El agua como metáfora nacional. El agua y nosotros meciéndonos al ritmo del remo de Caronte.
Hay muchas historias que cuentan de las criaturas malignas que habitan las aguas de los ríos y de los mares. En todas los crédulos, o los cándidos, son engañados y acuden, seducidos, a su muerte.
La historia advierte de estos engaños, cuenta de lo monstruoso de su origen, llama a no dejarse engañar.
A pesar de eso las películas norteamericanas repetidas en la televisión se empeñan en velar esas advertencias. Disfrazan a las sirenas de criaturas hermosas: mitad bondad, mitad humanas.
La industria cultural trabaja para los monstruos, sus relatos desandan el saber popular que nos llama a desobedecer los cantos que nos llevan al abismo.
Contra esa inteligencia aprendida a costa de la sangre de los nuestros, desde que somos niños, los medios desovan en nuestros corazones la invitación a dejarnos seducir.
El agua, como metáfora nacional, y nosotros por ahora, flotando, pero a la deriva, acechados por el propio elemento y por las bestias en las orillas.
Sin embargo conviene recordar también otras historias, como la de Gulliver, al que sus naufragios lo llevaron a conocer nuevas realidades, hasta entonces impensadas, hasta entonces imposibles.