León Rozitchner
A mi hermana Rebeca, que hoy nos ha dejado para siempre, con sus ojos de niña, y su asombro.
Bueno, realmente un poco extrañado de estar aquí, entre ustedes. Primero tengo que agradecer que esta inesperada invitación al diálogo haya venido, me lo confesó, de Germán García. Y da la casualidad que esta sede donde nos encontramos se encuentra en la misma manzana, a sólo una cuadra, de donde Oscar Massota vivió, con Renée, aquí a la vuelta sobre la calle Charcas.
Seguramente fue por esa anécdota de unas “Jornadas” a la que el presentador se refirió antes, allí por el ‘73, que quisiera ubicarlos. Porque a esa narración, en honor a la verdad, le falta algo que me animo por primera vez a contar. Fui durante bastante tiempo amigo próximo de Masotta: en esa época él tenía una creciente pasión por la filosofía, en particular por la fenomenología, el marxismo y los problemas político-sociales. Nos distanciamos luego por esas cosas del destino, las inclinaciones personales y quizás por las ideas. A Oscar, ya jefe de escuela lacaniana, le habían encargado que organizara las Jornadas dedicadas al centenario de Freud por la Embajada de Alemanía. Trajeron una exposición de fotos que fueron presentadas, con ese auspicio, en la Facultad de Medicina. Inesperadamente me llama por teléfono el agregado cultural alemán, y como había leído, me dijo, un libro que yo acababa de publicar, Freud y los límites del individualismo burgués, me ofrece que inaugure esas Jornadas. Oscar -lo lamenté mucho- no asistió al acto, donde hablé sobre “Un Freud excluido: el problema de las masas”. Creo que ahí culminaron esas diferencias que nos separaban, que de alguna manera se cierran hoy aquí, como un acercamiento afectuoso a su recuerdo. Lo que sigue vigente es quizás ese Freud excluido del problema de las masas.
De todos modos, es una oportunidad para tratar de dialogar en momentos en los que los intelectuales en este país no intercambian casi nada y cada uno recita solo o en compañía su propio verso. Entre las múltiples orientaciones de psicoanalistas creo que tampoco: hay varias asociaciones inspiradas por el pensamiento de Lacan y que han hecho lo mismo que hace la izquierda en el campo de la política: cada uno sigue por su lado y casi son incompatibles y odiosas para sus respectivos adeptos. Por eso le agradezco a Germán su invitación: al menos habremos podido, con simpatía espero, mirarnos a la cara.
Partamos pues de algo fundamental donde aparece una especie de división de aguas. Creo que hay, hoy en día y entre nosotros, por lo menos dos formas de comprender la teoría psicoanalítica cuya creación todos reconocemos en Freud: su descubrimiento, que sigue siendo judaico por su origen cultural, religioso o mitológico, y una interpretación de su obra, la de Lacan, que se desplaza de ella y la suplanta con una racionalidad y una concepción del sujeto cuya base cultural se halla, creo, en el origen católico, religioso o mitológico, de su propio pensamiento. Aquí le reconozco a la narración mítica casi el mismo sentido que le da Levi-Strauss al totemismo: una narración que actúa como un “operador” mítico desde el cual se ordenan y da sentido, como modelo, a las articulaciones y las relaciones fundamentales del hombre con los otros hombres, con la naturaleza y con el cosmos.
La existencia de esta diferencia entre un creador y un recreador no tendría gravedad, si no fuera porque se pretende que en la teoría lacaniana se verifica lo que tiene de verdad la teoría freudiana, cuya clave “científica” residiría en la primera, así como los cristianos leen la Biblia judía pero la interpretan desde el Nuevo Testamento. Lo mismo pasa entre Freud y Lacan: al Freud judío habría que leerlo desde el Lacan cristiano para comprenderlo verdaderamente. En cambio pienso, y daré mis razones para hacerlo, que hay un corte decisivo que los separa y una oposición entre ambos. Pensemos solamente en la concepción de la verdad en cuya tradición se inscriben de manera diferente: la verdad judía pasa por la práctica, la verdad cristiana por la verdad revelada o, en términos heideggerianos, por la aletheia, el develamiento. Hasta el bueno de Ratzinger, nazi de joven y de viejo Papa, reclama como fundamental para la teología esa diferencia entre la ortopraxis judía y la ortodoxia cristiana, y la diferencia de una mitología religiosa donde la verdad se verifica en la historia de un “pueblo elegido” como primogénito por Jehová, mientras que la verdad de la otra reside en un único hijo “elegido”, Cristo como hijo de Dios-Padre. Y que, por lo tanto, el sentido de la verdad del sujeto requiera actualizar, en Freud, esa referencia a la historia y a los procesos sociales como premisa de su interpretación.
