobierno pretenden ubicarse como únicos protagonistas, eludiendo al «desplazamiento» del Estado que, aún antes de ser el producto de la insurrección del 19 y 20 de diciembre, había sido una de las premisas fundamentales de la acción de los movimientos. Me parece que fue importante la forma en la cual, comenzando por la ceremonia de embestidura, Kirchner jugó la carta de la política latinoamericana. También durante las movilizaciones de estas semanas me impactó mucho ver en las banderas –rigurosamente celestes y blancas– de los sectores del movimiento que están sosteniendo a Kirchner el retrato del Presidente al lado de los de Lula, Chávez y Fidel. Más allá del plano de las retóricas, que igualmente tienen una importancia fundamental, ¿les parece que Kirchner tiene realmente un proyecto latinoamericano, de alguna manera compartido con otros gobiernos más o menos «progresistas»? También en relación a este tema la situación es muy compleja. Ante una mirada superficial de la situación ¿Qué es lo primero que se observa? Por ejemplo que Lula es el presidente que legalizó la soja transgénica en Brasil, que Chávez no tocó de hecho los intereses de las grandes compañías petroleras estadounidenses y que Kirchner renegoció la deuda con el FMI a partir de una fuerte alianza con los Estados Unidos: una alianza que no se limita a las cuestiones financieras, sino que se extiende a otros sectores – desde la «lucha al terrorismo» a la mediación ejercida por el gobierno de Kirchner en el conflicto boliviano… Pero intentemos ahondar un poco más: la impresión es que hoy en América latina hay un intento por construir el multilateralismo político, de por sí un elemento importante e innovador, sin un proyecto correspondiente de multilateralismo económico y social. Es como si estuviéramos viviendo una situación de incertidumbre: en un continente profundamente transformado por las políticas neoliberales salta a la vista que el neoliberalismo no tiene ninguna receta para administrar la crisis que él mismo generó. Los proyectos de integración «regional» que actualmente están en juego asumen justamente esta crisis como punto de partida, y esperan modificar la forma de inserción de América latina en el mercado mundial, pasando de una lógica de subordinación a una de «negociación» puntual: pero por un lado se chocan con la presencia de conflicto de intereses muy importantes entre varios países claves del continente (evidentes por ejemplo en el acuerdo de libre comercio americano sostenido por los Estados Unidos), mientras que por otra no parecen, como decíamos recién, estar sostenidos por un modelo económico y social realmente alternativo al neoliberalismo. Ahora, en el tipo de situación que se está determinando a nivel continental, es más que legítimo ver la acción persistente de los movimientos que surgieron en América latina durante la crisis del neoliberalismo (y que a su vez contribuyeron a determinar esta crisis). Pero el proceso no es para nada lineal, y sobre todo no nos parece identificable una tendencia «progresista» que los movimientos deberían sostener y forzar. También porque, en general, consideramos que los movimientos producen efectivamente (o contribuyen a producir) una tendencia, pero no consideramos para nada evidente que luego ellos deban subordinarse a esta tendencia: al contrario, el problema es encontrar las formas en las cuales se pueden defender y potenciar los espacios de autonomía abiertos por los movimientos, en las condiciones cambiantes que se van determinando. Sigamos con el tema de la política latinoamericana. ¿Cómo les parece que está pensada, dentro del gobierno Kirchner pero también más allá de él, la relación entre proyectos de integración «regional» y Estado Nacional? Recapitulemos: hoy la cuestión de la integración latinoamericana está planteada claramente, está, por así decir, en la agenda de los principales gobiernos del continente. También a partir de la necesidad de oponer resistencia a una serie de procesos, en buena medida acelerados por el neoliberalismo, de desmembramiento de los espacios políticos nacionales en los que se ejercitaba la soberanía del Estado. Pero cuidado: la integración está pensada en toda América latina en términos que podríamos definir «soberanistas», es decir como la otra cara de un proceso de reconstrucción y de fortalecimiento de los Estados nacionales. Y este proceso, en forma particularmente evidente en la Argentina, está pensado a su vez en términos que pertenecen completamente a la vieja tradición