Doce lecciones con Spinoza, de Diego Tatián // Cecilia Abdo Ferez

 

El libro que presentamos, Doce lecciones con Spinoza, de Diego Tatián, pretende una amalgama entre forma y contenido. Está construido a partir de la primacía entre lo negativo en la experiencia de vida, que Diego aborda primero como aquello que está a la base de la filosofía de Spinoza y que, por eso, por su primacía, por su sustento, por su diría presencia continua a lo largo de todo el texto, permite separar la filosofía de Spinoza de la ideología y también del spinocismo contemporáneo. A la base de la filosofía de Spinoza estaría la negatividad, afirma Diego. Estaría la excomunión, el infortunio, el odio, la servidumbre, el deseo de servir y la superstición. Esto es no sólo lo primero, sino lo que siempre está latente, lo siempre ahí, agazapado. Por eso, la segunda parte del libro, lo afirmativo de la obra spinocista, aparece siempre teñido de esta presencia de lo negativo que recuerda la inestabilidad de lo mundano. La primera parte del texto, las primeras seis lecciones, son abordadas bajo el hiperónimo de Convexo y la segunda de Cóncavo, en referencia al libro de Horacio González sobre Spinoza. En referencia, en otras palabras, a la amistad. A la amistad también con los ausentes. Porque este libro define a la filosofía de Spinoza como una filosofía de la amistad. 

La amistad aparece en la segunda parte de las lecciones dadas en la UNSAM. Fue Aristóteles, dice Diego, el que introdujo a la amistad en la larga filiación con la filosofía. Tanto la amistad como la filosofía precisan de tiempo, se maceran con el tiempo. “Amigo es aquel con quien se ha comido muchas bolsas de sal”, cita Diego de Aristóteles. La cercanía de Spinoza con Aristóteles es buscada por Diego a lo largo de todo el libro. En un momento escribe que Spinoza es, cree, “un aristotélico”. Spinoza aparece como un autor clásico, casi como un antiguo, en diálogo con Aristóteles, Epicuro, Epicteto, Lucrecio, más que con sus estrictos contemporáneos o con sus interpretaciones recientes. El Spinoza de Diego es un pensador de las paradojas: busca la comunicación de la filosofía, porque en su núcleo, la filosofía produce una comunidad de pensamiento, de amigos, de libres, pero a la vez reclama cautela a los amigos para los que escribe, porque sabe, por su realismo maquiaveliano, que esta comunidad es sólo un horizonte. La de Spinoza sería una filosofía de la amistad porque en ella se aspira a hablar con confianza, hablar sin tapujos. Pero esta philía -algo ambiguo entre la ética y la política-, es una rareza, que da cuenta de cierto anacronismo. Quizá sea el anacronismo mismo de la filosofía, pero también de la cultura humanista, muy presente en este libro, como aquella comunidad de escritores y lectores que forjaban una conversación a destiempo y que hoy se ven arrasados por la instantaneidad y la arbitrariedad del algoritmo. Que se dé la rareza de la amistad es -cito a Diego- “hacer un hueco” en las relaciones sociales. Interrumpir sus extremos de soledad y de aislamiento misántropo, por un lado, y de meras relaciones sociales extendidas, por el otro. Que se dé la rareza de la amistad es producir un alma con dos cuerpos o ser yo en el otro, para volver a Cicerón o a Montaigne. 

