El Aleph de Andrés. Sobre “La cueva de los sueños” // Diego Valeriano

El diámetro de La cueva de los sueños es el mismo que el de cualquier bingo de cualquier lado, pero el conurbano entero está ahí, sin disminución de tamaño, con todo su intolerable fulgor. Vi el Bingo Ciudadela y toda la runfla que lo rodea, los pibes bañándose en el Reconquista, la doña que vende tortilla en Ardigo, los remiseros que están cerca de la estación de Merlo Gómez, y el gordo de la rotisería acariciando el fierro que tiene junto a la caja registradora. Vi un laberinto roto (era Las Catonas), interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todas las maquinitas del planeta y en ninguna gané. Vi a la mamá de Andrés y a mi tía saliendo a fumar, vi a Manuel empeñando su reloj, a Stephanie perdiendo la asignación en unos pares de horas. Vi al penitenciario hombro con hombro con la novia del preso, los vi sufriendo, gritando, gozando sin saber que estaban tan cerca, sin saber que estaban en tregua.

 

La cueva de los sueños habla hasta de lo que no quiere, de lo que no puede, de lo que no sabe. Habla del amor como lo entendemos por acá, del segundeo y de todas las formas de la muerte. No sé cómo hace, pero habla de cosas que nos conmueven, que nos entristecen y que nos hacen felices. Habla de plantarse, de apuradas que nos comemos y de levantar la cabeza. Escribe sobre nuestras derrotas y de cómo nuestras pocas victorias se parecen a otra cosa, como a una fiesta que termina mal.

La cueva es la mejor investigación de cómo es esto de vivir por acá. Andrés investiga y no es lejano ni ortiba. Es amigo. Se puede reemplazar bingo por remisería, gimnasio, rotisería, club de barrio, cabaret, casita de fiestas o cocina de falopa, y el resultado sería el mismo: un trabajo preciso, quirúrgico, amoroso y excelentemente escrito. Una descripción acertada que habla de nosotros, de esto que somos.

Vi en el Aleph a toda la zona sur, vi las monedas que me quedaban, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, esas cuevas manijas llenas de luces, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible conurbano.

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