del desarrollismo, que podemos definir como la variante latinoamericana de lo que en Europa fue el Welfare State. Y lo que parece faltar es justamente una reflexión sobre las transformaciones radicales que afectaron las bases materiales de aquel modelo. Por otro lado, también en los movimientos sociales (así como entre los intelectuales) de América latina hay de hecho una hegemonía «soberanista», que corresponde a una forma de pensar la integración que no se diferencia sensiblemente, a no ser por la retórica más o menos «antiimperialista», de aquella seguida por los gobiernos. Se trata de una hegemonía construida en buena medida sobre prejuicios que inhiben la imaginación política, sobre la idea en particular que cualquier cuestionamiento del Estado nacional en condiciones de «dependencia» no puede ser otra cosa que plenamente funcional al «neoliberalismo» o al «imperialismo». No faltan, quede claro, posiciones que intentan moverse en otra dirección, nosotros mismos somos seguramente parte de este intento. El hecho es, sin embargo, que la critica del «soberanismo» corre el riesgo de ser nada más que una declaración de principios, frente a una efectiva y fuerte radicación popular del «soberanismo», que constituye en los hechos la base sobre la cual se articulan los movimientos de resistencia en América latina. Una consigna tal como «nacionalización» de los servicios y de la producción, que parece surgir en forma casi espontánea desde los movimientos (en Bolivia en octubre pasado), es por otro lado profundamente ambivalente: en el sentido que, según nuestra experiencia, es muy difícil que tras la consigna haya realmente un proyecto determinado de reconstrucción del Estado nacional. Al contrario: con frecuencia aquella consigna es simplemente una forma genérica de reivindicar servicios para todos, y si hablas con la gente que la utiliza te das cuenta que son pocos los que piensan al Estado nacional como prestador de aquellos servicios. Son muchos más los que tienen la idea de algo más grande o más chico que el Estado nacional… Pero este «algo» continúa totalmente impensado y desarticulado políticamente. Intentemos, para cerrar, volver a Kirchner, en particular al tipo de política social que dejó entrever en éste año de gobierno y al tema de la relación entre el gobierno y los movimientos. Bueno, por lo pronto para entender la política social de Kirchner hay que poner en evidencia que ésta se entrecruza con el choque entre kirchnerismo y duhaldismo en el interior del partido justicialista. Alrededor de los planes de asistencia a los desocupados se ha desarrollado en estos años un aparato clientelar formidable, construido muy claramente alrededor del intercambio entre subsidios y garantías de la paz social. Hoy, el control de éste aparato clientelar, su composición y su funcionamiento están al centro de una disputa muy dura, en la que participan sectores del movimiento piquetero que optaron por un apoyo incondicional al gobierno, sectores del duhaldismo y el sindicalismo peronista que justamente en estos días se ha reunificado, lanzándose a recuperar el protagonismo que había perdido en los últimos años de la mano de los movimientos de desocupados. Más en general, el intento de Kirchner fue pasar de los planes de asistencia a la financiación de micro emprendimientos económicos en condiciones de ocupar un lugar en el mercado. Independientemente del hecho que hasta hoy el éxito de éste intento ha sido muy relativo, la condición para obtener la financiación es justamente aceptar la reglas del mercado, lo que se traduce en un brusco redimensionamiento de los espacios de autonomía del movimiento. Además, por un lado éste tipo de política se presentó como el ejemplo de una nueva forma de pensar la función del estado y de la «comunidad nacional»; pero, por el otro, continúa sin tener solución el problema de la financiación de éste tipo de política –es decir del modelo de desarrollo que la haría posible. Hay una distancia infranqueable entre la retórica de un nuevo Estado social y la realidad permanente de la exclusión de una cuota enorme de población de toda forma de actividad productiva. Y es alrededor de este problema, como decíamos antes, que la derecha reorganiza sus retóricas políticas, apuntando justamente al tema de la «inseguridad», reproponiendo soluciones que apuntan a la militarización absoluta de los extensos territorios periféricos. Aún si está claro para todos que, en esos territorios, en la producción de la «inseguridad» y en las mismas