Comencemos por el estilo de escritura. Les parecerá quizás un detalle imaginario, casi detestable, pero “el estilo es el hombre”, se dice. El estilo nos trae una presencia y un modo de ser personal. Cada estilo tiene cuerpo y cara, es un hombre, el de un judío que escribe como Freud, tan radical y absolutamente irreductible y diferente al estilo y por lo tanto a la cara y al hombre que es Lacan. Las teorías sobre el hombre, en el campo de la filosofía, llevan todas el nombre de su creador. Esto no es un aspecto aleatorio o meramente anecdótico. Ese aspecto permanece aún separado de la teoría misma que estudiamos, aunque el interés tan pronunciado por la vida de su autor, que a todos nos atrae como algo marginal, nos muestra claramente que necesitamos algo más para entenderlo: necesitamos conocerlo a él para comprender mejor su teoría. En el modelo de las ciencias llamadas de la naturaleza, en cambio, los caracteres “subjetivos” del creador parecen estorbar, y más bien piden ser desechados para no desvirtuar su carácter puramente objetivo: el objeto “inhumano” necesita ser despojado de lo humano para poder alcanzarlo en su verdad, nos dicen. Por eso creo que en el campo de las “ciencias humanas” en algún momento futuro la historia personal del creador de la teoría entrará a formar parte necesariamente de la comprensión de la teoría misma para alcanzar una “objetividad” más plena. La verdad de la teoría tendrá que incluir la historicidad del acceso a la historia de su propio creador como punto de partida. Quiero decir: su tránsito desde la infancia a la adultez, del mito a la ciencia. Por eso se puede sostener, como pienso, que el sujeto es núcleo de verdad histórica. La discriminación de la verdad, que es siempre ética, residiría allí. En las ciencias humanas los deseos que animan al investigador determinan, creo, el sentido de su elaboración teórica. Y no se trata aquí de hacer la psicología del autor, cuya vida espiamos como quien mira por el ojo de la cerradura, con curiosidad personal y mal-sana, sino de comprender las premisas vividas que abrieron el campo de sus interrogantes y los orientaron: su mitología. Lacan mismo dice que no es importante la psicología de Freud, pero enseguida nos proporciona esos datos complementarios: nos dice que su psicología es más bien femenina, que lo ve muy poco padre, y que el pobre vivió el drama edípico sólo en el campo de la horda analítica. Y que Freud era la Madre-Inteligencia. Sutil y agudo, salta a la vista. Pero me pregunto: ¿comprender la psicología de Lacan no sería necesaria para entenderlo a él como Padre-Inteligencia?
No voy a hacer ni pretendo, y seguro no podría, la psicología de Lacan. Se podría aducir que mi acercamiento fragmentario, habla más bien de la mía, es un riesgo. Desde el comienzo mismo debo confesar que Lacan me irritaba y me sigue irritando aún, habiendo conocido alguno de sus trabajos desde hacía ya mucho tiempo, cuando en el quinquenio del 55 al 60 lo incluía, Pontalis mediante, en la bibliografía de mis cursos de Etica en la facultad de Filosofía de Rosario. Me irritaba porque tenía y tiene para mí dos características insoportables que les confieso: una es la que te obliga a abrirte de piernas para que lo entiendas, y eso no es muy grato. ¿Apreciación subjetiva u objetiva? La humillación hacia el lector se la siente a la entrada en sus textos, así como Dante impone dejar la esperanza a las puertas del Infierno. Eso de utilizarte como espejo para preguntarse mientras se mira en tus ojos de lector: “ojitos, ojitos, ¿quién es el pensador más piola y elegante del mundo?”, es bastante insoportable. Este previo pedido, que nos lleva a declinar el reconocimiento de nuestra personal endeblez humana, unida a la de nuestro saber fragmentario y limitado, ¿podría formar parte de las premisas inconfesas de su teoría? ¿La humillación no es un significante que revolotea entre las líneas? Y sobre todo: la sumisión a su saber que nos pide ¿tiene algo que ver con el problema de la verdad y de la ética? A miles de leguas de Freud y de su respeto por el lector, de la confesión de sus dudas y de sus debilidades y, por supuesto, de tantos otros escritores difíciles e importantes que tanto esfuerzo y coraje nos han pedido para llegar a creer que los entendemos. A mí me extrañó siempre cómo los psicoanalistas, tan sutiles en el arte de discriminar los múltiples niveles de sentido que circulan en el discurso, aceptaban tan alegre y gozosamente que en el campo de la comunicación escrita de un maestro tan brillante, luego de tanto énfasis en el discurso del amo y en la ética, les solicitara esa humillación, a veces explícitamente proclamada, que por lo menos los convierte en cómplices sumisos, y no dijeran nada. Esa resonancia afectiva de su pensamiento “objetivo” determinó las sospechas de mi aproximación a su teoría: un signo de alarma respecto del problema de su verdad “científica”.
Y la segunda: después de leer por momentos con mucho cuidado y lápiz en la mano varias de sus obras en cuestiones centrales, me deja la impresión de que justo cuando estamos por llegar, queriendo seguirlo hasta el término de su deducción, Lacan no acaba, nunca termina: no me cierra. ¿Quién se anima a correr el riesgo de recibir, como le dice a un tal Bergler, su juicio lapidario: “un desencadenamiento delirante de nociones no dominadas”? ¿O cuando le dice a sus alumnos que se resisten a oir lo que les quiere decir? ¿Realmente ustedes creen entender mejor la tragedia de Antígona cuando luego de incansables rodeos llega a decirnos que “resulta ser milagrosamente la portadora del corte significante que le confiere el poder infranqueable de ser lo que es”? ¿Ustedes creen, realmente, y no es divertido viendo lo que uno ve, aceptar que los psicoanalistas tienen como diferencia con sus pacientes “un deseo advertido”? Quizás sea yo que no termino de entenderlo, pese a que uno ha leído a tantos, y quizás más difíciles. Quizás a ustedes no les pase, pero no me van a negar que es frustrante, a no ser que se consuelen con un goce menor del prometido. No me refiero a sus esquemas formales, a sus matemas, a sus esquemas sobre nuestra propia imagen invertida, sino a sus desarrollos que aspiran a guiarnos hacia la luz sacándonos de nuestras tinieblas imaginarias. Estoy pensando que ustedes enfrentan y sobrellevan una tarea muy ardua para acercarse a la verdad “científica” y, sobre todo, cuando veo que la mujer-madre en el campo de su teoría -es una diferencia fundamental que tiene con el Freud judío-, la mujer en tanto madre aparece tan negada como para situar en ella a la pulsión de muerte. Y me sorprendo que tantas mujeres psicoanalistas lacanianas acepten complacidas una concepción teórica que descalifica lo materno femenino, cosa que Freud no hace. Freud describe la situación actual de la mujer en el patriarcado, nunca su esencia pura.
