Deseo y odio // Florencia Abadi

 

I

Cuando Cupido ve a Psique por primera vez le parece tan hermosa que desiste de cumplir con el encargo de su madre. Envidiosa de la radiante belleza de la joven, Venus le había encomendado que la enamorase del hombre más espantoso y miserable. Cupido, en cambio, decide clavar la flecha en su propia carne. Tampoco él, dios del erotismo (Eros para los griegos), puede prescindir de ese elemento exterior al momento de enamorarse.

En el ámbito erótico hace falta siempre una mediación externa, una flecha, un brebaje, un celestino. Eros es envidioso: es otro quien nos señala el objeto del deseo, otro quien, como enseña René Girard, lo incita constituyéndose como modelo-rival. Por eso, el buen celestino siempre sugiere que él mismo está enamorado de aquel cuyo amor nos propone, ofreciéndose como rival en el deseo. Cupido es hijo de Marte: sin la rivalidad, principio rector de la guerra, no se engendra el deseo sexual. Donde hay pasión erótica, hay odio (que puede proyectarse sobre objetos diversos, como el ser deseado, un amor del pasado de este, sus padres, etc.).

La función de la mediación es, a un mismo tiempo, construir la rivalidad y destruir la libertad del sujeto. La flecha sugiere la falta de elección y el carácter bélico del deseo: solo un rival poderoso puede producir la herida y la declinación de nuestra libertad. El odio es constitutivo del deseo porque se desea a pesar de uno mismo. En este sentido, la ética kantiana presenta un modelo perfecto para pensar la lógica del deseo y su producción de certeza. Kant sostiene que solo podemos estar seguros de que actuamos por deber cuando actuamos en contra de nuestras inclinaciones. Si actuamos de acuerdo con nuestro deseo y “conforme al deber”, la certeza se escapa. Del mismo modo, es porque intentamos resistirlo y fracasamos –es decir, porque odiamos– que estamos seguros de estar enamorados. Quien desea se defiende, jamás se convence. Como reza la maldición árabe, ojalá te enamores.

 

II

La luna se llena y el inconsciente sale a la luz. Entonces se produce la metamorfosis: el hombre se convierte en lobo y sale a deambular por los bosques. Una mordida de otro licántropo o una relación sexual con este lo han condenado a la terrible maldición. La metamorfosis es en extremo sufrida, el hombre no quiere perder la conciencia ni menos aun provocar el baño de sangre que olvidará al amanecer. La única forma de liberarse es mediante la propia muerte.

La maldición, puede adivinarse, no es otra que el deseo, contagioso y asesino. Donde se inocula el deseo, aparece el odio, la agresión, el impulso destructivo. La mujer pantera de Jacques Tourneur expone la versión femenina del mismo mito. Si se la besa a Irena, ella matará a su pareja previa metamorfosis involuntaria en pantera; el deseo sexual viene ligado de manera necesaria al impulso de matar. La película muestra así el doble movimiento del deseo: aniquilación de la libertad (ella actúa poseída), y odio (impulso asesino). Pero además, muestra que el impulso destructivo tiene su fundamento último en la infelicidad envidiosa. Mientras Irena es feliz, no hay peligro, pero la desdicha la acompaña de manera constante y latente: siente envidia de todas las mujeres que ve, que pueden vivir libres de su maldición. La pasividad extrema de su marido (su matrimonio se prolonga en el tiempo sin que él intente besarla jamás, lo que contradice su incredulidad respecto de las historias de ella sobre la comunidad felina a la que pertenece) no es independiente de la felicidad que encarna su figura. “Yo siempre fui feliz”, afirma él: personifica la bondad sencilla, que no envidia, no odia, y por lo tanto no desea. (Fiel a su esencia, terminará eligiendo a su mejor amiga, Alice, con quien lo une la complicidad, la alianza afectiva, aquello que escapa a la rivalidad del deseo. Hacia el final, quien besa a Irena no es otro que el psiquiatra, quien sostiene su increencia hasta último momento y rivaliza con ella hasta que se dan muerte mutuamente.)

También Nazareno Cruz y el lobo de Leonardo Favio cuenta el mito del vínculo entre el deseo y el mal, pero revela en cambio el carácter inextirpable de este último, así como la hipocresía de la posición moralista que pretende matar a la pantera: cuando Nazareno ya muerto se dirige al cielo, el diablo le ruega que no olvide que él fue siempre un instrumento de Dios, y que “si Él quisiera, ya estaría yo repartiendo pan…”. También Dios necesita rivales, odia y desea. No hay bien que por mal no venga.

 

III

La envidia es el velo que protege al deseo: encubre el carácter constitutivo de su falta mediante una idealización que atribuye al envidiado la satisfacción plena, la posesión del absoluto, la felicidad. Sin ese velo engañoso, no habría deseo alguno. Asumir la castración solo puede significar asumir que no puede asumirse.

