Delegamos el estado de ánimo para quedarnos en el ruido y el silencio. Pasamos del tuit pillo al desánimo pollo en un scrolleo. No elaboramos, no buscamos el aire necesario, no resistimos caer en la trampa. No nos movemos de donde estamos, no ya por convicciones sino por miedo al dislake, a los comisarios, a quedarnos solas. Nos volvemos termo como la única forma posible de militar. La opinión es el régimen que va copando todo. Repetir manija, simular una risa, festejar cosas aunque ya no pase nada, no nos pase nada. Repetición, consignismo, hater, flashear compromiso. Un posteo, una línea, una toma de posición en ciertas fechas claves. Decir derecha y ya no decir nada. Ser gato de proyectos políticos que son de otros, de recuerdos que ya no son nuestros, de consignas en las que ya no creemos. A veces se repiten las cosas y ya no tienen el efecto buscado, a veces es peor. Mucho peor. Ni los amigos, ni las banderas, ni las palabras, ni la memoria de algo que fuimos. Vamos a plazas llenas y no nos encontramos con nadie. Porque no hay nadie, porque nos esquivamos. Puede ser el cansancio, la época, el ruido o el aire que ya no alcanza. A veces es el hartazgo, las necesidades que cada vez se muestran más mezquinas, descubrir el cálculo de tan evidente que se presenta todo. A veces somos nosotros que marchamos por contratos, miedo o aburrimiento. A veces sucede que en las plazas ya no pasa nada. Puede ser nuestro agotamiento, nuestras frustraciones y derrotas. Puede ser el ensimismamiento necesario para poder seguir sobreviviendo. Delegar el estado de ánimo es no poder imaginar nada, no animarnos a nada, no descubrir lo que está pasando en otro lado. Es quedarnos acá donde estamos, por miedo a la soledad, al error y al silencio.