Santiago Llach: La renta simbólica
En el momento en que empiezo a escribir estas líneas, la inspiración divina llega por debajo de la puerta. Un soplo energético, propiamente: la factura de Metrogás. Voy derecho a los tres caracteres que más me interesan, impresos en negro sobre fondo salmón: $32. Ocho dólares por el gas consumido en el bimestre (sí que primaveral) marzo-abril, en un departamento de 60 metros del barrio de San Nicolás.
Este obsequio clasemediero, deviddo más que divino, explica mejor las fanfarrias neomilitantes que los índices de pobreza o la improbable esperanza de que otra cosa que el precio de la soja sea la causa del crecimiento económico.
Los sueños revolucionarios de los jóvenes sesentistas fueron una consecuencia de la invención del lavarropas y la televisión, la invención de la juventud como sujeto de consumo. Las contraculturas políticas y artísticas tuvieron como función principal crear ilusiones que el mercado se ocupó de señalizar. Los experimentos del sinsentido, la anarquía y la poesía, son reapropiados de manera inesperada por la sociedad y el sistema. La Alegre Izquierda le hace el juego a Papá Derecha. Lo irrepresentable adquiere representación: kioscos estatales y la cosa siempre un poco sobreactuada de la acción afirmativa.
Los sueños populistas de los jóvenes de 2000 son una consecuencia de la invención de Internet y la telefonía celular. Esta es la era de las góndolas a ochenta centímetros del piso: todos somos artistas y los trendsetters son los niños. Las viejas figuras familiares se desdibujan, y señores en sus treinta y sus cuarenta danzan la cadencia de una adolescencia eterna. El pendeviejismo, etapa superior del kirchnerismo. El kirchnerismo, etapa superior del gorilismo. Los nacidos y las nacidas en los ochenta, hijos de los “consumos culturales” y de una ciudad formateada por el CBC, obsesionados con sus pósteres en los 90, hicieron su maduración rápidamente: de aquel decembrismo anarco al laburo en el Estado negrero.
Todos los militantes, digamosló, son rentados. Al igual que los artistas. El que diga que no es un gorila: se quiere diferenciar del pobrerío clientelar, mano de obra mal ocupada, ariete de la estética pobrista de las marchas al centro con que los jefes de las orgas sociales y políticas ejercen su raterío sobre el Estado superavitario.
Antes que semblar las fracturas y las rupturas, haríamos bien en cavilar sobre las continuidades. Abusando de la ironía leninista, qué duda cabe: el kirchnerismo es la etapa superior del menemismo. 1989-2011: modernización democrática al uso nostro. El griterío militante, el expresivo entusiasmo de las sensibilidades medias: espejitos de colores sobre el plano de fondo de un modo similar de construir la gobernanza y la fuliginosa escena pública.
El neopopulismo es un gesto producido desde la torre de marfil, desde la sistematización culposa de las ciencias sociales especializadas y desde la psicología de una generación que sólo puede revivir la guerra de sus padres (a diferencia de lo que pasa en los EE.UU., donde todas las generaciones tienen su guerra). Los hijos reales y simbólicos del exclusivo club de la guerrilla escucharon la palabra “fierros” en la bocaza de Néstor Kirchner y se plegaron a sus guerras imaginarias. Fuera de la pagoda griega en la que Beatriz Sarlo dialoga con Sócrates, y del trirreme hermético en el que Horacio González lo hace con su sombra, toda suma de caracteres embarra la cancha, desinforma. El origen social de Macri, eso sí, vino como anillo al dedo para que el culpoperonismo warholiano y digital de los chicos del corredor de Rivadavia encontrara su módica bestia blanca. Viejos y nuevos gestos superpuestos, mientras Internet acaba con la educación formal y las jergas excluyentes.
