Los escenarios de catástrofe permiten alojar la posibilidad de una nueva imaginación estético-política. Hoy se repite como un mantra que, pasada esta pandemia, deberemos cambiar de vida. Sin embargo, existe el riesgo de que esa exhortación se replique bajo las formas del slogan. Después de todo, la frase viene abriendo interrogantes década tras década hace más de un siglo, desde que Rainer María Rilke la acuñara en un famoso poema. Qué significa cambiar de vida es, entonces, la pregunta que atraviesa el último ensayo de Peter Pál Pelbart en el que recupera al poeta austríaco, traza una especie de genealogía del desastre y cuestiona las formas en que entendemos la noción de comunidad.
Peter Pál Pelbart es filósofo. Nació en Hungría, vivió en comunidad en un Kibutz, estudió filosofía en la Universidad París IV (Sorbonne) y hace más de 50 años vive en San Pablo, donde formó el colectivo teatral Ueinzz junto a un grupo de internos del hospital de día House. En Argentina publicó Filosofía de la deserción (Tinta Limón) y A un hilo del vértigo. Tiempo y locura (Milena Caserola). En su último ensayo, Espectros de la catástrofe, señala que, si la restauración postpandémica siguiese girando en torno a la idea de progreso y la productividad desenfrenada, el reverso tal vez sea una desafección todavía más acentuada de nuestras existencias. Entonces surge el interrogante sobre cómo ir contra la desafección y la brutalidad de una estatalidad como la de Jair Bolsonaro, por ejemplo. Para el ensayista, es clave el vitalismo insospechado que generaron las manifestaciones del 2013 en Brasil como reacción ante el precio del transporte, disparador bajo el que subyacía el cuestionamiento al establishment de todas las dirigencias políticas. Es cierto que el entusiasmo ante los millares de insubordinados dispersos por todo Brasil fue sofocado en 2018 cuando se eligió a Bolsonaro como presidente. No obstante, según Pál Pelbart esas fuerzas siguen latentes y a través de ellas será posible “producir una suspensión del aceptado funcionamiento de la máquina del mundo”.
-En un ensayo reciente, Espectros de la catástrofe, escribís una frase que impacta: “el aire perdió su inocencia” ¿Cuándo fue que el mundo comenzó a tornarse irrespirable?
-En ese texto me interesaba pensar algunas cuestiones sobre la tecnología de la gasificación, que en las guerras consiste en tornar lo más tóxico posible la atmósfera del adversario. Es una descripción que hace muy bien Peter Sloterdijk: ya sea en una guerra química, bacteriológica o de gas, el objetivo no es matar al enemigo sino exterminar el ambiente que es condición de posibilidad de respiración de ese enemigo. Y en esa intervención sobre el ambiente aumenta muchísimo la escala de mortandad. En la Segunda Guerra Mundial, Bremen fue atacada por aviones ingleses de tal manera que hubo una concentración de gas tan inmensa que dejó a la población sin “ventana” alguna por la cual escapar o respirar: la ciudad se convirtió en una cámara de gas gigantesca. Este es un fenómeno que yo no puedo desvincular, por lo menos no en Brasil, de una toxicidad de otro orden, que es la ampliación de un clima de absoluto odio a los negros, los pobres, a la inteligencia en general. Una atmósfera tóxica que va produciendo una cultura de desafección. El hecho de que sea un escenario de envenenamiento mental, de saturación del espacio psicosocial con toda suerte de terrorismo sistemático; va ligado a percibir como “peligro” el acto de salir a la calle y encontrarse con otros. Entonces cada uno, confinado en su abulia, se pregunta ¿por dónde se respira? La de George Floyd hoy nos resulta una situación emblemática porque las últimas palabras que soltó fueron: “no puedo respirar”. Esa exclamación desesperada unos segundos antes de morir -curiosamente, paradójicamente- disparó un huracán multitudinario en el que la gente salió a la calle a protestar. Ahí hubo un último soplo de vida que incendió un país entero.
«Es cuando dejamos de funcionar bien, cuando la máquina se desmonta un poco, que pueden aparecer brechas para acciones no previstas. Con un funcionamiento automatizado nada es posible (…) Esos momentos de suspensión e insurrección son del orden de una apertura de imaginación política, que es lo que se nos secuestra todo el tiempo cuando el mundo productivo nos hace funcionar muy bien e incesantemente»
-En tu ensayo también proponés la idea de retirada como parte estratégica de una guerra ¿En qué sentido retirarse, supondría un acto político en este contexto de catástrofe que describís?
