Disputar el delirio // Emiliano Exposto

Necesitamos disputarle los delirios a las “nuevas derechas” y fascismos. Tienen un carácter estratégico: un potencial cognitivo. Todo delirio tiene raíces políticas, constituye un índice del campo social. Involucra razas, naciones, géneros y clases. Se deliran las contradicciones y luchas, las crisis, guerras y rebeliones. La disputa del delirio es un operador estratégico importante para una recomposición anímica. El delirio no expresa engaño, falsa conciencia o distorsión patológica, sino que manifiesta el signo más extremo de que las pasiones, imaginarios y conductas están recorridas por una lucha de clases ampliada, surcada por conflictos feministas y disidentes, ecologistas y urbanos, antirracistas y anticapitalistas. No hablamos del delirio como una categoría clínica o psiquiátrica, sino como una fuerza ambigua.

Las clases dominantes y sectores privilegiados tienen su propia política del delirio. Un discurso de odio fascista, unos actos supremacistas y autoritarios. Mediante una representación sensacionalista para una amenaza real, las derechas alucinadas descargan sus violencias con nuestras vidas, reforzando el terror del capitalismo colonial y patriarcal. Acorralan las posibilidades para recomponer nuestras fuerzas frágiles y ambivalentes, acentuando las sensaciones de agotamiento e impotencia, frustración, insomnio y ansiedad entre tanto trabajo, decepción y catástrofe. Los fascismos movilizan un ataque asesino frente a toda tendencia de autonomía con respecto a los imperativos de valorización capitalista. No hay lucha antifascista por fuera de una disputa anímica sobre los deseos, imaginarios y delirios.

En una conversación reciente entre Diego Sztulwark y Amador Fernández-Savater, se dejaba leer la siguiente advertencia estratégica: debemos tomarnos en serio a los delirios fascistas, ya que manifiestan el miedo de las clases dominantes. Son una alucinación de los propietarios. No expresan una falsa percepción o mera anti-política, sino la política clasista de una sensibilidad paranoica y agresiva. La base del delirio es una sensación de amenaza que las clases dominantes sienten ante las nuevas luchas. Un afecto en defensa de la propiedad ante los “comunistas”, los desposeídos y los sectores populares. Un miedo desesperado a ceder en los poderes fácticos.

La ambigua potencia cognitiva y sensible del delirio nos señala un desafío. Hubo un tiempo en que las izquierdas hegemonizamos las fantasías alternativas, proponiendo imágenes de futuros que parecían delirantes, mientras los conservadores defendían el statu quo o el retorno al pasado. Hay un componente delirante en la política radical. Una nueva forma de soñar. La eclosión de una sensibilidad en ruptura con las determinaciones y las leyes históricas. ¿Acaso no existe un vector fantástico en la revolución bolchevique? ¿Y en el guevarismo? Como reverso de las hipótesis estratégicas y discusiones ideológicas, las revoluciones del pasado portaban una potencia sensible cifrada en sus discursos, acciones y fantasías disruptivas.

Al contrario, los delirios fascistas activan pasiones de aseguramiento de la propiedad. El fascismo muestra la imposibilidad de los neoliberales para gobernar la crisis de un modo puramente jurídico y legal. Es una estrategia represiva para salvaguardar el orden capitalista. Este miedo privatizador y supremacista se nutre de las violencias sexistas, clasistas y racistas.

El neoliberalismo está moribundo desde la bancarrota de 2008, acentuada por la pandemia, la crisis y las revueltas, pero en su etapa de utopismo mercantil había captado el descontento de masas. El neoliberalismo fue una reacción ante las luchas emancipatorias del siglo pasado. Por eso su cadáver putrefacto deviene ahora mismo contrainsurgente. Un fascismo generalizado. Solo los movimientos tenemos capacidad de veto para impugnar este autoritarismo del capital.

Los fascismos emergen cuando el capital no puede normalizar las crisis. Ofrecen certidumbre y seguridad en el marco de un mundo fracturado y decadente, mediante una politización reactiva del malestar social. Buscan subordinar las formas de ser disidentes, al subyugar la reproducción social de las vidas bajo la reproducción del capital. El delirio fascista se sostiene en pasiones reaccionarias, en unas acciones violentas generadas por la humillación, la precariedad y la inseguridad. Su agresividad se mide en relación a la anticipación de una amenaza a la cual está respondiendo el poder. Para las izquierdas clásicas, estos delirios son objetos de burla y cinismo lúcido. Pero su importancia política radica en el hecho de que nos pueden dar una lectura a contrapelo de la fuerza de insubordinación de las luchas a las cuales responden.

El delirio de los fascistas, “libertarios” y derechistas constituye un síntoma de la descomposición capitalista. Expresa una respuesta desesperada y alucinada del poder ante la perdida de privilegios. Un temor anticipatorio. El delirio fascista es supremacista, emerge para reforzar la obediencia. Se explicita en manifestaciones antiderechos, en cruzadas religiosas y sexistas. Recorre discursos y actos tan antidemocráticos como grotescos y conspiranoicos. Muestra lo insoportable de los imperativos de mérito, austeridad y competencia. Si bien todos podemos ser tomados por estos delirios, son más intensos en los sectores privilegiados. Porque la violencia fascista es la violencia del capital en defensa de una presunta normalidad enferma.