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Esteban Schmidt: La militancia bajo contrato
La Cámpora es un colectivo inorgánico que resume el trasvasamiento generacional inducido por la presidenta Cristina Kirchner en el movimiento peronista. CFK acerca a unos hombres –más que mujeres— menores de cuarenta años, a los presupuestos, les facilita algunas bancas y les colma de realidades efectivas la ilusión de prosperidad personal y política. Una madre. De este modo, suceden, por inevitable física, a otros cuadros, previsiblemente más quemados y enviciados por décadas en el juego del poder y la Presidenta hace la carambola de asegurarle mayor lealtad y contención al destino que sienta mejor para ella, y se ilusiona con que jóvenes vírgenes modernicen y mejoren la política. Lo que al fin de cuentas sería un legado. Al menos uno.
¿Es posible decir algo más de La Cámpora, a esta altura de la mañana de su existencia, que no sea publicidad o prejuicios? Tal vez la gran diferencia con otras organizaciones juveniles es que La Cámpora, además del liderazgo peculiar de Máximo –un millonario mudo con estudios incompletos de periodismo deportivo–, no preexiste al movimiento social denominable kirchnerismo. No se hizo con masas flotantes surgidas de algún descontrol de la historia sino que coaliga cuadros sueltos provenientes de distintas experiencias, más o menos peronistas, y lo hace de arriba hacia abajo por la fuerza integradora de los nombramientos.
Estos años vividos bajo contratos por parte de la militancia –eludiendo los horribles trabajos que hay que hacer muchas veces para sobrevivir– no anula, desde luego, ni desmerece, lo genuino de la elección política y el amor de sus militantes a la líder. La creencia kirchnerista es tan gratuita y noble, como otras creencias en la historia, y como no se veía desde el retorno democrático en un partido de masas, sólo que la política profesional supone emolumentos por practicarla. Lo cual es muy razonable.
Aunque, para no quedar capturados simbólicamente por semejante materialidad, La Cámpora sobreactúa los efectos, sí que concretos de la última dictadura militar, como si la somatización no acabara nunca, y en curioso beneficio propio, como una desgracia histórica que les pertenece en exclusividad. La mayoría de los militantes nació en democracia pero algo así como una fuerza gótica los remonta sufrientes a varios años antes de su nacimiento, al famoso 76, y la entronización, por ascensor, de Juan Cabandié a frontman principal de la agrupación, por tener la sangre correcta, la de los padres desaparecidos, obliga a la militancia con aspiraciones a mistificar sus historias familiares hasta dar bien con el efecto víctima.
Según se lee en las biografías de algunos de ellos colgadas en la web de La Cámpora uno de ellos creció “en un barrio muy humilde”, otro llegó con su familia a Buenos Aires “peleando una indemnización”.
Si a la disponibilidad de recursos, se le agrega el creer tener toda la razón y disponer del cristal perfecto para leer la época, los chicos de La Cámpora le transmiten al resto de la comunidad la sensación de vivir bajo una libertad condicional que conceden porque no hay más remedio.
Por supuesto que todos tienen sus cinco minutos con dios, o entre amigos, en los que reconocen la complejidad de la materia que tratan y se entregan al destino sin las exageraciones que mantienen en el teatro público de las redes sociales, la universidad o la calle. Y para ser una “nueva política” ciertamente no rompen con antiguas taras: la sumisión discursiva al líder y la ceguera para descubrir política y creación social en otras zonas de la vida comunitaria.
Como lo prueban Woodstock, Facebook o Taringa, los cambios culturales sí que son movilizados por los jóvenes pero para que ocurran debe depender exclusivamente de ellos la gestación: se debe ser libre de crear o de soñar algo de verdad disruptivo y no esperar la línea.
Tienen otro gran límite, además de la firma presidencial, los muchachos y muchachas de La Cámpora: no representan a nadie por sí solos, así como la juventud sindical o los movimientos sociales se deben a sus bases.
La Cámpora cumple el sueño de la orga vacía que satisface sólo a quienes la integran, representando redondamente bien la endogamia, a la política que mira a la política, a los militantes que miran a los militantes, como en los escrutinios de los centros de estudiantes.
La Cámpora es una juventud maravillosa, obvio, pero bien disciplinada que no pregunta qué es lo que pasa generala sino que explica por qué pasan las cosas o por qué no van a pasar.