En Freud la castración tiene un sentido muy particular que no es el que le ha dado Lacan, creo, y por eso quisiera hablar enseguida de los edipos -más bien de los complejos parentales- porque para eso vine. Freud describe a la castración como un hecho de experiencia histórica: como una determinación patriarcal en la escisión del yo en nuestro acceso a la cultura. No afirma la teoría de la castración necesaria y eficiente, sólo la describe porque está presente en los sujetos sufrientes de nuestra época. Freud no dice que la ley del padre sea un hecho pasivo de estructura: dice claramente que no hay ley sin violencia y, por lo tanto, sin resistencia de quien terminará sometièndose a ella. No es un pacto formal y pacífico donde el hijo agradecido recibe su nombre a cambio de aceptar la ley paterna. Si fuera un hecho de lenguaje no habría castración: la barra sería suficiente para separar al significado del significante. Pero si Freud recurre a la castración es porque la amenaza del terror y la muerte refieren el complejo a una tragedia. Sus consecuencias negativas como reorganizadora afectiva e imaginaria de la subjetividad que enuncia son enormes: las tres angustias de muerte que acorazan y limitan la conciencia, la imposición de una razón aterrorizante que corta sus amarras con la experiencia más viva, el terror que limita al pensamiento y que lleva a compararlo con los juegos de guerra de los militares, la imposición de una moral vengativa, persecutoria, que nos vigila desde dentro y desencadena la agresión contra nosotros mismos de la que el poder se nutre, la distancia feroz con lo materno o su cercanía alucinada como único refugio, el corte entre afecto, imaginación y pensamiento. ¿Cómo negar que determina la escisión del yo por medio de una amenaza de muerte desde una edad muy temprana? Por eso parece insensato implorar la castración para normalizarnos.
Lo que interesa es preguntarse si hay sólo un complejo de Edipo, de estructura, escanciado en tres tiempos, que la requiere como fundamento de la libertad y acceso a la segunda muerte, o hay múltiples edipos, o más bien si no hay complejos parentales diferentes que pueden llevar otros nombres y no solamente el de la triangulación edipica que aparece como canónica. Me llama la atención que los lacanianos aparezcan recurriendo, para inscribirse en el nombre del Padre, a una especie de imploración a la castración. “Cástrenme, porque me vuelvo loco” parecen pedir en el acentuamiento magno (“simbólicamente” agregan para dejar en claro que sólo de eso se trata), como si las metáforas utilizadas como conceptos fueran puramente teóricas y no arrastraran ni imágenes, ni fantasías ni emociones ni relentes de un contrariado amor, porque la acechanza mortífera de lo materno es en nuestra cultura tan destructiva, tan aniquiladora. De eso se trata en los diversos mitos que organizan los diversos complejos parentales. De lo cual resultaría ante todo necesario no sólo aceptar la castración a regañadientes, y luego de una lucha, como Freud nos muestra cuando describe al niño en su enfrentamiento trágico, sino implorarla para evitar que las mandíbulas de cocodrilo del monstruo materno femenino se cierren y nos devoren, como Lacan la representa. ¡Si no fuera por el padre que le pone esa columna de granito, ese “rouleau” entre sus dientes! Como si la amenaza del padre no fuera tanto o mucho más terrorífica que la que se le atribuye a la madre. Como si todas las madres, no las de estructura, fueran tan terribles como la descripta por Lacan. Tan poco judío y tan cristiano eso. Me recuerda el terror de los judíos durante las cruzadas medievales, la alternativa que les ofrecían los buenos cristianos: el bautismo -¿la castración simbólica?- o la muerte.
El lugar que ocupa la madre en el triángulo llamado “edípico” es lo que diferencia radicalmente al mito judío del mito cristiano, y también en los otros mitos referidos a los complejos parentales. ¿Quién me asegura que aunque sea sólo simbólica la castración cristiana no penetra hasta la carne y nos desangra el corazón sensible donde en nosotros ella reside? San Pablo, que algo sabía de eso, pide que transformemos la circuncisión judía del pene infantil y la apliquemos a otra parte, y entonces propone la circuncisión del corazón cristiano adulto para borrar su marca en nuestro cuerpo. Cristo en la cena de la Sagrada Eucaristía pide, salvación mediante y entrada asegurada al Reino, que nos transmutemos: que nos hagamos ahora “carne de su carne y sangre de su sangre” con el Hombre, y nos convirtamos en Hijo del Padre, no de la madre: que cambiemos madre por Padre en nuestro cuerpo. Así, distanciados de su sangre y de su carne con la promesa de que la eternidad nos espera, nos pide que circuncidemos nuestro corazón, que es materno, hasta esa profundidad, para salvarnos. Judas, al parecer más judío que los otros discípulos, no traiciona a su madre; sólo traiciona a Jesus para no matarla. Así los otros, que son fieles a Jesús, lo son a costa de matar lo más sagrado y originario: son traidores a la madre. ¿No comenzará aquí la teoría que permuta a la Madre-Inteligencia de Freud judío por el Padre-Inteligencia de Lacan cristiano? El corte que instaura tajantemente la barra ¿no es el de la guillotina cristiana que deja a la cabeza separada del cuerpo sensible y afectivo que permite el pensamiento abstracto del significante lacaniano?
