El hilo enredado del posible
¿Es posible reducir la infinita complejidad de las formas sociales en caótica evolución a una tendencia central, a un “atractor” universal del devenir del mundo? Desde un punto de vista filosófico no es legítimo hacerlo, porque debemos mantener bien firme el principio de un exceso infinito, y por consiguiente irreducible, del devenir con respecto a lo conocido.
Pero desde el punto de vista de la orientación en el devenir social, sí, podemos e incluso debemos hacerlo. Un gesto interrumpe el regreso ad infinitum, e inaugura la acción de la que Paolo Virno habla en su E così via all’infinito.
Debemos buscar una pista de la intrincada madeja para saber dónde obrar, aceptando que estamos a tiempo para hacerlo (y no es dicho), aceptando que poseemos la potencia para hacerlo (y no es dicho).
La celebradísima undécima tesis sobre Feuerbach, el pilar central de la metodología revolucionaria del último siglo y medio, tal vez haya sido simplemente derrocada. “Finalmente los filósofos han interpretado el mundo, ahora se trata de cambiarlo”, escribía Marx, y los filósofos del último siglo lo hemos intentado. Los resultados son catastróficos si vemos el panorama del siglo XXI que ya despliega sus facetes horribles, más horribles de cuanto fuera lícito esperar.
El deber del filósofo no es cambiar el mundo, que es en todo caso una frase de locos si me lo permiten, ya que el mundo cambia continuamente y no necesita ni de mí ni de ti para cambiar. El deber del filósofo es interpretarlo, o sea tomar la tendencia y sobretodo enunciar las posibilidades que le están inscriptas. Es el deber principal de los filósofos porque el ojo de los políticos no ve el posible, atraído como está del probable. Y el probable no es amigo del posible: el probable es la Geltast que nos permite ver aquello que ya conocemos, y al mismo tiempo impide ver aquello que no conocemos y que sin embargo está ahí, delante de nuestros ojos.
Recoger el posible, ver en su interior la maraña del presente, el hilo que permite desatar los nudos. Si no tomas ahora ese hilo, los nudos se aprietan, y antes o después te estrangulan.
Habíamos pensado que era más importante cambiar el mundo que interpretarlo, y así fue que nadie ha interpretado el enredo que se ha constituido a partir del decenio de la gran revuelta. Alguno ha probado hacerlo, en minoría y casi solitario. Alguno dijo: el hilo esencial del presente enredo es aquel que conecte el saber, la tecnología y el trabajo.
El hilo esencial es aquel que libera el tiempo del trabajo gracias a la evolución del saber aplicado en forma tecnológica.
El único modo de evitar que el hilo se enrede hasta terminar en un nudo inextricable es seguir el método que Marx sugiriera en otro texto (menos celebrado pero más actual), el Fragmento sobre las máquinas. Transformar la tendencia hacia la reducción del tiempo de trabajo necesario en proceso activo de reducción del tiempo de trabajo a paridad de riqueza. Liberar el tiempo de vida del vínculo del salario. Desconectar la sobrevivencia del trabajo, abandonar la superstición central de la época moderna, aquella que somete la vida al trabajo.
En el Fragmento, Marx interpreta, no pretende cambiar, quiere simplemente indicar aquello que es posible leyendo en las vísceras de las relaciones entre saber, tecnología y tiempo de trabajo. Habíamos pensado que se podría huir de la catástrofe imponiéndonos cambiar el mundo y olvidando la cuestión central, la única capaz de resolver el enredo.
Frente a la tendencia hacia la reducción del tiempo de trabajo necesario, que se manifestó a fines de los años ochenta como tendencia principal, el movimiento obrero ha pensado que se trataba de resistir. Nunca una palabra fue más desgraciada, más perniciosa para la inteligencia. Resistir a la tendencia y cambiar el mundo: bella pareja de disparate.
La contraofensiva de los impotentes
El movimiento obrero ha defendido la ocupación y la composición existente del trabajo, de modo que la tecnología aparece como un enemigo de los trabajadores, y el capital se ha adueñado de ella para acrecentar la explotación y para sujetar los destinos de la sociedad a un trabajo inútil.
