El drama argentino nos deja sin palabras, una y otra vez. ¿O será que los signos hieden y no nos dejan hablar? “Algo podrido hay en el reino de Dinamarca”, dice el soldado Marcelo, a comienzos de Hamlet, toda una metáfora sobre un sistema de autoridad y un gobierno corrupto y desintegrado. El espectro de un padre asesinado los circunda y cuando Marcelo lanza su sentencia, capturada en la posteridad por la lengua política, Horacio, el amigo del príncipe dice: “los cielos nos guiarán”. Qué imagen más apropiada de esta era envilecida por una gramática por la que se cuela el mesianismo.
Si lo podrido entra de la mano de Shakespeare en el repertorio de metáforas sobre una trama, los últimos acontecimientos parlamentarios, palaciegos y mediáticos nos devuelven la sensación que emana de la descomposición: el asco. Cómo no experimentarlo en cada gesto y uno en especial en las últimas horas: el festejo del 12 de octubre, recuperado como victoria civilizatoria por las armas y la cruz, que se acompañó en X de un breve video en el que se muestra cómo la bota de Cristóbal Colón pisa el territorio que le era incógnito. De lo que se trata es de volver a aplastar (con una bota) y por eso se comunica sin ambigüedades. Lo obsceno de una lengua sin pudores. Las piruetas, pantomimas y ademanes de los últimos 10 meses provocan esa repugnancia. La propiedad de lo asqueroso se adhiere a la superficie de nuestros días como una capa de lo lípido. Unos ríen y otros tienen arcadas. En 1979, Charly García y Serú Girán la asociaban a “la grasa” y repetían una y otra vez que no se bancaba más.
Lo sensible, lo discernible y discursivo convergen. Es un lugar común considerar paradigma de lo asqueroso a un cuerpo en descomposición, especialmente humano, sometido a los cambios de textura, color y olor de la carne de lo que alguna vez funcionó como máquina. La ultraderecha suele invocar la necesidad de una limpieza y una asepsia, aunque por razones completamente distintas. En este caso pensamos en el asco frente una manera de administración de lo viviente.
Cuando se siente asco el primer impulso es evitar el contacto con el objeto. Pero acá se trata de una trama, un sistema, una cultura algo más que odorífera o visual (las ficciones televisivas no los recuerdan cuando irrumpe un vampiro o un zombi caníbal, figura qué, recordemos, ha sido apropiada por la ultraderecha para representar el rechazo visceral hacia el otro). El filósofo húngaro Aurel Kolnai situaba al asco como una emoción repulsiva junto al miedo y al odio. Colin McGinn señala en El significado del asco que las tres emociones no son en ningún caso idénticas. El miedo puede ser entendido como prudencial, el odio como moral y el asco como estético. A riesgo de reducir las distancias que postula el ensayo, ¿no sentimos todo a la vez y cada vez con mayor intensidad desde que se apoderaron del Estado sus declarados destructores?
Sentir asco es querer evitar sus emanaciones, pero esa posibilidad ha sido clausurada. La repugnancia es nuestro estado. No podemos escapar ni, por ahora, encontrar un programa de salida certera o que los haga retroceder. El presente es también una disputa territorial y simbólica entre aversiones profundas, aunque muchos todavía no lo puedan percibir de esta manera.
Los procesos de ampliación de derechos supusieron luchar contra el asco de clase, el desprecio de las elites hacia los sectores sociales menos desfavorecidos, también expresado en cuestiones de raza, género, discapacidad y orientación sexual. George Orwell lo comprendió al escribir El camino a Wigan Pier, en 1936, en un intento de adentrarse en las condiciones de vida de la clase obrera en una zona industrializada tras la crisis mundial. Marca ahí que la actitud de la clase alta hacia la gente “corriente” es la de una “superioridad burlona salpicada de arrebatos de odio depravado” que luego se extiende a sectores medios. Una de las formas del asco entraba por la nariz: “las clases bajas huelen”. La ultraderecha obra ha decidido recuperar ese desdén: lo económico y cultural incluye una mirada de los descartados como miasma. Al demoler un andamiaje y violentar las relaciones sociales vuelve normativa su repulsión en todas las áreas.