Entonces pienso, qué placer vengativo para la mujer saber que, fuera de ellas, que así son vistas desde los hombres, que ahora los hombres mismos les confirmen que también todos los hombres están castrados hasta lo más profundo. Simbólicamente nosotros, en sus cuerpos ellas. Nunca más tajante la separación que constituye a unas en valor de uso, a los otros en valor de cambio desde la constitución misma del sujeto. Y más aún: que la teoría del sujeto lleve hasta el extremo límite su exigencia en momentos de amenaza social del terror globalmentre expandido, cuando el cristianismo y el capitalismo unidos y vencedores extienden los mitos del occidente cristiano hasta abarcar el mundo. Una teoría que acentúa hasta ese extremo la castración y el matricidio debe venirle de perilla en el inconsciente a tanta mujer que forma parte de los círculos psicoanalíticos; pero sería un triste consuelo. Pero lo que también llama la atención es que algunas de ellas acepten con tanta sumisión una castración tan generalizada sobre sí mismas y que la “pequeña diferencia” que las caracteriza las someta tanto a la diferencia “más grande”: cuando llegan a “la edad media de la vida”, el climaterio, cuando desaparecen sus encantos y atractivos, también claman por el matricidio de la madre, sólo de la “mala y bruta” naturalmente, y aparece tristemente la “castración estética” y la “castración reproductora” que sucede a la “castración de los fluidos y del flujo sanguíneo”, “la castración de la salud” en suma, que se compensa por suerte con la “falicización del útero” ya devenido inhóspito. Pasan de ninfas eternas a matronas. Acabo de leerlo.
Esto para comenzar lo que quiero plantear hoy con respecto al complejo de Edipo. En épocas donde predomina el terror y la necesidad de la buena conducta, cuando lo viril se ha hecho bíceps y lo femenino strip-tease, donde la figura del crucificado, tan marcada desde muy temprano entre los niños, con sus brazos extendidos que nos convoca a todos se expande como telón de fondo con su modelo de sacrificio y devoción, concédanme al menos que algo suena a extraño en este acentuamiento de un concepto tan multívoco, cuya anfibología, por más teórica y simbólica que sea, no debería resultarles extraña.
Creo que la diferencia aparece clara en la concepción freudiana del complejo de Edipo al que Lacan, luego de convertirlo en un efecto de estructura, esencia de la subjetividad, despoja de su carácter trágico, afectivo e imaginario, y sobre todo histórico. Lacan termina diciendo que el Edipo es el mito de Freud, ¿no es cierto? Lacan es ciencia pura, no tiene mitos. Sin embargo hay que tener en cuenta que cuando Freud elabora su hipótesis sobre el tránsito de la Naturaleza a la Historia, y parte del supuesto hipotético de una última forma colectiva e individual “natural” (horda primitiva) desde la que se produce la primera forma colectiva e individual “histórica” (la alianza fraterna), plantea ese origen histórico y lo define él mismo como un “mito científico”: trata de reconocer lo que de mítico tienen sus propias hipótesis teóricas. Son sus propias palabras. Lo verdaderamente científico que Freud encuentra como punto de partida lo teoriza a partir de la experiencia que tiene con sus pacientes en su consultorio. En sus pacientes encuentra el mito patriarcal que los organiza y los persigue. Por eso sólo un mito, no la razón que organiza la conciencia, y un mito trágico, puede dar cuenta de la complejidad presente en su constitución psíquica. Pero es un mito, éste, cuya lógica histórica trata de comprender, al exponerla, desde el presente hacia el pasado De allí el recurso posterior a la tragedia literaria para convertirlo en mito típico. La ciencia reconoce sus límites: se acerca al mito del paciente, hombre “enfermo”, para ayudarlo a comprender su determinismo inconsciente, que es histórico.
Cuando Freud dice “mito científico” tiene que llamarnos la atención que ponga la palabra “mito” al lado de la palabra “ciencia”, porque de alguna manera para Freud la ciencia del hombre tiene una relación en su origen mismo con lo mítico actual donde se prolonga organizando la subjetividad del hombre, y fundamenta su conciencia. Mitología en la estructura subjetiva del neurótico, que supone la mitología de la cultura de la que forma parte, y entonces nos plantea, como sugerido por el mismo paciente, la necesidad de postular necesariamente como mito el origen histórico de ese tránsito, que el paciente repite como rito de iniciación precoz cuyo desarrollo nos propone en “Totem y Tabú” para comprender que tenemos dos padres: un padre muerto y un padre vivo. Y nos está diciendo: no hay “ciencia” -comprensión racional segura- del origen histórico de la subjetividad humana.
Por lo tanto Freud parte de las condiciones de producción histórica de hombres, por decirlo de alguna manera, pero una producción que tiene que encontrar un origen mítico para comprender el mito de las relaciones a las cuales él asiste como determinante en la cultura del presente. No hay que perder de vista en Freud esta relación entre mito y ciencia, me parece, tan distante en él de toda formulación que pretenda congelarla como ciencia exacta en los matemas.