-Soy muy sensible a la idea de interrupción, a producir una suspensión del aceptado funcionamiento de la máquina del mundo. Obviamente que cuando las cosas se ponen en suspenso… se produce un hiato en el tiempo y otras temporalidades aparecen. Y el tiempo cronológico, progresivo, encandilado por el ideal de alcanzar una máxima finalidad a toda velocidad -ya sea el progreso o la razón- debería parar. Mientras no se mueva y se transforme esa concepción de tiempo vacía, homogénea, lineal y sucesiva; no hay cómo intervenir en el corazón de una sociedad. Entonces ahí hay un llamamiento para poner en suspenso ciertas cosas. Esos momentos existen en la historia colectiva, política, pero también en la historia individual cuando sufrimos un colapso psíquico: todo deja de funcionar y otras camadas de la memoria surgen, otras dimensiones de la temporalización permiten encender nuevos planos de existencia. Las protestas de junio de 2013 en Brasil fueron algo parecido: todo se detuvo. Millones de personas pusieron de rodillas a los poderes instituidos. Todos los gobernantes quedaron en pánico porque no pudieron decodificar lo que pasaba. A mi modo de ver, esa súbita paralización deja un margen para una especie de clarividencia política. Es cuando dejamos de funcionar bien, cuando la máquina se desmonta un poco, que pueden aparecer brechas para acciones no previstas. Con un funcionamiento automatizado nada es posible. Deleuze tenía la idea de que después de la Segunda Guerra Mundial, el cine hizo emerger otro tipo de temporalización. En lugar de haber una interacción entre los personajes tal como lo tiene, por ejemplo, un western: uno gatilla el revólver y el otro se lo devuelve; de repente aparecieron personajes que delante de situaciones tan inimaginables, impensables -ya sea Berlín destruida o un volcán en erupción- sufrían una especie de parálisis motora.
-Claro… ahí la modernidad del cine interrumpe las lógicas de acción-reacción, de causa-efecto…
-Exacto, esa relación es cortada y otra dimensión de memorias, pensamientos y afectos se acciona en los personajes. Esos momentos de suspensión e insurrección son del orden de una apertura de imaginación política, que es lo que se nos secuestra todo el tiempo cuando el mundo productivo nos hace funcionar muy bien e incesantemente. Excepto ahora que con la pandemia todo parece quieto y nadie sabe qué efectos habrá de tener este parate. Está claro que no puede haber interrupciones totales, pero sí una cierta retirada. En Guerra y Paz de Tolstoi, el General del Ejército ruso entiende que la victoria sólo será obtenida si no se presenta a la batalla. Napoleón llega a Moscú con toda la fuerza y no hay nadie para recibirlo, nadie para darle la llave de la ciudad y obtiene una victoria vacía. La ciudad se incendia, su ejército queda totalmente deshecho y el General ruso -que está a pocos kilómetros- se da cuenta que no hay que atacar, que el animal ya está muerto. Todos sus soldados creían que había que accionar y él tenía certeza de que, en ese momento, la inacción sería más efectiva. Claro… en nuestra situación uno podría pensar que la inacción es interpretada como mera pasividad. Pero tensar al máximo la inacción, en esta especie de deserción de la que estoy hablando, permite imaginar otras formas de existencia y no sólo un escape. Como los hebreos que en su larga travesía por el desierto produjeron una política nómade.