La amistad como clave de lectura de la filosofía de Spinoza le permite a Diego renombrarla con algún desplazamiento respecto de libros anteriores suyos, donde la llamaba una filosofía de la comunidad. Porque comunidad, a pesar de todo, suena más político que amistad (o más sociológico). Político en el sentido usual, decimos, y no en el que aparece en este libro, que es tanto más bello y a la vez, más excelso: Diego define a la política como “eso que interrumpe de manera intermitente, discontinua, para revertir situaciones de dominación, de explotación y de servidumbre”. La política entonces, no es equivalente a estar juntos, porque, dice “no siempre que hay una aglomeración de seres humanos se da” y tampoco es algo que hacen profesionales continuos, porque “no hay política por parte de los dominadores sino solo de los dominados”, por lo que “política equivale a emancipación”. Sartreano, suena. Por eso, hay cierta afinidad, aunque no identidad, entre amistad y política: las dos son raras, las dos interrumpen. Pero política es práctica colectiva y organización de los dominados y amistad es, primero, la relación de sí consigo, que se extiende a algunos más. Hay en la revisión de la amistad, como Aristóteles la trae, una apuesta de Diego por pensar a Spinoza no sólo como una filosofía del cuerpo, no como una filosofía que pone en problemas a la identidad, sino como una filosofía que produce otra, cercana a la antigua: cada une, dice volviendo a Arendt, es una pluralidad de al menos dos y sólo quien tiene una relación de amistad consigo, de diálogo consigo, de no-tiranía consigo, puede tener amigos en los demás. La filosofía de Spinoza se lee así, contraria a la voluntad de poder nietzscheana: solo si no hay amo en sí, sino una pluralidad en diálogo, es que se puede aspirar a la amistad de los demás. Sólo quienes están dentro de la discusión spinocista pienso que llegan a dilucidar lo innovador de la apuesta por la vuelta a Aristóteles, antes que a Nietzsche; a los epicúreos, antes que a Negri; en cierto modo a Strauss, antes que a Deleuze o a Althusser. Diego busca un Spinoza como lengua franca para hablar entre amigos, pero también como forma de vida y como modelo biográfico. Algo del tiempo oscuro de la Holanda del XVII vuelve a ser este tiempo, un tiempo de persecuciones, rumores, cancelaciones, dimes y diretes. Un tiempo en el que se impone la cautela y la responsabilidad por la doxa. Un tiempo descripto como “fascismo contemporáneo”.

Así como la política es intermitente y rara, también la democracia se busca redefinir en el texto. La democracia aparece como una forma de vida deseada por Spinoza, pero redefinida por Diego como justicia social, ejercicio pleno de los derechos de las personas, carencia de sometimiento y una imaginación ampliada. Este último sentido, tan poco politológico, es precioso: la democracia sería esa forma de vida en la que se ejercita una imaginación popular que abre las posibilidades de identificación con otros, desconocidos, no iguales ni igualables (presos, minorías, esclavos, abyectos). No hay democracia sin ampliar la imaginación para que ella permita no sólo ponerse en el lugar de, sino encontrar valor en otros que no se nos parecen y, por eso mismo, cuyas vidas valen la pena. Este sentido de democracia es como Diego quiere leer a Spinoza: no como una filosofía de la naturaleza dada, no como una filosofía del consuelo y la resignación, a pesar de todo, sino como una filosofía en la que hay que hacer un trabajo por emendar lo dado, por vivir mejor, por liberarse y emanciparse de sociedades de odiantes. Una imaginación ampliada que desestabilice la certeza de sí, en la que haya “justicia poética”, al decir de Martha Nussbaum: no un conteo de las cuentas, sino formas de valoración de la singularidad. 

La filosofía de Spinoza es retratada a lo largo de estas conversaciones como un modo de poder ampliar el pensamiento, de pensar con. Hay una confianza spinocista en el pensamiento, que Diego comparte. El pensamiento puede emancipar, puede forjar amistades, puede ser un diálogo con presentes y ausentes y con los por venir. Un humanismo. Hay hasta más confianza en el pensamiento, como trabajo de emendatio de lo dado, de reforma de la vida común, que en el cuerpo, puesto en este libro como forjador de hábitos muchas veces conservadores. Es lo mismo alma y cuerpo, lo sabemos, pero no. Pero ese pensamiento en el que se confía no surge de la abstracción, del soliloquio del filósofo, sino de la experiencia del infortunio. Es un pensamiento afectivo y afectado, no uno claro y distinto. La de Spinoza, dice Diego, es una filosofía de la pérdida. Del perder el miedo a perder. Porque se pierde, de hecho. Esto aparece muchas veces a lo largo del texto, pero hermosamente descripto en un poema de Bishop, que me permito citar (101). 