Esa idealización está cargada de odio (la envidia es en realidad el eslabón que permite mostrar que la idealización es odio): el envidioso quiere robar o destruir aquello que envidia, siente pesar por una felicidad de la que no le han convidado (una tristeza que, si deviniera ira, llevaría a cabo su anhelo de venganza); por eso, es cierto que la gratitud se opone a la envidia (Klein). En el deseo, en la envidia, en el odio, alguien se destaca de manera excesiva por sobre lo demás. Es la fuerza del flechazo, de la locura erótica (para Platón, una de las cuatro formas de locura divina), que provoca una preferencia absoluta hacia determinada persona y la eleva por sobre el resto (la idealiza). La mirada, la atención, pero sobre todo el pensamiento, se vuelven desmesuradamente hacia el objeto deseado-odiado.

El velo de la envidia funda el enigma precisamente en la medida en que el sujeto envidiado se presenta como su solución. La curiosidad cumple en el ámbito erótico un papel central. Quizás ninguna otra pasión ha sido tan insistentemente condenada; incontables mitos y leyendas advierten sobre las consecuencias funestas de darle cauce. Pandora, Psique, Eva, la mujer de Barba Azul, Orfeo, y el gato mismo, han visto lo que le ocurre a quien se deja llevar por el impulso de develar el enigma. Si se pasa el límite, no se podrá volver atrás; el mundo tal como se lo conoce dejará de existir. En el núcleo de la curiosidad habita el impulso destructivo, el odio; el niño que desarma sus juguetes lo sabe. En este sentido, la moraleja parece aconsejar abstenerse y así preservarse.

Curiosidad, envidia, odio y placer se comunican en la morbosidad. El término recuerda el carácter enfermizo de la atracción. El primer licántropo, Licaón, rey de Arcadia, fue castigado por morboso: Zeus lo visita en su palacio para confirmar los rumores sobre su bestialidad; incrédulo, el rey planifica asesinarlo por la noche, pero, “no contento todavía” con ese designio, le sirve de comer al dios carne humana. En la metamorfosis, Licaón acentúa su esencia, “también ahora se regocija con la sangre” (Ovidio). El canibalismo representa el exceso: no contento todavía con desear, Licaón goza.

 

IV

El hambre es más que una metáfora del deseo carnal. El deseo de poseer y el de destruir muestran su copertenencia en el acto de comer, que destruye el objeto en su misma incorporación (lo devora, lo consume).

Los enemigos de Eros se niegan a ser poseídos. Siendo una niña, Artemisa le ruega a su padre, Zeus, que le permita conservar siempre la virginidad. El dios le concede el deseo, y le brinda también un séquito de vírgenes para su culto. En un universo mítico en que el rapto y el estupro gobiernan las relaciones sexuales, la figura de la virgen (cazadora y guerrera) representa, por un lado, a la mujer que no acepta ser objeto; por otro, alude a la perfección, la autosuficiencia, la completud, que no puede sino rechazar la castradora locura erótica (el estar poseído). Paradójicamente, para no ser objeto, la virgen no debe llegar a ser sujeto (del deseo).

La disputa entre Artemisa y Aura, una de las mejores cazadoras entre sus siervas, condensa este conflicto. Aura observa a Artemisa mientras se baña y le hace un comentario burlón: le dice que tiene los pechos muy grandes y blandos, “puede que seas más idónea para utilizar las flechas de Eros. Nadie pensaría, al verte, en la inviolable virginidad” (Nono). La ofensa que supone para la virgen esta asimilación con lo erótico es de extrema gravedad, al punto que decide para su súbdita insolente un castigo también extremo: la manda a violar. Será Dionisio quien lleve a cabo el estupro, mientras Aura duerme. Al despertar, ella advierte la situación y corre por los bosques desesperada, gritando y lanzando flechas a pastores y vendimiadores que riegan de sangre su paso; llega al templo de Afrodita y destruye su estatua, quiere sacarse el semen de adentro, intenta infructuosamente hacerse devorar por una leona; propiamente enloquece. En la lógica de la virgen, Eros es mancha, imperfección, pérdida de la dignidad, humillación, demencia.

También Narciso opera como contrafigura de Eros: rechaza a todos aquellos que lo pretenden. La belleza de Narciso está destinada a la contemplación; Eros, en cambio, no se deja ver jamás por su mujer (la visita solo por las noches y tiene sexo con ella en la oscuridad). La perfección ideal de Narciso se opone a la carencia propia del deseo. El engreimiento, presunta causa de sus rechazos, oculta su falta de pulsión sexual: no puede poner en juego su deseo, y teme por lo tanto quedar atrapado (poseído) en el deseo del otro. Se trata, una vez más, del temor a perderse, del temor a la locura.