-¿Cómo encontrar espacios de deserción en este contexto pandémico? Por momentos me da la sensación de que estamos protagonizando Final de partida de Beckett, en una suspensión temporal, sí… pero en un presente continuo, repetitivo, que degrada el cuerpo, vacía de sentido las palabras…
-El riesgo de nuestra retirada o éxodo siempre está presente. A mi modo de ver, esos experimentos en escala diminuta tienen una potencia de diseminación imprevisible, un quiebre de lógica, una asignificancia: ya sea en un experimento literario como el de Beckett o teatral como el del Grupo Ueinzz, o la ocupación de un predio acá en San Pablo por los “sin techo”. Guattari decía una cosa bien loca: “no sabemos si la gramática de la próxima insurrección vendrá de un Kafka, de un Lautréamont o de un James Joyce; antes que de las fábricas”. Es mucho más difícil pensar en la escala de la totalidad; la ilusión de gobernar la complejidad de magnitud planetaria es una especie de delirio megalomaníaco, por no decir omnipotente o prepotente. Entiendo que para quien funciona orgánicamente o molarmente, sólo puede intentar pensar en términos de partidos o de multitudes. Pero yo todavía considero que el control de la totalidad es por sí mismo el preanuncio de un totalitarismo. Por eso prefiero esos movimientos diminutos, esas pequeñas hecatombes en campos muy distintos como el feminismo, la cuestión de la negritud, de los sin techo. Parte del fascismo y la cultura de la muerte que vino con Bolsonaro, su ascensión conservadora y regresiva, fue una reacción a las revueltas de junio de 2013, que tenían el componente de esas multiplicidades deslizándose como placas tectónicas. En ese momento había emergido el fantasma de la insurrección, lo que Nietzsche llamaría “transvaloración de todos los valores”. Se desparramó en el aire como una especie de respiración, y aquello fue insoportable para una sociedad brasileña tan estratificada, piramidal y elitista. La reacción, lo vemos ahora, fue de una maciza violencia.
-¿Sos de la idea de que se aprovechó la pandemia para ensayar una acentuación del Estado de Excepción, como sugirió Giorgio Agamben?
-Mirá… con N-1 Ediciones vamos a publicar Una vida política, un libro de Daniel Defert quien fue el compañero de Michel Foucault. Ahí describe cómo fue el comienzo del HIV y ya entonces habla de una pandemia que había llegado súbitamente para producir los efectos más perversos por el miedo al cuerpo del otro y de un cierto terrorismo en relación a los contactos. La cuestión es cuáles de estos mecanismos que fueron accionados durante la pandemia van a persistir. ¿De aquí a un año vamos a conservar este tipo de enseñanza o conferencia remota, esta especie de descorporización? En eso estoy de acuerdo con Agamben: si prevalece este dispositivo a distancia, la vida estudiantil está muerta. Lo que hace al corazón de una universidad son las inquietudes, las palpitaciones, las pasiones y las organizaciones irreverentes que producen los encuentros físicos. Todo eso se acabaría si los profesores se adecuasen al dispositivo remoto y deseasen inclinarse por la imposición de estas tecnologías. La virtualización torna todo más aséptico y desencarnado.
«Yo todavía considero que el control de la totalidad es por sí mismo el preanuncio de un totalitarismo. Por eso prefiero esos movimientos diminutos, esas pequeñas hecatombes en campos muy distintos como el feminismo, la cuestión de la negritud, de los sin techo»
– Antes hablábamos de esa Europa de posguerra de la cual dio testimonio la modernidad del cine con sus personajes shockeados, vagando por las ciudades en ruinas. ¿No te da la sensación de que faltan imágenes de la catástrofe actual?
-Es cierto y es muy difícil… Estamos rodeados de imágenes, pero no de la pandemia. Hay una especie de invisibilidad que dificulta situarse en torno a un acontecimiento de esta magnitud, lo que favorece a algunos a asumir una postura de denegación: “el virus no existe, es una construcción mediática, de los histéricos o de los perezosos”. La sensación en este vacío de imágenes es perturbadora porque no tenemos de qué agarrarnos, no hay referencias. Por eso en mi último ensayo hice un esfuerzo para producir conexiones con otras catástrofes y así dar un pequeño soporte para que no quedemos solamente en una suspensión vacía. ¿Cómo poblar este momento ante tanta perplejidad? Con algunos paralelos históricos, literarios, filosóficos que nos ayuden a pensar.
-En tu libro Filosofía de la deserción describís cierta nostalgia por la idea de comunidad, que en cierta forma habríamos perdido ¿Desear constantemente esa comunidad “perdida” sería una especie de placebo para soportar la hostilidad del presente?