Perder el miedo a perder es rearmar con cautela un diálogo consigo y también uno con algunos de los demás. No desesperarse en buscar signos y señales para estabilizar el maremoto, como haría un supersticioso. Porque la superstición, esa vieja espina de Spinoza, es el intento de encontrar un orden en este caos, que estabilice lo que puede esperarse, que apacigue el miedo a perder -la vida, el honor, los bienes-. El problema de la superstición, tan humana, es que bloquea el entendimiento, que también es una búsqueda de orden, pero con alguna perfección/realidad mayor. La superstición impide pensar. Aferra a las señales, que enloquecen y despistan cuando cambian. Perpetúa la servidumbre, que no es sólo una imposición externa del yugo, sino una adaptación del deseo a lo que le viene dado externamente. Ese deseo que nunca es lo auténtico y lo propio para los spinocistas, sino lo heterónomo y exodeterminado. Ese deseo que es también algo a emendar amorosamente, si es que quiere tornarlo relativamente autónomo. 

Un tema central de la primera parte del libro entonces es cómo rebatir la servidumbre. Porque si la de Spinoza es una filosofía de la experiencia, esto es, del ponerse en riesgo, del ponerse afuera, se trata de saber que el infortunio está, pero que también puede comprenderse por sus causas (una forma de la responsabilidad) y por tanto, aminorarse. Que se puede ser libre enfrentando el desastre y también, como dice Spinoza en EIV, se puede serlo huyendo de lo que aparece catastrófico, emendando los lazos en los que la amistad es cierta y también apostar a ella en los casos en que sea un horizonte práctico pensable. Se trata de cambiar la propia servidumbre y dejar de pensarla como eso que siempre hacen los otros -como en esa lectura crítica de Benveniste que Diego cita, que rastrea que siervo siempre es una palabra que se toma de lenguas entranjeras-. 

Este libro es en cierto modo, una ética. Se trata de (re)aprender a vivir y de hacerlo confiando en la filosofía. Sabiendo que la filosofía implica una tensión en lo público, porque, cuando bien hecha, desestabiliza seguridades, hace dudar, socava. Lo hace no con provocaciones, a veces tan estentóreas y cómplices del status quo. La filosofía parece algo apacible, en este libro y quizá en Spinoza, su sustancia. Es una filosofía apacible, que focaliza en este tiempo y lo describe como un capitalismo de la autotiranía, de la autoexplotación, de la solitudo, de la excomunión, de la heteronorma radical del deseo y del púlpito. Focaliza en la Argentina en particular, pero podría leerse en muchos tiempos y en muchas geografías. Podría leerse por cualquiera, además, porque Diego cree y practica ese núcleo duro del spinocismo: hablar a cualquiera, ad captum vulgo (a pesar del latín). Hablar a cualquiera con la confianza de que ese también comparte una experiencia humana y está urgido a pensar en ella para transformarla, para respirar. Ese que no quiere aturdirse, no quiere adaptarse, no quiere callarse, pero tampoco vociferar. Alguien con la prudencia del diálogo, pero que habla en un tono bajo, tiene algún aplomo y sabe que la vida puede ser plena, aunque esa plenitud sean proporciones variables de actividad y pasividad o un intermitente estado, compartido entre amigues. 

El libro cierra con un índice onomástico que sirve para armar la red amplia, contemporánea y antigua, con la que Diego piensa con Spinoza. Con la que Diego constituye a Spinoza como un código compartido, una manera de pensar y afrontar la experiencia, un modelo de vida, un exempla. Pero también este libro (que no pretende ser una introducción, sino una conversación libre, en el sentido fuerte del término, entre libres, entre amigos), es como toda relación de amistad, una de gratitud y de reconocimiento. Aparecen al final también muchos de los textos del spinocismo en español, producidos en estas latitudes. Y eso que no entra en el libro, ni en el índice onomástico, es el trabajo perdurable de Diego por armar y conservar esos lazos de conversación, tomando a Spinoza a veces como excusa, a veces como prisma, a veces como lengua franca, a veces como amigo ausente, a veces como sustancia de la que somos modos o queremos serlo, a veces como código común. Como moneda de intercambio, como resto y prenda, al modo como una jacobina pasa el lazo rojo de la Comuna fracasada a los canacos por entrar en rebelión.  

 

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