Señalamos al pasar “desprecio” y esa es la otra cara de la moneda que se intercambia delante de nuestros ojos sobre la que vale la pena señalar algo más. El poeta José Carlos Agüero nos habla del desprecio como afecto central en la vida política. Lo hace desde el Perú, pero en consonancia con lo que otros captan en otros países vecinos. El desprecio es para él “la soledad y la herida del vínculo social. La fragmentación de los sujetos, la perdida de sus redes, la banalidad o intrascendencia de sus interacciones” que desfonda instituciones. Es el deshilván entre el tejido social entre pares “y las articulaciones más complejas (verticales), haciendo casi impracticable la intermediación”. Es también condena a una “soledad profunda, estructural” que resulta de largas décadas de “políticas neoliberales y su mandato de éxito personal sin importar los medios y sin ningún otro fin que no sea el beneficio personal”. El desprecio es un medio político en el que se valora “la trampa, la vileza y el resultado por sobre cualquier evaluación moral”. Es la perdida de todo referente común para convivir”. El triunfo del cinismo “como actitud existencial”. La normalidad constituida “sobre la base de multitudes solitarias”.
El desprecio sustituye por todas partes a las prácticas de reconocimiento en las que se funda la legitimidad. Así lo describe Rodrigo Nunes, politólogo de la misma generación de Agüero, desde el Brasil . Para él, las élites ya no reparan en los requisitos elementales de obligación que los ataron en el pasado a sus subordinados. La relación de dominación ya no cuenta con el derecho de los dominados. Sucede como si el capitalismo, a partir de un cierto momento -¿2008?- hubiera entendido -y hubiera decidido- que la velocidad era su último razonamiento possible Reestablecer la legitimidad es demasiado caro, demasiado problemático, demasiado pantanoso. Lo que conviene es simplemente acelerar (la bota que vuelve a un primer plano aspira a algo más que dejar su huella: refundar un orden con premura, mientras dure el estupor y el asco que paraliza).Poner a la sociedad a pedalear cada vez más rápido. ¿Por qué iban a importar la palabra y el cuerpo de aquellos con los que ya no se cuenta para nada (apenas consumir imágenes, repetir consignas y acatar nuevas interdicciones)?
El desprecio surge del desdén por todo lo que no sea acelerar. Es un modo de gobierno que no precisa convocar espacios públicos de debate, ni dar explicaciones ni tomar en consideración la palabra de los demás.
La semana que pasó nos muestra que la dinámica del desprecio gubernamental tiene su fase menemista más pura (un clasismo incontaminado que con ocasionales de exabruptos populistas de ultraderecha): “Marchas, paros, tomas. Quieren derrocar al presidente con más huevos de la historia. Están avisados zurdos, después no lloren DDHH y lesa humanidad”, dice una publicación retuiteada por el Presidente. Recordemos: también Carlos Menem amenazó con que volvería a haber Madres de Plaza de Mayo en el país frente a la movilización de cientos de miles para frenar la nefasta ley federal educativa, que descentralizaba escuelas públicas en las provincias sin correspondiente presupuesto. Milei no declara, retuitea. ¿Qué anuncia su retuit? que va en serio contra las Universidades Públicas y todo lo que tenga enfrente. Un Milei cada día más minoritario, un gobierno cada vez más aferrado a la técnica del veto. La misma noche del retuit una patota policial ingresa con orden judicial en el domicilio de Fernanda Miño. La golpean y la aíslan horas. Como contra escena, es preciso recordar una multitud de médicos, pacientes, terapeutas, militantes sindicales y periodistas que reaccionan ante el intento de cierre de un hospital público de salud mental (Hospital Laura Bonaparte). La presencia en la calle de estas redes logran revertir en lo inmediato esa clausura, pero el gobierno habla ahora de “reestructuración”. Y no es el único hospital en el que se denuncian vaciamientos presupuestarios. Como si el gobierno estuviera convencido de que la terapia certera y decisiva ante el sufrimiento humano consistiera en lograr equilibrios monetarios sin modificar estructuras. De a poco la Argentina se reencuentra con el mapa de sus conflictos profundos de las últimas décadas: contra los entusiastas continuadores “democráticos” del plan del 76 un pueblo que se va reconstruyendo en y desde las calles, sin más tiempos que esperar. Si algo parece querer el gobierno es despertar a un enemigo permanente. El asco, el desprecio y la humillación no son afectos que provengan de la supuesta astucia de un Rasputín que utiliza una remera con la imagen de los Ramones (mientras Martin Menem, presidente de la cámara de Diputados viste una que incluye el logo de los Rolling Stones: la repulsión visual nos llega a la retina con las reapropiaciones de jóvenes viejos) ni de la segura ignorancia respecto de cómo lidiar con un movimiento estudiantil. Pero subestimar la ofensa infligida implica un deseo oculto de conocer una sociedadi indignada.