Abruman los festejos por el bicentenario. El clima busca emparentarse con una forma de “recuperación” de la soberanía estatal-nacional, que se verifica a escala regional. Sin embargo, el bicentenario se entiende mejor como un campo minado, que zigzaguea entre la recomposición estatal-nacional y la exhibición de dinámicas irreductibles al estado, que hacen a la materialidad cotidiana de los territorios.
El mismo “entre” tiñe el discurso de la gobernabilidad en América Latina, que oscila entre el espíritu de reposición de las prerrogativas del estado entendido como aquello que se opone al mercado y una creación permanente de dispositivos para intervenir en los territorios concretos, intentando contener sus desbordes y taponar los agujeros negros.
La remozada eficacia simbólica del discurso nacional y desarrollista posee un trasfondo material en la recuperación de la caja oficial, cuando el gobierno logra arancelar algunos circuitos de negocios y efectuar por sí mismo ciertas articulaciones estatal-mercantiles. Sin embargo, es evidente que los flujos productivos, comerciales y financieros rebasan la capacidad de regulación del estado nacional, lo cual se expresa en la inflación, en el enorme crecimiento del mercado ilegal-informal y en la influencia de los capitales globales.
Al “entre” sería adecuado definirlo, entonces, como una tensión constituyente de nuestra realidad actual. Tensión que no se entiende por fuera de la experiencia de la crisis que vivió el país en el 2001 (y del fantasma de su recurrencia). Así lo indica la insistencia del discurso político (oficial y no oficial) en torno a dos hipótesis que justifican la reposición de la soberanía estatal-nacional: 1) ser la lengua para conjurar la crisis, aunque sin negar su omnipresencia y 2) ser la clave desde la que reanimar la política partidaria, sin negar su decadencia.
La crisis griega es representada aquí como un reflejo tardío de lo ya-vivido. Argentina festeja el bicentenario como quien ha logrado salir de una enfermedad mortal: somos el país en el que se anticiparon los experimentos del ajuste y sus catastróficas consecuencias sociales, pero donde finalmente el mismo estado pretende mostrarse como salvador del naufragio.
Esta narrativa de la crisis olvida algunas cosas, exultante por la recuperación estatal. Por un lado, que las instituciones estatales y el sistema de partidos han sido piezas sustanciales del neoliberalismo. Por otra parte, que la crisis fue empujada por movimientos sociales que resultaron los únicos capaces de poner freno al modelo de despojo brutal.
La negación de la potencia transformadora de esas prácticas que experimentaron la crisis “desde abajo” (por medio de su victimización o inclusión subordinada), obtura o dificulta la construcción de espacios de coexistencia y síntesis parciales que permitan delinear un horizonte efectivamente post neoliberal, sobre la base de una nueva imagen de la modernidad, la democracia, el trabajo y lo común.
Sólo desde esa experiencia de la crisis (entendida como concepto-vivencia) es posible enfrentar el resurgimiento de nacionalismos estrechos que justifican las jerarquías urbanas y laborales a la vez que utilizan la retórica de la “seguridad” como principal herramienta de consenso social. Se requiere un trabajo artesanal de creación de articulaciones territoriales, que señalen las nuevas asimetrías tal y como se presentan en nuestras situaciones, para desamarrar lo que el nudo simbólico de la reposición estatal pretende suturar sin más.
Buenos Aires, 18 de mayo de 2010