Efectos encadenados: lectura histórica de los movimientos plebeyos (a propósito de las jornadas de protesta nacional en Chile) // Daniel Inclán

Daniel Inclán*

 

Las calles son la vivienda del colectivo. El colectivo es un ente enteramente inquieto, enteramente en movimiento, que vive, experimenta, conoce y medita entre los muros de las casas tanto como los individuos bajo la protección de sus cuatro paredes.

Walter Benjamin, El libro de los pasajes

No es el “pueblo” lo que produce el levantamiento, es el levantamiento lo que produce su pueblo, al suscitar la experiencia y la inteligencia comunes, el tejido humano y el lenguaje de la realidad que habían desparecido.

Comité invisible, A nuestros amigos

El histórico desprecio de las masas

Los procesos de secularización de la vida moderna trajeron consigo la aparición de un sujeto de la historia incómodo, por viscoso, por inaprehensible: el pueblo, la multitud, un conjunto heterogéneo de formas de vida colectiva que en uso de su capacidad política se autoorganiza para impugnar el orden social vigente. A lo largo y ancho del mundo, el siglo XIX se presentó como el siglo de las masas movilizadas con distintos fines y diversos mecanismos de organización, que manifestaban una fuerza de transformación nunca antes reconocida. Las masas expresaban con radicalidad la dialéctica de la Ilustración: la capacidad creativa (la masa autodeterminada) y la capacidad destructiva (la masa enajenada a los servicios de los proyectos autoritarios). Desde entonces es un sujeto inoportuno, tratado con ambigüedad: es tanto el emancipador absoluto de la sociedad como el sedimento más fuerte de los proyectos conservadores.

En el siglo XX, la ambigüedad constitutiva de este sujeto intentó ser domesticada, controlada a través de una serie de proyectos socioculturales que manifestaran el control político de la historia y, en particular, de la versión incómoda de este sujeto: la masa organizada, la multitud plebeya que no respeta el destino de la historia (el progreso y la razón). Los dos grandes proyectos de masas del siglo XX, el occidental —cuyo epítome fue el american way of life— y el oriental —de masas organizadas bajo el control vertical del partido socialista, con el modelo soviético como el más acabado— hicieron manifiesto el desprecio por la multitud autónoma, el odio al ejercicio de la autodeterminación colectiva al margen de las decisiones institucionales y de la “razón de Estado”. No es casual el crimen cometido contra los proyectos libertarios en el periodo de entreguerras en Europa: el asesinato de la revuelta campesina en Ucrania por parte del Ejército Rojo, o el aislamiento de las comunas libertarias de Cataluña y Aragón durante la Guerra Civil española; dos de los movimientos de autonomía más paradigmáticos aplastados por el coraje de las razones políticas de proyectos verticales, donde no había cabida para la espontaneidad plebeya.

Para la utopía de masas disciplinadas se debía evitar que las multitudes alimentaran el fascismo y, sobre todo, cualquier proyecto autónomo, al margen de la racionalidad teleológica de la historia del progreso (ya fuera en su versión socialista o en su versión capitalista). Para los proyectos políticos del siglo XX, la buena multitud no es la que se autoorganiza sino la que obedece, la que reconoce en los líderes el rumbo de su destino.

América Latina no estuvo fuera de este debate, en la región se vivieron complejos procesos de masas que tendencialmente frenaban sus capacidades creativas y autónomas, como costo necesario del beneficio de los proyectos nacionalistas. Paradójicamente fueron esas mismas multitudes autoorganizadas las que hicieron las resistencias —en las calles y el campo— a las ofensivas autoritarias que “reorganizaban” la nación y ponían fin a los proyectos populistas. A pesar de su fuerza, el pueblo organizado fue devaluado, instrumentalizado y traicionado por distintos proyectos políticos que tenían como bandera la defensa de los intereses populares. Esa lógica parece no terminar en la historia de América Latina.

Derivas interpretativas

Al reconocer esta tensión en torno a la masa autoorganizada, ¿qué tipo de aproximaciones debemos hacer para reconstruir su historia, para no mirarla como un apéndice de las grandes transformaciones encabezadas por líderes virtuosos o por guerrilleros iluminados? Sigue pendiente una historia de las movilizaciones plebeyas que, al margen de las decisiones políticas centralizadas, han puesto en jaque, al menos por algunos instantes, al orden político; movilizaciones que avanzan a saltos y no de manera continua y homogénea, cuyos sedimentos de experiencia no están en manuales o reflexiones teóricas sino en los cuerpos y los espacios que ocupan, en los tiempos y silencios que habitan su cotidianidad.