-Lo que intenté indicar ahí es que la nostalgia por una supuesta comunidad perdida, es una ficción. Nuestro consenso sobre la noción de comunidad tiene mucha dificultad para ser hospitalaria con las pluralidades, las heterogeneidades. Incluso esa idea de comunidad a veces funciona de la manera más regresiva, en dirección a un comunitarismo étnico o religioso. Puede verse acá en Brasil con la Iglesia Evangelista aludiendo a una comunidad de Cristo que se apoya integralmente, hecha entre aquellos que tienen una creencia común o una doctrina. Mi idea es que la comunidad siempre está por venir. Comunidad nunca hubo, lo que hubo fue sociedad que es una especie de socialitarismo: un totalitarismo de la sociabilidad. Prefiero pensar la comunidad como un campo de diferencias que se tocan. Sin distancias, soledades, diferenciaciones y singularizaciones no tiene ningún sentido hablar de comunidad. Creería que ciertas experimentaciones sobre lo común van en este sentido: estar en común como aquello que se comparte, pero siempre en apertura a diferentes temporalidades, modos de subjetivaciones y afectos. Pienso en la construcción de una comunidad que no sea sometida a un consenso o a un unitarismo.
-¿Ahí entraría la idea de un “socialismo de las distancias” que retomás de Barthes? ¿Bajo qué formas crees que hoy es posible hallar ese espacio y ese tiempo propios como una manera de huir del ritmo del poder?
-Claro… Es cierto que nuestra idea más difundida de comunidad supone compartir un mismo territorio. Pero cuando pensás junto a estos autores como Barthes, Blanchot o Nancy, que son un poco literatos y filósofos, entendés que tenían en mente una comunidad de espíritus creadores que no necesariamente compartían el mismo espacio: era la posibilidad de un territorio existencial pero no como si fuesen parte de un monasterio. Hace unos años participé en un documental que dirigió mi compañera Mariana Lacerda. La película sigue el encuentro de una fotógrafa húngara -que vino a Brasil huyendo de la guerra- y el chamán Davi Kopenawa. La fotógrafa se llama Claudia Andújar, tiene 87 años y pasó muchos años de su vida junto a la etnia Yanomami, un pueblo que estaba amenazado de extinción. Después de muchos años de lucha ella, conjuntamente con Kopenawa y otros, consiguieron legalizar la demarcación de un territorio muy grande para los Yanomami. Ahí tenés una idea de comunidad en un sentido muy amplio: la judía húngara refugiada que perdió a la familia en Auschwitz y los Yanomami. A simple vista las diferencias parecerían muy abismales, pero hay algo del orden de la comunidad allí que te hace pensar en lo común a partir de resonancias de planos diversos y no sólo en la coexistencia territorial. Es muy distinto a la experiencia que en mi adolescencia tuve en un kibutz con 150 personas viviendo en un mismo lugar, comiendo y trabajando juntos pero construyendo un tipo de comunidad que se regía por un igualitarismo consensual, por un socialitarismo.
«Prefiero pensar la comunidad como un campo de diferencias que se tocan. Sin distancias, soledades, diferenciaciones y singularizaciones no tiene ningún sentido hablar de comunidad»
-Integraste el Grupo teatral Ueinzz con pacientes del hospital de día House, con los que practicaron las formas dramáticas de la esquizoescena. ¿Qué lógicas de lo convivencial se jugaron allí?
-En principio se jugaba la posibilidad de inventar dispositivos donde pudieran convivir mundos distintos y que en la coexistencia de esos mundos se pudieran experimentar afectaciones recíprocas, producciones de algo que no pertenecía a nadie pero un poco a todos. Por diminuta que haya sido esa experiencia fue lo más cercano que imagino a lo que -en el hospital psiquiátrico La Borde- Félix Guattari llamó “tornar barroca una institución”. Un laboratorio que contenía la carga explosiva de cada uno, nuestros colapsos, nuestro humor, nuestra desubjetivación. El desafío era no perder la fuerza de esos agenciamientos. Porque tienen una potencia increíble, a pesar de que toda vida social intenta anular esas soledades, esas fragilidades. Cómo pensar ese pasaje de la impotencia de la reclusión urbana y solitaria, hacia ese territorio común en el que el arte protege y permite percibirte no como un hospital psiquiátrico sino como un grupo de teatro. Esa denominación (grupo teatral) produce un efecto potente en cada persona que siempre se sintió “paciente psiquiátrico” y de repente gana un pasaporte de actor. Y también posibilita ampliar el espectro de papeles a ser representados, más allá de aquellos a los que estaban condenados: ser enfermos mentales. Esa apertura de horizonte es una mutación a-subjetiva que muestra una biopotencia en contraposición a un biopoder o una biopolítica que trata a esas existencias locas como nulas e intenta neutralizarlas.
Fuente: Revista Almagro
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