Todos los gobiernos del mundo han predicado la necesidad de trabajar más justamente cuando era el momento de organizar la expulsión del régimen del trabajo asalariado, justamente cuando era el momento de transferir el tiempo humano de la esfera de las prestaciones a la esfera del cuidado de sí.
El efecto ha sido una enorme sobrecarga de estrés y un empobrecimiento de la sociedad. Dado que ya no había más necesidad de tantos trabajadores, el trabajo se ha depreciado, cuesta siempre menos y es siempre más precario y desgraciado.
Los trabajadores han intentado cerrar la ofensiva liberal con la democracia y con la izquierda, pero tan solo han medido la impotencia de la democracia mientras que la izquierda predicaba la competencia, la privatización, prometía trabajo y ofrecía precariedad.
Finalmente los trabajadores se han enfurecido, y el resultado es la insurrección de los impotentes que está derribando el orden liberal, la insurrección de aquellos que el neoliberalismo ha privado de la alegría de vivir. Constreñidos a trabajar siempre demás, a ganar siempre menos, privados del tiempo para gozar de la vida y para conocer la dulzura de los otros seres humanos en condiciones no de competencia, privados del acceso al saber, constreñidos a dirigirse a las agencias mediáticas de propagación de la ignorancia, y finalmente convencidos por ignorancia que sus enemigos son aquellos que son más impotentes que ellos.
¿Se cerrará esta ola idiota? No se cerrará hasta tanto su energía, que proviene de la impotencia y de la rabia que nace de la impotencia, no se haya agotado. La clase social que ha llevado al poder a Trump para reaccionar frente a la depresión no ganará mucho. Algo sí, al inicio. Por ejemplo, en vez de emplear a 2.200 trabajadores en un establecimiento mejicano, la Ford fue obligada a emplear 700 en una fábrica en territorio norteamericano. Bella ganancia.
Si los trabajadores internacionalistas eran capaces de solidaridad, los impotentes no conocen esa palabra, al punto tal que la han rebautizado “buenismo”. En cierto modo, aquellos que han votado por Trump (o por los muchos Trump que proliferan en Europa) se darán cuenta que sus salarios no aumentan, y que la explotación es más intensa. Pero entonces no se rebelarán contra el propio presidente, sino que al contrario le echarán la culpa a los mejicanos, o bien a los afroamericanos, o bien a los intelectuales del New York Times. La ola está solo en el inicio y quien se ilusione con poder contenerla no ha entendido bien. Esta ola está destruyendo todo: la democracia, la paz, la conciencia solidaria y finalmente la sobrevivencia.
¿Debemos disparar sobre la izquierda?
Hasta aquellos que han gobernado en los gobiernos de centroizquierda ahora se están dando cuenta del desastre que han concertado. Se dan cuenta solo porque la ola los está barriendo.
De golpe, como si despertasen de un sueño, los actores políticos de los gobiernos que han reformado los países europeos siguiendo las líneas del neoliberalismo, y que han impuesto la jaula del Fiscal compacto, descubren el desastre y se lanzan a la carrera tras un tren que se ha ido ya hace rato.
¿Qué podemos esperar de la evolución de la izquierda europea?
Un bello artículo de Marco Revelli sobre el manifiesto del 14 de febrero describía la crisis de la situación política italiana en términos de psicopatía, o más bien de entropía del sentido.
El discurso de Revelli no se debe entender como una metáfora. La psicopatía no es una metáfora, sino la descripción científica de la ola Trumper y (de manera derrotista) de la descomposición de la izquierda.
Las zonas sociales en las cuales Trump triunfa en los Estados Unidos son aquellas donde la miseria psíquica es más devastadora. La epidemia depresiva y el diluvio de los opiáceos, el consumo de heroína quintuplicado en un decenio, el pico de suicidios: esta es la condición material de la así llamada clase media americana, obreros exprimidos como limones, desocupados devastados por la impotencia. El fascismo trumperista nace como reacción del inconsciente macho blanco ante la impotencia sensual y política de la época de Obama.