¿Y si el “mito científico” de Freud no fuese verosímil? ¿Si la historia hubiera comenzado antes de la Alianza fraterna y el asesinato del padre de la horda primitiva? El problema es históricamente el patriarcalismo como punto de partida y, por lo tanto, también el giro histórico que se produce y da origen a nuestra cultura occidental y cristiana, con sus 2000 años de existencia, estadio final donde culmina el inocente patriarcalismo originario.
Las condiciones materiales y económicas de producción que describen las formas históricas sirven para el trazo grueso, las condiciones míticas de producción de sujetos sirven para el grano fino, sin las cuales no se comprenden las primeras. Cuando Marx, en otra hipótesis mítica, nos dice que la esclavitud de la mujer comienza en la familia, ¿no debemos suponer un momento anterior a esa historia, un enfrentamiento previo por el dominio de la mujer por el hombre? Y si los niños griegos eran niños normales, como afirma, ¿no nos está diciendo que nosotros, en la cultura cristiana, no lo somos? Volvamos a leer a Bachofen: aunque no hubiera habido nunca matriarcado algo del poder que la mujer-madre ha perdido existía y resplandecía desde tiempos remotos. También La Biblia nos trae retazos de las Diosas maternas vencidas, anteriores al Dios patriarcal monoteísta judío. Si hablamos de mito, y si decimos que el Edipo es el mito de Freud, tenemos que pensar previamente si eso no sirve para ocultar que nosotros mismos participamos también de alguna mitología que nos determina: pensar, por ejemplo, que Lacan no come mito, y que nosotros, al seguirlo, tampoco. ¿Cuál es el mito de nuestra cultura, occidental y cristiana, que pasamos en silencio como si su aureola no ornara nuestras testas de ciudadanos incrédulos? Pensar quizás si la mater, bajo su forma de monstruo destructivo, rechazada a ultranza como materialismo ateo, no es aquello que requiere el espiritualismo cuantitativo del capital financiero como su premisa necesaria, esa exclusión de lo materno femenino que el cristianismo le ofrece y le prepara desde hace muchos siglos en la figura supletoria de una madre virgen. Y que por algo Freud se debate por la Madre-Inteligencia contra la Madre circuncidada en nuestros cuerpos de hombres.
Cabe preguntarse si no es una determinada mitología, la cristiana, que extrema la aniquilación de lo materno y su poder cualitativo gestador, placentero -entera de placer- la que ha hecho posible que su cuerpo cobijante, transformado en materia vil y despreciada, naturaleza mortífera, aparezca matematizable, cuantitatificable, soporte de valor de uso social, quiero decir utilitario, del valor de cambio donde todas sus cualidades sensibles negadas aparezcan como soportes del valor de cambio. La plusvalía, bueno es recordarlo, sólo aparece en el capitalismo cristiano como gozo infinito, que pone huevos de oro como dice Marx, cuando lo materno ha sido amonedado. Cuando aparece “el judío interiormente circuncidado”, no exteriormenete en su pene como los judíos judíos, sino en su corazón, como lo pide Pablo siguiendo a Jesús, que ya entonces no sería sólo judío sino puramente, interiormente, judío cristianizado.
Este intento de comprensión encuentra su expresión, y su impresión más profunda, en ese rito de iniciación precoz en la cultura que Freud descubre y teoriza en el complejo de Edipo. Y pensarlo desde Freud quizás contra Freud mismo. Lacan lo critica -es el “mito de Freud”, nos dice- pero lo hace con una propuesta que transforma, pienso, el Edipo judío de Freud en un Edipo cristiano y sería entonces el “mito de Lacan”, si ustedes no se sienten ofendidos. Para eso creo que tenemos que volver a ver qué pasa con la concepción de los mitos fundantes en la producción de sujetos en distintas culturas. Para decirlo en pocas palabras: no creo que haya un complejo de Edipo universal, típico, que organiza los diversos complejos parentales. Eso forma sistema con el “mito científico” que Freud mismo describe. Tenemos entonces que pensar si esta concepción patriarcalista que aparece presente en el Edipo griego de Freud es una forma canónica con la cual pueda analizarse todo comportamiento, toda producción de sujetos en cualquier cultura humana, por más patriarcal que ésta sea. Si el papel de madre en los diversos mitos que nos son próximos fue considerado como determinando el sentido y la resolución de cada uno de ellos.
De la narración literaria de la tragedia Edipo rey de Sófocles sólo se retienen dos caracteres esenciales: el hijo mata a su padre y se casa con su madre. Más tarde, en El hombre Moisés y el monoteísmo Freud le agrega al mito, siguiendo un trabajo de Otto Rank que escribió bajo su influencia, dos características comunes: el héroe nace en una familia real, es abandonado y recogido por una familia pobre, retorna y da muerte al padre y se convierte en rey. Y encuentra que “la fuente de toda esta poetización es la llamada del niño”. Entonces lo que vemos ahí es que hay un padre, un hijo y una madre que, considerados en la estructura, representan como iguales a todos los hijos, a todos los padres y a todas las madres. Suponiendo que el hijo sea el que soporta la determinación pasiva de la estructura, ¿todos los padres y todas las madres tienen cualidades isomorfas? Por ejemplo: ¿Yocasta como modelo de madre griega, corresponde al modelo de la madre en el mito judío o en el cristiano? ¿Es el mismo modelo de madre el que aparece en el mito judío del Génesis o del Éxodo? ¿Es la misma madre la que desencadena el Edipo colonial de la Malinche, de la tragedia que se inicia para los mexicanos cuando le obsequia a Hernán Cortés su propia hija para que su hijo, muerto el padre, le suceda en la jefatura de la tribu?