actividades «criminales» el rol de las fuerzas de policía es determinante, tanto desde el punto de vista del «gatillo fácil» cuanto desde la complicidad con las «bandas criminales»… Entre otras cosas, mirando a lo acontecido en estos años, en los barrios más pobres, en las mismas villas que constituyen por muchos aspectos el equivalente argentino de las favelas brasileras, se puede ver claramente que la alternativa es entre desarrollo de una dinámica de movimiento (de asamblea y/o piquetero) y el aumento de la «inseguridad». Una vez más, es posible constatar la ambigüedad de las políticas kirchneristas: en la medida en que determinaron la polarización y la fragmentación al interior de los movimientos, ubicando nuevamente de una u otra manera al Estado al centro de su accionar, han debilitado profundamente su acción a nivel territorial. Y los espacios dejados libres por las asambleas y los piquetes fueron ocupados inmediatamente por las «bandas». Es este el eje: el gobierno de Kirchner efectivamente buscó una relación fuerte con los movimientos, pero exclusivamente en términos de cooptación, y esto no puede sino conducir a un debilitamiento de los movimientos. Atención, no es un proceso unilateral: por la naturaleza misma de los movimientos, el pedido de cooptación ha sido muy fuerte también «desde abajo». Pero, lo que faltó completamente al kirchnerismo es justamente un intento de imaginar la relación con los movimientos de otra forma, a partir de la idea que la autonomía, la fuerza proyectual y el activismo de los movimientos pueden ser un capital de fundamental importancia para el mismo gobierno. En estas condiciones, el resultado no podía ser otro que la polarización durísima que hoy divide sobre todo al movimiento piquetero, pero que tiene repercusiones en todo el arco de los movimientos sociales: por un lado las organizaciones «oficialistas», que tienden a devenir articulaciones periféricas del gobierno, implementando los criterios selectivos que son propios de toda administración, por la otra las organizaciones de la izquierda tradicional, que atacan al gobierno, denuncian la cooptación de los «oficialistas» y en el fondo parecen anhelar con frecuencia una ola represiva que vuelva a poner las cosas en su lugar… El espacio entre estas posiciones, sin embargo, no está del todo vacío. Si bien fragmentado y aparentemente minoritario, está ocupado por un abanico heterogéneo de experiencias que rechazan la alternativa recién expresada y que apuntan al fortalecimiento y al relanzamiento de la autonomía de los movimientos. Son experiencias, para decirlo brevemente, que saben distinguir perfectamente entre Kirchner y Duhalde, que por ejemplo aceptan sin problemas las financiaciones para el desarrollo de micro emprendimientos, pero rechazan que junto a los fondos lleguen técnicos del gobierno para explicar cómo deben estar organizados y administrados estos micro emprendimientos. Al mismo tiempo, son experiencias que no ven para nada con buenos ojos que el gobierno asegure la protección a los técnicos de las empresas privatizadas que entran en los barrios para cortar los enlaces «ilegales» a la luz y al gas organizados por los movimientos… Es justamente en este espacio, a nuestro entender, que viven y se reproducen los elementos de mayor novedad, creatividad y riqueza que caracterizaron los movimientos en la Argentina de los últimos años. Las experiencias que lo ocupan son de lo más variado: piqueteros y estudiantes, sectores del movimiento campesino del norte y del movimiento indígena del sur, grupos que trabajan en el desarrollo de software libre, colectivos que surgieron de las asambleas barriales y grupos de docentes ocupados en la construcción de «comunidades educativas» con padres y estudiantes. Y la lista podría seguir: pero lo que unifica las distintas experiencias es más una «forma de construir» que una representación de sectores sociales. Es un espacio fragmentado y dividido pero increíblemente difuso y en condiciones de recomponerse en forma imprevista y sorprendente frente a urgencias específicas, tanto de carácter represivo cuanto determinadas por la insurgencia de luchas individuales pero percibidas como «ejemplares». Solo desde este espacio, creemos, pueden llegar respuestas novedosas a las grandes cuestiones políticas que están al orden del día en la Argentina y en América Latina. Publicado en IL Manifesto, Roma, julio de 2004. |
[…] 34 – El carnaval de un poder destituido. Entrevista al Colectivo Situaciones. Por Sandro Mezza… […]