El presidente negro se presentó en escena diciendo: Yes, we can. Pero sin embargo, la experiencia ha mostrado que no podemos más nada, ni siquiera cerrar Guantánamo, ni siquiera impedir a los desequilibrados la compra de armas de guerra de los drogueros del barrio, ni salir de la guerra infinita de Bush.
La derecha se alimenta de esta impotente reacción a la impotencia, la izquierda comienza a darse cuenta de lo que ha armado, pero es demasiado tarde.
O quizás no es demasiado tarde, simplemente no se logra ver que la solución del problema está exactamente en la dirección contraria a la que ha impuesto el liberalismo con la ayuda decisiva de la izquierda.
¿Dónde está la solución? La solución está en la relación entre el saber tecnológico y el trabajo, que deja al trabajo humano superfluo pero no desata el nudo del salario. El aumento de la productividad lo hizo posible la tecnología desde hace mucho tiempo, ha encaminado la erosión del tiempo de trabajo, pero ahora la inserción de la inteligencia artificial en los mecanismos de automatización barrerá con el trabajo de millones de personas en cada ámbito de la vida productiva, y es inútil oponerse a esta tendencia imparable en la defensa del puesto de trabajo. Solamente una ofensiva cultural y política por la reducción del tiempo de trabajo y por la rescisión de la relación entre rédito y trabajo puede desatar el nudo.
No es un problema político sino cognitivo, y psíquico: se trata realmente de un doble legado, o imposición contradictoria, llámala como quieras. La imposición donde la derecha subyace (y que impone a la sociedad entera) es la obligación social al trabajo dependiente, la obligación de trocar tiempo de vida para sobrevivir. Desenredar este vínculo epistémico y práctico es la premisa para desplegar libremente la energía cognitiva hacia el bien de todos.
La extinción del trabajo es un proceso que no se logra elaborar pero se está intentando contrastar con efectos culturalmente y políticamente desastrosos.
Los pueblos se sienten amenazados y se convierten al nacionalismo, que se resuelve en una forma pseudo conocida de suprematismo blanco.
El precipicio europeo
Sobre este fondo, la crisis europea queda como suspendida en los bordes de un precipicio.
Las medidas de austeridad que debieran estabilizar el cuadro financiero han dañado el cuadro social hasta el punto que ahora, para la mayor parte de la población europea, la Unión Europea se ha convertido en sinónimo de trampa. La democracia se ha mostrado impotente para contener la intromisión del sistema financiero, y la frustración se ha transformado en una ola torva en la cual la competencia económica toma forma nacionalista y racista.
Sobre la cuestión europea ha faltado una estrategia autónoma de los movimientos.
En 2005, la izquierda crítica europea elige sostener el “sí” en los referendos sobre la constitución (pero de hecho sobre la liberación del mercado del trabajo) que tuvieron lugar en Francia y en Holanda, y de este modo entrega al Frente Nacional lepenista la dirección de la revuelta antifinanciera.
Desde entonces, los movimientos se han paralizado entre la alternativa de la globalización liberal y el nacionalismo independiente.
Durante el verano de la humillación griega lo habíamos visto bien: no hubo ningún movimiento europeo que expresara solidaridad política con el pueblo griego.
Los dirigentes de la izquierda europea (comenzando por el italiano Renzi) han mostrado toda su pusilanimidad, pero el silencio de la sociedad ha sido todavía más escalofriante. La humillación griega (y el autodesprecio que ha acompañado a toda la izquierda europea desde aquel momento) ha provocado un cambio definitivo de percepción. Desde entonces, el proceso europeo da miedo, percibido como un predador del cual hay que protegerse. La consecuencia del todo previsible (también así predecible de repetir el guion de los años 20 del siglo pasado) es el retorno del independentismo nacionalista.