Freud reconocerá más tarde, en El hombre Moisés y el monoteísmo que el mito de Edipo corresponde a las “sagas promedio”, que retienen las características esenciales de todos los mitos de nacimiento del héroe. En todas ellas el héroe nace en cuna real, es enviado a la muerte pero rescatado por una familia pobre y retorna para matar al padre y ocupar su lugar. Señala dos excepciones: sólo en la saga de Edipo el hijo es recogido también por una familia noble, y sólo en el mito de Moisés y de Jesús se invierte la forma: en ambos el héroe nace de una familia pobre y es rescatado por una familia noble y luego de convierte en el salvador de su pueblo. Introduce los de arriba y los de abajo, las clases sociales, ricos y pobres, reyes y súbditos sometidos, pero esto no afectó a su planteo sobre el complejo de Edipo. Tengamos presente sin embargo un solo carácter antagónico del mito de Moisés y el de Jesús, pese al carácter común que Freud señala: allí donde Jehová le dice a Moisés, mostrándole las tierras de Canaan a las que había llegado, que no habrá de entrar en ellas nunca, y muere frustrado en su deseo sin habitarlas. Jesús les abre en cambio a los cristianos la entrada en el Reino Eterno del Padre si aceptan excluir tan profundamente de sí a la madre. Hay también no sólo varios modelos de madres sino varios modelos de padres en los complejos parentales.
En cambio si consideramos otras diferencias que están presentes en los mitos de nacimiento del héroe, pero no han sido retenidas, y permitió convertir al Edipo en un modelo canónico de la estructuración psíquica, es justamente el haber pasado en silencio, convirtiendo en insignificante, el lugar materno en la narración de cada uno de esos mitos. Sólo importa el lugar que ocupa el padre respecto del hijo, pero no el lugar y la función que allí ocupa la madre.
En el caso del Edipo griego la función de la madre es fundamental. ¿No es acaso la madre la que determina la existencia o no de la tragedia de Edipo? Esta narración la ubica cumpliendo un papel abominable: es ella la que entrega a la muerte a su propio hijo, y sorprende que la desgarradora sorpresa que siente Edipo cuando le revelan el secreto no sorprenda a sus intérpretes. Es quizás el momento más terrible de la narración, cuando ya una vez conocido que él era el ejecutor de la muerte de su padre y el marido de su propia madre, falta aún el último dato para que su curiosidad quede cumplida. Cuando pregunta quién lo había entregado al esclavo para que lo mataran recibe la respuesta más difícil de soportar: su propia madre. El asombro de Edipo es inenarrable por el efecto de cierre que tiene su tragedia, y la completa con lo más inesperado. Ahí es donde aparece el fundamento de la tragedia: que una madre, para no obstaculizar al poder político, el poder del rey Layo que era su marido, mande a la muerte a su propio hijo y por lo tanto se convierta en una madre asesina. Yo creo que si no tenemos presente en la tragedia griega, en el Edipo griego, el lugar de la madre asesina, no vamos a comprender después la diferencia con otras culturas donde las madres cumplen en los mitos una función distinta, como sucede en la judía y en la cristiana.
Y aquí vemos una clave diferente que daría cuenta de la sofisticación metafísica y heideggeriana con la cual Lacan, obnubilado por su belleza adolescente descripta por el coro, interpreta el papel de Antígona como un problema por “el ser” del hermano insepulto. Cerrado a lo materno no puede dar cuenta dónde se origina el desafío de Antígona. Lacan se ocupa de la pulsión de muerte de Yocasta sólo referida al incesto, cuando se acuesta con su hijo, no antes. Pero Yocasta-madre en Edipo Rey, primero traiciona los lazos de la sangre al entregar a la muerte a su hijo, y esa traición primera, que es la verdaderamente edípica, y no la que culmina al convertirse sin saberlo en esposa de su hijo, es esa primera entrega de su hijo a la muerte la que lleva al sacrificio de su hija “Antígona” por restablecer los vínculos de sangre al enterrar a su hermano -y de allí su enfrentamiento con el poder político del nuevo tirano Creonte, donde el mismo dilema de Yocasta vuelve a ser planteado: la ética materna contra la ética patriarcal del poder político-. La estructura canónica del complejo de Edipo -no el incesto nupcial de Yocasta con Edipo que sería segundo, sino la exclusión del hijo entregado a la muerte, que es primero– se modifica y abre otras alternativas a su resolución. Antígona ve en el tirano Creonte la figura previa, el fantasma redivivo del tirano Layo. [Así como en su hermano muerto sin sepultura vuelve a ver a su madre Yocasta mandando a Edipo hijo de su propia estirpe a la muerte, así para no ser como ella lo acompaña para que lo acojan hasta la entrada de las grutas de las diosas ctónicas. Del útero una madre asesina sin cobijo a otras diosas acogedoras de los muertos.]
Consideremos ahora el complejo parental judío -el “Edipo” judío- a diferencia de esta tragedia griega. A diferencia de la madre de Edipo, la madre de Moisés se opone a la condena a muerte del poder político y lo salva. La contradicción queda planteada entre la ética de vida de la madre y la ética de muerte del poder político del Faraón. La madre decide salvar a su hijo y de manera clandestina lo pone en una cestilla que arroja al río de donde lo recoge una esclava de la hija del faraón y se lo muestra. La hija del faraón queda enamorada del niño, entonces corre presurosa la esclava, que resultó ser la hermana de la madre del niño, a llamar a una ama de leche, de lo cual resulta que en este mito la verdadera madre de Moisés no sólo lo salva de la muerte sino que va a nutrirlo con sus propios pechos. Aquí el triángulo salvador es totalmente femenino.