En principio habría que reconocer que la movilización de la multitud autodeterminada manifiesta con radicalidad la condición de toda historicidad: su naturaleza contingente. La historia no es un resultado necesario, ni un acumulado de sucesos, que a la manera de antecedentes dan como efecto un acontecimiento nuevo. La historicidad es el reino de la contingencia, donde las cosas pueden ser o no ser; donde lo que está en juego es la potencia creativa (o destructiva) que para existir no está obligada a convertirse en acto (como la lectura tosca que la física y metafísica de Aristóteles ha hecho creer); la potencia existe también como potencia del no, que determina también la existencia efectiva de los actos.

Las movilizaciones de masas ponen en la intemperie la contingencia, nada está garantizado, ningún acto tiene un destino establecido. De ahí lo problemático de su estudio; en una lectura histórica que reproduce una teleología (y en muchos casos una teología), lo imprevisto que presupone la masa en movimiento es siempre incómodo. El reto es aprender a trabajar con la contingencia, producir explicaciones históricas a partir de ella.

Para ello es importante desplazar la idea del sujeto de la historia. El sujeto no es una realidad acabada, es un continuo proceso, no está ahí para producir el acontecimiento. Por el contrario, es el movimiento agónico en el que se configuran las potencias del sujeto —lo que llamaríamos, siguiendo a Bolívar Echeverría, sujetidad, la potencia de ser sujeto, que no tiene que terminar necesariamente en un Sujeto—. La lucha, la toma de las calles o los campos son los espacios de lo indeterminado donde las posibilidades se ponen en juego. Por ello es importante distinguir la movilización del movimiento.

Es en el movimiento donde la fuerza de organización de las masas se concentra en una lógica agónica de impugnación y de crítica; en la que las contradicciones de la vida colectiva se miran como conflictos irresolubles dentro de la misma dinámica que los produjo. No es una sumatoria de inconformidades ni una síntesis de los abusos convertidos en coraje, es un destello en el instante de peligro, como Walter Benjamin llamaba a la presencia de lo pretérito en el presente. En el movimiento plebeyo lo que detona la organización y el principio de lucha es —en la mayoría de los casos— la defensa de la dignidad, de los últimos resabios que quedan antes de desaparecer. No es el hambre o la explotación lo que moviliza, es la defensa de un último reducto de sentido colectivo de la vida, de lo irreductible de la dignidad, determinada en cada situación histórica, no como una condición universal.

Su configuración no es la de una masa amorfa sino la de un conjunto abigarrado de relaciones de distinta naturaleza; estratos de historicidad que conviven juntos sin integrarse: una dialéctica sin síntesis. Entre estos niveles hay un fuerte componente de género y de edad; no son expresiones asexuadas ni sin criterio etario. Aunque se miren como actos encabezados por varones en el momento del enfrentamiento, en la toma de decisiones, en los procesos de ocupación de espacios, etcétera, hay una dimensión oculta, a veces silenciosa, que es la condición de posibilidad de la movilización y que tiene el rostro de mujer: la del rumor, la del chisme, la de la reproducción de las condiciones materiales de lucha, elaboración de alimentos, cuidado de los heridos, atención de la vida cotidiana que tiene que seguir en paralelo a la lucha y más.

De igual forma, hay una dimensión etaria muy importante: la osadía se presenta como un acto juvenil que va por fuera de las experiencias de los adultos que siempre están presentes en la lucha. La fuerza para pelear y enfrentar las acciones represivas es, sobre todo, marca de una insumisión juvenil. Tampoco hay que idealizar este componente, pero es fundamental reconocerlo para no pensar en una masa sin rostro, sin sexo y sin edad. El movimiento es un sujeto anónimo, pero con rostro y edad, no depende de líderes con nombre y apellido, pero sí de marcas étnicas, de género, etarias y de clase.

Esto nos obliga a pensar de otra manera los acumulados históricos de saberes de la lucha, que no se transmiten como conocimientos empaquetados sino como prácticas, saberes y silencios que configuran los espacios y tiempos cotidianos de los pueblos en lucha. Es importante reconocer que la historicidad de la lucha avanza a saltos, no es lineal ni acumulativa. Es una eterna construcción de herencias, de recuperación y traducción de saberes para enfrentamientos concretos. La lucha social opera por alegorías, vincula procesos y saberes de distintos tiempos y distintas naturalezas para un momento específico; trabaja comparando lo que se parece pero no es lo mismo. Este operar alegórico permite que se actualicen formas producidas para luchas en otros espacios: por ejemplo, activar en la ciudad estrategias de defensa de experiencias campesinas para cortar una calle o para cerrar el paso.