El deseo nos expone a las peores pesadillas; la palabra incompletud no alcanza para dar cuenta del sufrimiento de Aura. Se trata de la pérdida de la identidad, de la humillación, de la risa respecto del propio sufrimiento, de sufrir sin recibir compasión. Ya vengada, Artemisa se le aparece a Aura y se burla de su embarazo, que no le permite cazar como antes. La pesadilla es el ridículo, el ridere ajeno frente a nuestro dolor (que deberá entonces permanecer íntimo). Ese ridículo tiene su representación más clara en la caída (we fall in love, on tombe amoreux). “Hacer de la caída un paso de danza”, apuesta Pessoa, en un rapto de optimismo.

 

V

Eros es cruel. En su representación más habitual, el niño egoísta juega con su carcaj de flechas sin tomarse en serio el sufrimiento de los otros. Sugiere las travesuras maliciosas del diablillo, que se sirve del ingenio, de la risa y del enredo. Se mueve caprichosamente, de manera instantánea, discontinua: en el preciso instante en que la flecha se clava, la víctima es poseída por la pasión. Y si aparece otra flecha o brebaje, el deseo cambia de objeto como por efecto de apretar un botón (la comedia se ha servido de este mecanismo hasta la saturación, ejemplarmente se percibe en Sueño de una noche de verano); un gesto cualquiera puede erotizar o deserotizar súbitamente. Por eso, Eros atemoriza (hasta al mismo Zeus). El deseo está atravesado en lo más íntimo por ese temor, por el peligro que representan el rechazo y el abandono (que son mucho más que una falta).

El ambiguo término “amor” –que la tradición occidental ha pensado como eros (amor erótico), como ágape (amor compasivo), o como philía (amor amistoso)– no debería en realidad ser aplicado al erotismo. No hay algo así como un amor erótico. Aunque duela admitirlo, el deseo y el amor dependen de mecanismos no solo diferentes, sino opuestos. Al estar determinado por la rivalidad, el deseo se opone tanto a la protección y el cuidado propios de ágape como a la complicidad de la philía: el rival es precisamente aquel a quien no se protege y con quien no puede haber alianza. Donde hay previsibilidad (contar con otro, con su presencia en el futuro), el erotismo muere (por eso la sustracción del amor es una estrategia eficaz para aumentar el deseo).

Si la belleza es causa de amor (afirma León Hebreo), más cierto es que el amor es causa de belleza. La ternura expresa ese “filtro” (como llamó la tradición a los brebajes mágicos) de la mirada amorosa, su benevolencia ante la falla. Llevado hasta sus últimas consecuencias, el amor es ese resto o sostén que hace falta cuando no hay deseo: mientras el otro nos gusta, no es preciso amarlo. Es por definición compasivo porque tiene su razón de ser en la imperfección; lo perfecto no puede amarse, solo puede ser venerado, idealizado (es decir, envidiado, odiado, deseado). Éleos, antigua divinidad de la compasión, es la contrafigura de la Anaideia, la crueldad, la provocación. La compasión protege de la crueldad erótica, de la risa ajena frente a la propia fragilidad; quien ama no practica la burla, sino la complicidad propia del humor. Aún si puede ser hipócrita, la compasión no puede fingirse: etimológicamente se vincula a las entrañas, al corazón.

 

VI

Si el deseo está vinculado al impulso de matar, a la morbosidad de la sangre (“un fluido muy especial”, dice Mefistófeles en el Fausto), la compasión amorosa se liga en cambio a un morir incruento. Esto puede verse con claridad en uno de los grandes relatos sobre el amor compasivo incondicional, La sirenita: ella tiene la posibilidad de salvar su vida si asesina al príncipe con un puñal que le han dado sus hermanas y hace correr la sangre de este por sus pies (liberándose así del pacto con la bruja del mar, a quien le prometió morir si no conseguía enamorar al príncipe, que en efecto se casa con otra), pero elige no matarlo y al morir se convierte en un espíritu etéreo, hija del aire. También la piadosa Alcestis da su vida para aplazar la muerte de su esposo Admeto (cuando los mismos padres de este se niegan a hacerlo), y viaja beatamente al Hades. En ambos casos hay recompensa: la sirenita, al convertirse en hija del aire, se salva de su desaparición en forma de espuma; Alcestis es restituida a la tierra por Heracles. A quien entrega la vida, esta le es devuelta. “Quiero misericordia y no sacrificio”, afirma Jesús en el Evangelio de San Mateo.

La compasión amorosa es un dar (la vida) no sacrificial porque transforma a quien compadece (y no al compadecido); es el buen samaritano quien deviene prójimo, quien construye vínculo. La soledad, como explicita Defoe en su prólogo a Robinson Crusoe, no es otra cosa que el egoísmo.

 

 

«Deseo y odio» es el primer capítulo del libro El sacrificio de Narciso, editado en Argentina (Hecho Atómico Ediciones, 2018) y en España (Punto de vista, 2020).

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