En El hombre Moisés y el monoteísmo Freud muestra la diferencia con los mitos típicos del nacimiento del héroe, sólo en el de Moisés (y en el de Jesús) el que va a ser héroe nace de una familia pobre y se convierte, Moisés, en salvador histórico y real de su pueblo luego de ser salvado por su madre de la persecución política. En el mito judío la narración se invierte como Freud lo señala respecto de las zagas promedio, típicas, como señalamos antes. Esta pecualiaridad, la de venir de una familia pobre, Freud la reconoce también en Jesús y las iguala. Pero, sin embargo, en ambos ya no es la misma madre. Surgen dos madres diferentes, pero no dice que la madre de Jesús se transfigura, al pasar del judaísmo al cristianismo, en madre virgen. Y que la madre-virgen ya no depende del poder político sino de un poder superior al político, el poder religioso, pues se presenta como la esposa de Dios mismo. La dependencia de este poder le impone al hijo la muerte de la cual había huido: al morir se salva para siempre. Mientras que Moisés abre a la historia, Jesús abre la dimensión puramente alucinada. La madre ya no es el refugio de su útero acogedor, al cual el hijo en momentos de peligro vuelve: ahora ella es el lugar donde vuelve a instalarse el poder del Padre convertido en Dios. El hijo cristiano perseguido no tiene salida: huye del poder político pero lo acoge entonces el poder religioso. Aquí hay también dos muertes: la mala muerte de la muerte verdadera, del poder político, la buena muerte del morir para salvarnos en Dios mismo. La madre acogedora cristiana y frígida lo entrega a otro poder persecutorio, mucho más terrible que el poder político: si quiere salvarse de esa primera muerte del cuerpo vivo, debe aceptar su sacrificio en la segunda, para salvar su alma.
Es visible el lugar diferente que ocupa la madre en el mito judío y en el mito griego. En el mito griego la madre lo manda a la muerte obedeciendo al poder político, mientras que en el caso judío, por el contrario, es la madre la que salva al hijo y enfrenta al poder político, y ese deseo de la madre amante lo transforma en “el hombre Moisés” que libera históricamente a su pueblo del yugo de la esclavitud política. En este momento el triángulo edípico se transforma completamente. Esto nos lleva a pensar que en la cultura judía la madre ocupa un lugar radicalmente diferente de aquél que ocupa en la griega. Freud no llega nunca a decir que la madre es pulsión de muerte, devoradora o aniquiladora del hijo. Cuando describe al Edipo, lo hace de una manera totalmente diferente a la que lo hace Lacan. Dice que el Edipo “estructura un acontecimiento” donde el sujeto es activo, no sólo es el soporte pasivo de una estructura, y su resistencia se convierte en una tragedia: en un enfrentamiento imaginario, regresión oral mediante, donde el niño se debate por no perder a la madre contra la amenaza de muerte del padre. Lacan dice: “no, dejemos de lado su descripción imaginaria, su Edipo es sólo el mito de Freud”. Es claro: lo suyo es ciencia. Vayamos entonces a la estructura. ¿La estructura simbólica, la cadena de significantes, no será en cambio la mitología lacaniana que recibe de San Agustín con su teoría del significante en De Magistro?
El Edipo en Freud es el equivalente prematuro del primer rito de iniciación a la vida social que el niño enfrenta. Claro, en el campo de la estructura la madre es el cero que comienza la estructura, por lo tanto el cero, por lo tanto el vacío desde el cual se cuenta. Pero no aquél desde el cual se significa, a no ser que declaremos que en la estructura la madre es incontable por insignificante. Freud no comienza con el vacío, Freud comienza con el lleno que es la madre y él nunca deja de señalar el carácter fundamental que tiene la madre en el origen de la vida histórica para el niño. En la tradición judía la madre no aparece nunca aniquilada en su carnalidad acogedora y deseante como vamos a verlo luego en el cristianismo. La mujer-madre es una buena idishe mame, protege mucho al hijo, el padre tiene que intervenir para separarlos, el hijo lo ve al padre desde la perspectiva de dios protector que Freud le asigna, o como los brazos de Abraham en los que reposará -nos confiesa- una vez muerto, y el hijo sabe que con el tiempo él también se va a convertir en padre y va a poder ejercer el mismo poder que ejercía el padre sobre él y sobre la madre. Pero las madres no son aquí presentadas como asesinas ni rendidas al poder político real. Tienen un hijo cuyo destino es liberar a su pueblo, no someterlo como Edipo lo hace. O como en el cristianismo la Iglesia de piedra -de Pedro dicen- se transformará en la Madre Iglesia.
Sucede que en el judaísmo la madre mujer tiene culturalmente un papel diferente al de la mujer madre griega o cristiana. Tradicionalmente las mujeres tienen allí derechos muy diferentes. En la Mishna judía se cuentan las costumbres oralmente transmitidas y el contenido del imaginario cotidiano: la mujer tenía derecho al divorcio, recuperaba la dote que había aportado al matrimonio, también era muy castigada por la infidelidad, pero tenía sus derechos. Como tales, la obligación que el marido tiene de satisfacer sexualmente a su mujer, o al menos intentarlo, y la cantidad de veces semanales que debe cumplir sus deberes depende del trabajo que realice: si es sastre, no gasta muchas energías, debe entonces hacer el amor tres veces por semana; si trabaja la tierra y se fatiga mucho, entonces una vez a la semana por lo menos. ¿Qué les hubiera correspondido como obligación para con sus mujeres a los psicoanalistas, que se la pasan a la “escucha”, sentados todo el día?
