Agobiado por el asma y con una incapacidad progresiva para escribir e incluso hablar, el 5 de noviembre de 1995Gilles Deleuze se arrojó desde la ventana de su departamento parisino. El pensador crítico francés decidió quitarse la vida, dejando su obra como testimonio, pero también, aquel acto-pregunta: ¿qué es una vida?
En 1959 Jean Paul Sartre publica la Crítica de la razón dialéctica, quizá el último gran esfuerzo teórico por permanecer dentro de la lógica dialéctica y mantener la primacía de la razón en el análisis sobre el ser humano. Allí (en Cuestiones de método, que funciona como una suerte de introducción a los dos tomos) Sartre sostiene que el marxismo es “la filosofía insuperable de nuestra época”, y que seguirá siéndolo, en tanto no sean superadas las condiciones que le dieron origen. Tiempo después, Michel Foucault dirá que el siglo XXI sería deleuziano. Hoy sabemos, por el testimonio de Jaques Derrida –que cenó con él la noche previa a su suicidio– que Deleuze estaba escribiendo sobre Marx antes de morir.
En 1959 Deleuze aún no se ha encontrado con Félix Guattari. Por entonces es un profesor que ya ha publicado algún que otro libro, que está en pleno proceso de cocción de lo que será su período de retratista de los filósofos que serán fundamentales para su pensamiento (entre ellos, Spinoza y Nietzsche) y lee con atención el libro de Sartre. Aún no se ha producido el desplazamiento de esa generación (la que escribe, piensa y actúa en el período que va de la resistencia a la ocupación nazi al fin de la guerra de Argel, y que tiene al autor de La náusea como su figura central) e incluso Deleuze escribe en 1964 (cuando Sartre rechaza el Premio Nobel) un bello texto que quisiera brevemente rescatar ahora, en el que elogia a la Crítica de la razón dialéctica y a su autor. Rescatar este breve y bello texto un poco para evitar esa suerte de guerra de rivalidades al estilo clubs de fútbol o tribus del rock y otro poco porque me interesa particularmente el planteo que hace Deleuze respecto de la figura de los maestros.
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Deleuze habla de la “tristeza” de las “generaciones sin maestros”. Y aclara: “Nuestros maestros no son sólo los profesores públicos, si bien tenemos gran necesidad de profesores. Cuando llegamos a la edad adulta, nuestros maestros son los que nos golpean con una novedad radical, los que saben inventar una técnica artística o literaria y encontrar las maneras de pensar que se corresponden con nuestra modernidad, es decir con nuestras dificultades tanto como con nuestros difusos entusiasmos”.
Deleuze elogia a los “pensadores privados”, como Nietzsche, o Spinoza. Y destaca de ellos el hecho de que se muevan en una especie de soledad que les pertenece siempre, cualesquiera sean las circunstancias (aunque también, aclara, una cierta agitación, un cierto desorden del mundo en el que surgen y en el que hablan). Deleuze subraya, por otra parte, la soledad de los que buscan un maestro, los que querrían un maestro y sólo podrían encontrarlo en un mundo agitado. Y si bien rescata la producción de sus contemporáneos (entre los que se destacan Genet, Klossowski, Foucault), insiste en el hecho de que entonces se hable de Sartre como si perteneciera a una época caduca. “¡Ay! –escribe Deleuze, en un grito que nos interpela–. Somos nosotros, más bien, los que hemos caducado en el orden moral y conformista de la actualidad. Sartre, al menos, nos permite la esperanza vaga de los momentos futuros, de las reanudaciones donde el pensamiento puede reformarse y rehacer sus totalidades como potencia a la vez colectiva y privada. Por eso Sartre sigue siendo nuestro maestro”.
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¿Qué sentido tiene hablar de la Francia de los años sesenta y setenta? ¿Es acaso un gesto de nostalgia, de melancolía? ¿Es una pose más de nuestras “colonizadas” mentes que siempre miran hacia Europa? Nada de eso.
Hemos comentado ya, en otras oportunidades, las tesis de Omar Acha acerca de nuestra situación generacional. A saber: el problema de que la nuestra tenga sus dificultades para ejecutar el parricidio, porque nuestros “padres intelectuales” (también nuestros “referentes políticos”) hayan sido aniquilados por el terrorismo de Estado, y los sobrevivientes, en muchos casos, se vieran envueltos en la autocensura de la democracia de la derrota y sus consensos ciudadanos.
Entonces, resulta difícil hablar de nuestros años setenta como mero pasado (y para quienes subrayan –con razón—la apología que Deleuze, junto con Guattari, hace del necesario olvido para crear, para la vida, cabe recordar que son ellos mismos quienes, a la hora de definir a la filosofía como “creación de conceptos”, son los q2ue se apresuran a destacar: conceptos que tienen que ver con nuestros problemas, nuestras historia, nuestros devenires).
Por otra parte, resulta un poco anticuado seguir pensando en los marcos de esa dicotomía incruenta entre lo propio y lo lejano, lo nacional y lo cosmopolitica, sobre todo en un país como Argentina, caracterizado por la mezcla en todos sus aspectos de la vida política, social y cultural.
Así que si bien me gusta pensar la trasmisión intergeneracional más en una clave formalista que freudiana (recordemos que para los rusos la literatura se trasmite de tíos a sobrinos y no de “padres” a “hijos”), no deja de preocuparme el corte que se viene operando entre nosotros y quienes nos antecedieron en esta lucha (político y cultural).