Las herencias de la lucha son, en gran parte, inmateriales, se depositan en las memorias y las mitografías del enfrentamiento, permanecen como huellas y como heridas abiertas en los espacios y los tiempos cotidianos. Dispuesta para ser recuperadas no en cualquier momento, sino en los instantes de peligro, cuando hay que defender la dignidad antes de que desaparezca.

Los movimientos plebeyos suceden, sin duda, llenos de contradicciones, las mismas que configuran la vida social no están exentos de ellas. Lo peculiar es que en su articulación para la lucha se problematizan el poder, el autoritarismo y el conservadurismo social. Por instantes son puestos en cuestión. No siempre superados, pero al menos debatidos. Esto se verifica en al menos cuatro niveles: 1) la construcción política del enemigo, 2) las realizaciones materiales de la lucha, 3) la construcción de saberes para pelear y 4) las formas de organización.

Por pequeño y evanescente que sea, todo movimiento construye una figura del enemigo, más o menos elaborada, más o menos identificable. No son estallidos sin objetivos delimitados, aunque en ocasiones no sean los contrincantes correctos o se construyan enemigos en las sombras. En este momento hay un replanteamiento de las lógicas del poder, de las formas de producción de sujetidades y de las posibilidades de superación. Esto es siempre resultado de una determinada lectura de la realidad que hace el movimiento, en la que se ponen en juego matrices analíticas de distinta naturaleza: la mitografía, el dolor, el distanciamiento crítico.

Esto se sostiene por bases materiales mínimas. No hay movimiento sólo en el terreno de las demandas, pues éstas construyen materialidad de la lucha, materialidad de doble nivel: la de los espacios de enfrentamiento directo (barricadas, lugares recuperados, etcétera) y la de los espacios de organización de la rabia plebeya —en muchos casos improvisados centros de reunión en lo que se discuten las rutas de acción y se recuperan las fuerzas para seguir luchando—. Junto con estos espacios habría que considerar las transformaciones del entorno inmediato y mediato: el impacto sobre los espacios contiguos a la lucha, transformados simbólica y materialmente.

Nada de esto sería posible sin la construcción de un tipo de lógicas de la pelea, que no sólo son estrategias de enfrentamiento directo; también se ponen en juego proyectos de presión que obliguen a negociaciones —siempre desiguales en el reparto de fuerza— o luchas de guerra mediática, para ganar el apoyo de sectores no movilizados. Los saberes de la lucha, aunque respondan a tradiciones locales más o menos establecidas, siempre abren terreno a lo imprevisible, a la capacidad creativa del movimiento.

Por último, las formas de organización, aunque generalmente son las prácticas menos flexibles (tomas de decisiones por liderazgos, comisiones de trabajo, reparto de tareas por tiempos y espacios), también ponen en juego la capacidad de innovación y de crítica. Aunque terminen validándose las viejas prácticas, por la fuerza o por la inercia, siempre hay momentos de apertura para discutir y pensar de otra forma la organización en función no sólo de los fines inmediatos, sino de los efectos a mediano plazo en las personas involucradas en la organización.

Sí, estamos ante un sujeto complicado para ser entendido, un sujeto que acumula derrotas tras derrotas y que a pesar de ello no deja de luchar. Pero necesitamos reconocer que antes de la tragedia estuvo la fiesta, el momento insurrecto de la plebe en el que se expusieron momentáneamente las estructuras de poder en todos sus niveles (económico, político, sexual, etario) y se puso en la intemperie la capacidad política de la vida colectiva (esa que se expropia constantemente en la vida moderna). Son sujetos contradictorios que también pueden alimentar proyectos conservadores y autoritarios, pero que suelen pelear por defender los últimos resquicios de dignidad que quedan en un mundo enajenado. Por ello habría que reconocer que su horizonte no está en la democratización —forma tan elegante del pensamiento liberal para reducir sus efectos— sino en la autodeterminación: esa realidad que da tanto miedo en una sociedad desposeída como la nuestra.


* Instituto de Investigaciones Económicas, UNAM.

Fuente: http://con-temporanea.inah.gob.mx

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