Ni entrenar, ni educar, ni transmitir: entregarse a este apocalipsis, hacer mundo. Vagar con los signos que se van recolectando. Pispiar, errar, ranchar, reírse, andar en bici. Entrenarse en la improvisación, en cómo se camina, en cómo equivocarse. Amasar una predisposición callejera bien pilla. Confiar sin confiarse, intentar contrarrestar el miedo que nos da todo. Salir a la calle porque la asfixia de adentro la mata.
Segundearnos siempre fue la mejor manera de vivir este apocalipsis zombie, tirarnos una soga, compartir nuevas posibilidades, pavear. Desertar, huir, mutar, correr el último tren en Liniers. Plagar el viaje de chistes, reírnos de quienes ya mutaron. Obligarla a que pase por debajo de lo molinetes, a que coma el yogur directamente en la góndola de los lácteos, a construir enemigos, a no querer a las maestras, a no saludar con un beso si no quiere. A tomar el 238 y que se curta. Que sepa que nada es para tanto. Llevarla a la escuelita municipal de arte, a teatro, a telas en Haedo hasta que llore de hartazgo, a cada marcha hasta aburrirla, a cada recital hasta que entienda. Volver de una muestra del club y que nos roben, así aprendemos. Bancar a los ladrones de todas maneras, no denunciar. No aceptar que la policía nos lleve en patrullero a casa por ética, por dignidad, por miedo a que nos vean, para sostener cierto prestigio mutuo. Ir a clínicas psiquiátricas a visitar a las amigas que no pudieron con toda la maravillosa locura que dan las pepas y luego, de un toque de estar ahí, dudar de nuestra cordura.
Sufrir los paros docentes y aburrirnos en una plaza, frente a la tele, por los cibers, jugando con unas Barbies chinas que se les aplasta la cabeza. Colgarnos del cable, defender guachines, plantarse a los gendarmes de la estación, festejar la quema de los trenes. Confiar en sus intuiciones, en sus palabras, en su gedencia. Traspasar los límites, desconocerlos, que su vitalidad sea nuestra única verdad. Confiar en lo que hicimos, en lo que pudimos. Ir a buscarla a la 1ra de Morón y enojarme porque le recabió. Aceptar las mentiras como parte del acuerdo. Sentirnos chistosamente orgullosos de lo que hacemos.
Caminatas eternas discutiendo cuál es la mejor arma contra los zombies: ¿katana de Michonne, ballesta de Daryl, creer en las amigas? Que haga su propia faca, que se plante, que disfrute de la adrenalina que da defenderse, que ataque. Conquistar los espacios no ya por gusto, sino por necesidad. Reírnos de que colgaríamos como Shaun. Evaluar seriamente si la casa de la mamá o la mía es mejor como trinchera de resistencia zombie. ¿Planta baja, casa grande, depto al fondo, pasillo eterno, un cuarto piso desde donde se domina la avenida?
Ser zombie, ranchada, que no se note. Fake, rocha, desertora, socorrista, manija. Salir a la ruta como en Zombieland. Huir de la resignación, del futuro, de la culpa, de la educación. Irse al campo, refugiarse en san Marcos, estar al acecho. Saber que nuestros caminos se separan, que tal vez ya no se crucen. Entrenarse en el desapego. Conquistar el apocalipsis como refugio vital, como mundo propio, como lo genuino, como regocijo de haber llegado acá a donde se está.
Eduqué a mi hija para una invasión zombie / Diego Valeriano. – 3a ed . 1. Aporte Educacional. 2. Ciencia Política. 3. Adolescencia. I. Título.
CDD 370.11