Y no digo sólo la dificultad por construir genealogías y poner en diálogo temporalidades diversas y distantes, sino incluso de conectarnos con quienes hasta no hace poco tiempo aún estaban entre nosotros: David Viñas, Ricardo Piglia, León Rozitchner, por nombrar los más emblemáticos, o al menos los que este cronista más frecuenta; nombres que muchas veces aparecen como sinónimo a piezas de museos para algunas jóvenes militancias.
De allí que, rescatar a Deleuze, sea hoy rescatar –a través de él—también a aquellas figuras que han sido fundamentales en nuestra formación, en nuestro modo de pensar críticamente el mundo, sean del pasado lejano o reciente, o de la actualidad; sean de Francia, Argentina o México, lo mismo da.
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Deleuze no sólo fue un gran maestro –en el sentido en que él mismo lo define refiriéndose a Sartre– sino además un gran profesor.
Las y los lectores de lengua española, y particularmente quienes leemos desde Argentina, contamos hoy con un gran privilegio al respecto, puesto que desde hace 15 años la editorial Cactus viene desarrollando una formidable labor de difusión de ideas, entre otros, de Gilles Deleuze.
Resulta difícil hoy adentrarse en su pensamiento (que incluye por supuesto el tramo en que compuso junto a Guattari esa máquina de guerra textual que cuesta llamarla de co-autoría) sin tener en cuenta cursos fundamentales como el que destinó a Baruch Spinoza, o los que dedicó a problematizar, ampliar, aclarar cuestiones que fueron publicadas, bajo otro registro, en los dos tomos de Capitalismo y esquizofrenia (AntiEdipo y Mil mesetas), y que hoy pueden leerse en castellano en las ediciones de los libros titulados En medio de Spinoza y Derrames I y II, así como sus clases sobre cine.
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Si bien Deleuze publica su primer texto en 1945 (un artículo sobre Sartre en el N° 28 de la revista Poésie 45), con 20 años, recién en 1968/1969 es el momento en que aparecerá como un filósofo con una serie de idea innovadoras, a la vez que provocadoras, cuando publica Lógica del sentido y Diferencia y repetición (momento que coincide con el encuentro con Guattari, post Mayo del 68, y la puesta a funcionar de esa nueva máquina de lectura y escritura). Antes (en su “período retratista”) obviamente ya puede verse (leerse) la originalidad de un pensamiento que se ha puesto en marcha (el caso de libros como Nietzsche y la filosofía, 1962, son emblemáticos en ese sentido).
Pero no siempre se repara en el hecho de que, además de esos textos dedicados a filósofos (además del mencionado sobre Nietzsche, entre 1962 y 1966 publica sobre Kant, Bergson y el novelista Proust… y su tesis sobre Spinoza en 1968), más allá de sus “retratos”, Deleuze se pasó toda su vida dando clases. Es decir, que al momento del encuentro con Guattari, Deleuze ya llevaba una década y media preparando paciente y rigurosamente sus clases, en las que trabajó a fondo a varios de los autores mencionados, e incluso a Sigmund Freud.
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Además de Maurice Gandillac (su director de tesis) y de Gaston Bachelard y de Georges Canghilhem, a cuyos cursos Deleuze asistió en La Sorbona, dos figuras fueron fundamentales en la vida y la formación del joven Gilles, según reconstruye Francois Dosse en la “biografía cruzada” que escribió sobre Deleuze y Guattari.
Por un lado, Pierre Halbwachs, su profesor de letras en ese “raro” último año de la escuela, con quien estudia literatura francesa, es decir, “literatura nacional” (la rareza de ese año se debe a que la coyuntura de la guerra mundial sorprende a la familia Deleuze en Deauville, donde suelen veranear. Entonces Gilles, instalado en un cuarto de pensión, se queda allí cuando la familia retorna a sus habituales tareas y él cursa todo el año escolar en una pensión, transformada en escuela por las circunstancias). “Yo era su discípulo. Había encontrado un maestro”, supo escribir el joven Deleuze sobre su profesor de letras, con quien además compartía charlas en la playa, fuera del horario escolar…
La otra figura es Marie Magdelaine Davy, mujer a quien conoció a través de su amigo Michel Tournier, que fue quien lo llevó a las clases de Candillac, quien a su vez invitó a los jóvenes amigos –que cursaban el último año del colegio secundario— a que participaran de unos encuentros que fueron fundamentales para esos momentos iniciales de formación.
Marie Magdelaine Davy transformó el castillo de La Fortrelle, una propiedad suya situada en las afueras de París, en un lugar donde se escondían judíos perseguidos en la Francia ocupada por la Alemania nazi, miembros de la Resistencia y otros desertores, pero en donde además realizaban encuentros culturales con importantes figuras de la intelectualidad parisina.
Allí, por ejemplo, Deleuze conoció a Pierre Klossowski, quien ya venía trabajando sobre el pensamiento de Nietzsche (su libro Nietzsche y el círculo vicioso será fundamental para las relecturas francesas que se realizaron en los años sesenta del autor de Así habló Zaratustra), y quien supo decir del jovencísimo Deleuze: “Va a ser un nuevo Sartre”.
Vaya si lo fue. Al punto de que hoy atravesamos la profecía esbozada por Foulcault.