El delirio fascista es una contraofensiva anímica de las clases dominantes a nivel de las fantasías, deseos y representaciones sociales. En donde las crisis se utilizan como motivo para generar miedo y depresión, ajustar vidas y disciplinar los hábitos sociales. Es necesario un frente antifascista entre las luchas sindicales, populares, antirracistas, feministas o ecologistas, porque los fascismos buscan capturar malestares mediante discursos y acciones que de hecho responden a problemas reales derivados de la catástrofe del neoliberalismo. Captan afectos provenientes de la pobreza estructural, la frustración y las desilusiones populares desatadas por las vacilaciones decepcionantes de los gobiernos progresistas. Todo esto se complementa con unos microfascismos que nos hacen amar la represión para los otros y uno mismo. La micropolítica del capital se apoya en esta guerra social derechista. En resumidas cuentas, los fascismos son la figura subjetiva que representa la catástrofe del realismo capitalista y estatista.

 

Los delirios de las derechas canalizan el odio en un sentido desigualitario. Exponen las violencias xenófobas y antiplebeyas, desnudando la guerra que funda y subyace a la democracia. No vienen a imponer novedad o rebeldía, sino a reforzar el terror neoliberal. Las vacilaciones de los gobiernos progresistas exacerban el supremacismo violento de las derechas y “libertarios”. El avance desbocado de las derechas desestabiliza la ilusión progresista de gestión de las crisis. Los progresismos no son una herramienta para contener a los fascismos. Al contrario, los catalizan. La desmovilización progresista del conflicto social enardece las violencias de las clases dominantes. Estos odios reaccionarios y conservadores condensan el miedo privatizador de los sectores privilegiados. La pacificación de las luchas populares impide el desborde de los de abajo y exacerba a los de arriba. Las derechas fascistas sacan a la luz las desigualdades que las democracias no pueden cuestionar. El imaginario desmesurado de las derechas alucinadas opera como el espejo invertido de la mesura aburrida del progresismo.

 

Las derechas económicas y políticas se alimentan de los delirios de las derechas sociales. La gestión del consenso democrático es infértil para frenar la crueldad. Los fascistas no son insensibles: aumentan la sensibilidad propietaria. Esta se extiende a todo aquel que siente amenazadas sus posesiones y libertades de mercado. Se trata de una pasión transversal, aunque particularmente encendida entre las clases dominantes. Un deseo de orden y subordinación.

 

La derechización de los imaginarios funciona como el subsuelo alucinado de la desposesión, la explotación y el extractivismo. Actualiza violencias sobre las tierras, las comunidades y los cuerpos. La crueldad se torna evidente cuando la dominación entra en crisis. Al perder ciertos privilegios, los sectores dominantes descargan su venganza y resentimiento. De esta manera, las derechas procuran infringir un disciplinamiento sensible al conjunto de la clase trabajadora. Se proponen librar una guerra en términos sexistas, racistas, nacionalistas, religiosos y conservadores. Este inconsciente clasista, colonial y patriarcal viene haciendo cuerpos en diversas manifestaciones anti-igualitarias, en movilizaciones en defensa de la “libertad” y la propiedad, en discursos y acciones contra la recuperación de salarios, vidas y derechos.

 

 

Las subjetividades de la crisis pueden ser capturadas por estas conductas y pasiones fascistas, ya que los delirios derechistas hacen sistema con las pasiones tristes del progresismo. La derecha fascista representa un rencor ante todo deseo emancipatorio. Explotando nuestra tristeza, busca cancelar la posibilidad de los futuros alternativos. El delirio fascista expresa un odio y una violencia asesina contra cualquier línea de autonomía. En este marco, los representantes del partido de la propiedad quieren llevar la delantera en la creación de una política de la depresión colectiva, una gestión del insomnio, las ansiedades y el aburrimiento. Las “nuevas derechas” captan incluso fantasías insumisas de las juventudes y otros sectores sociales. En este sentido, no pueden ser combatidas con los afectos amargos de los progresismos o con la imaginación política deslibinizada de la izquierda tradicional. Mientras las derechas ofrecen chivos expiatorios, blancos de odio y líneas de fuga fatales, la literalidad progresista solo otorga un inclusivismo desinflado. La superioridad moral de la izquierda tradicional convida fórmulas desfasadas y sectarias tan ineficaces como los autonomismos.

 

Si deseamos derrotar esta subjetividad propietaria, colonial y sexista, no podemos restringimos a defender la democracia postdictatorial, repleta de desigualdades, impotencia y muerte. Un deseo desigualitario al servicio de la propiedad privada se muestra cada vez más feroz y en franco crecimiento. El delirio es sensacionalismo de una amenaza real. El pragmatismo estatal administra pasiones tristes, pero en vez de ser un instrumento para enfrentar a las derechas, las vacilaciones progresistas funcionan como un catalizador de la derechización de los comportamientos. Estos procesos ponen en evidencia la imposibilidad, desesperante para el poder, de estabilizar la dominación en tiempos de crisis, pacificando el ascenso del conflicto social. Si queremos restituir la capacidad de soñar futuros después del Futuro, necesitamos una ofensiva por los imaginarios, disfrutes y deseos. Hay que disputar los malestares y delirios de la catástrofe. Para combatir a los fascismos, necesitamos una recomposición anímica colectiva.

2 Comments

  1. No comparto la definición de delirio que aquí se utiliza, porque se utiliza para patologizar al adversario ideologico. El adversario que aquí se describe está alienado, no está alucinado. El delirio y la alucinación es un misma estado, que la ciencia separó para el control sanitarista de las masas. Despatologizar lo humano, es incluso hacerlo con los adversarios políticos, al menos desde una etica de la locura.

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