El emergente nacionalismo europeo va inserto, sin embargo, en un contexto global de tipo nuevo, que Sergey Lvrov ha definido post-west-order.
El orden occidental (basado en la defensa de la democracia contra el socialismo soviético) parece disiparse, ahora que la oposición ideológica contra Rusia es sustituida por una especie de pacto suprematista blanco.
En un artículo publicado en The American Interest, en junio de 2016, Zbignew Brzesinski describe el panorama de los próximos años siguiendo un esquema alarmante: Daesch (el Estado islámico) podría ser solo la primera señal de una sublevación de largo alcance con características de vuelta en vuelta terrorista, nacionalista, fascista: el inicio de una suerte de guerra civil planetaria.
Los pueblos devastados por la violencia del colonialismo están iniciando una revuelta contra la supremacía blanca.
En este contexto, la política de Trump hacia Rusia revela un diseño estratégico de tipo blanco suprematista. Trump procede de modo contradictorio con Rusia, pero su diseño estratégico va en dirección de la unidad de los cristianos, de los blancos, de la raza guerrera superior. Si hay un hilo de razonamiento en la pesadilla distópica que Trump tiene en mente, este hilo es el suprematismo blanco.
Europa está podrida pero nosotros vamos a hacer otra
Es probable que esta pesadilla esté por tragarse Europa. La Unión Europea está en agonía desde hace tiempo, pronto se iniciará su descomposición.
Los antídotos parecen exhaustos, y la austeridad no atenúa sus apuros.
El nacionalismo aparece como una venganza que han desencadenado los pueblos enfurecidos por la impotencia contra las izquierdas neoliberales. Es difícil pensar que la ola pueda cerrarse antes de haber agotado sus energías en la dirección que ya se puede entrever.
La salida más probable en el término medio es la guerra civil europea, en el contexto de la guerra civil global.
¿Hay un camino de salida?
Solo los idiotas pueden indicar la vía del retorno a la soberanía nacional, la de la moneda nacional. Es la receta que nos llevará a repetir la guerra civil yugoslava a escala continental.
El camino de salida no está por cierto en las medias palabras de autocrítica nunca explícita que vienen afuera de las bocas de los dirigentes de la izquierda alemana, francesa, italiana. Tampoco el camino de salida está en la promesa de un improbable empeño por el salario de la ciudadanía en un país, Francia, en la cual los socialistas casi no tienen posibilidad alguna de conseguir el balotaje. (Y en el caso de que Hamon lograse el balotaje lo primero que cancelaría de su programa sería justamente el salario de la ciudadanía).
El camino de salida no está en la campaña contra el Brexit que ha lanzado Tony Blair, criminal de guerra y ejecutor de la devastación neoliberal de la sociedad. Muchos han votado el Brexit justamente por odio y por venganza contra esta izquierda. Yo votaré por el Brexit si la alternativa es Tony Blair, y muchos otros harán como yo.
Pero, entonces, ¿hay un camino de salida de la guerra civil europea?
El camino de salida está solo en un movimiento gigantesco, en una recuperación consciente de la parte pensante de la sociedad europea. Queda solo la esperanza de que una minoría relevante de la primera generación conectiva encuentre la vía de la solidaridad y del sabotaje. Solo la ocupación de cien universidades europeas, solo una insurrección del trabajo cognitivo podría encauzar una reinvención del proyecto europeo. Es poco probable, pero el posible no es amigo del probable.
Se necesita un movimiento que tome nota del fracaso que no es nuestro fracaso, no es el fracaso de la generación Erasmus, no es el fracaso de los trabajadores precarios y cognitivos, es el fracaso de la izquierda neoliberal, de la clase política sometida al sistema financiero.
Gracias a estas personas Europa está muerta, pero nosotros haremos otra. Inmediatamente, sin perder tiempo, una Europa social, una Europa de la igualdad y de la libertad del trabajo asalariado.
[Intervención preparada para el Encuentro Nacional Universitario que tuvo lugar el 12 de marzo de 2017 en Bolonia, Italia. Fuente: Revista Effimera]