Consideremos ahora, para terminar, el complejo parental cristiano. Aquí se produce una metamorfosis radical en la historia. El mito judío monoteista se convierte de mito colectivo en un mito individual, ya no se trata de la salvación de un pueblo preferido de Dios, se trata de un hombre y es el salvador el que aparece. El poder del padre antropomorfo del mito judío, que tiene un nombre propio, es sustituido por el poder sagrado de un Dios-Padre abstracto. Pero sobre todo la madre se transfigura muy profundamente: es una madre Virgen que Dios insemina. La nueva figura de madre crea otro mito, un mito distinto de aquél donde la madre acogedora, gozosa, de pechos rebosantes, esa madre fervorosa que todos hemos conocido en algún momento de nuestra primera parte de la vida y cuyas marcas son indelebles, espero que para muchos de nosotros, porque nos habilita a tener otras, no otras madres sino otras mujeres. Entonces yo pienso que allí aparece la degradación de la función femenina y materna del cristianismo: queda aniquilada totalmente la función del padre y empobrecida hasta su extremo límite la carnosidad suculenta y gozosa de la madre, productora de un nuevo sentido que se despliegue de su carne amante, como aparece en la madre judía, deseante ésta de un cuerpo de hombre que se convierte, unidos por las ganas, en un padre. Tanto es así que en el mito cristiano el pobre José, marido de María, está mencionado sólo dos veces: no corta ni pincha. A lo sumo, psciológicamente, es pensable que la Virgen María haya alucinado haber tenido su hijo con su propio padre idealizado.
Acá aparece el pobre padre disminuido del que habla Lacan, aunque por otras razones. Ese padre de estructura corresponde al mito cristiano, porque su mujer le negó la paternidad que era la suya para acceder a una paternidad distinta que la mujer traía puesta en su propio padre alucinado. Podríamos decir que el Edipo judío es un complejo parental neurótico, pero que el complejo cristiano, donde los tres términos -la madre, el padre y el hijo están elevados a la infinitud sin cuerpo- constituyen el marco de una estructura delirante. Pero Lacan lo sitúa en otro origen: ese deseo criminal de la madre que se muestra en Yocasta “es el deseo fundador de toda estructura, el origen de todo”, y es el que va a determinar “el origen de la tragedia y el humanismo”. Es decir: hasta nuestros días. Pero, una vez más, Lacan se lo asigna al lugar que ocupa la madre devoradora cuando va más allá de la ley del incesto y lo transgrede convirtiéndose en la esposa de su hijo como pasa en el segundo momento del Edipo. Pero no ve lo que sería verdaderamente más determinante: que en la primera parte del racconto mítico la madre no se une al hijo como fruto de un amor intenso que brota incontenible desde sus entrañas que lo engendraron. Por el contrario, se desprende de él para que lo asesinen. Ese sería, me parece, el verdadero origen de la tragedia griega de Sófocles, la sumisión de la madre al poder del hombre y del poder político. Allí comienza casi todo.
Hay diferencias fundamentales en los “edipos”. Entonces yo me pregunto: ¿ustedes creen que se puede psicoanalizar a un neurótico argentino, ese que forma parte de la cristiandad del occidente cristiano de hace 2000 años, o psicoanalizar a un judío cristianizado, o a un boliviano donde sigue vigente en el culto a la Pachamama, otro modelo de madre, con el único mito griego de Edipo? ¿El modelo de ser madre en un determinado mito cultural o religioso, sea Yocasta, la madre de Moisés o la Virgen María, no es determinmante en la familia, sea la Sagrada o la profana? ¿No habría una incongruencia extrema en recurrir a un mito -el griego- de una cultura que no tiene mucho o casi nada que ver con la nuestra, para analizar algo que no se quiere enfrentar y se deja de lado “como quien no quiere la Cosa”, cuando es en verdad el terror quien lo ordena y nos deja sin tener siquiera la figura encarnada de una madre protectora que nos sostenga contra su amenaza? El mito cristiano, origen del desprecio al cuerpo y desvalorización extrema de lo femenino, fundamentos ambos del capitalismo cuantificador e individualista, es también el fundamento mítico de toda aproximación científica y teórica que ustedes hagan de cualquier conducta humana en nuestro país, porque es el mito fundante y sostenido de todo el Occidente cristiano. Si no se esclarece previamente ese mito que organiza la estructura inconsciente y conciente del “analizando”, como se los llama, tanto como la del analista, podría aparecer un Levy Strauss diciendo: “si ustedes no fundan su saber respecto del sujeto en poner de relieve el punto de partida cultural que es el mito fundador de su subjetividad, sea indoeuropeo o indoamericano, están hablando de algo anterior y distante de la ciencia y del conocimiento humano. Forman sistema con una mitología, la cristiana”.
Muchas gracias.
(Este trabajo fue leído en las jornadas de Acontecimiento Freud organizadas por la Escuela de Orientación Lacaniana (EOL), dedicadas al 150* aniversario del nacimiento de Freud, el 6 de mayo de 2006).