Deseo odiante // Agustín Valle

En el año 2015 tuve la suerte (gracias a Damián Huergo y Celina Capello) de laburar en el programa bonaerense de acompañamiento a las escuelas en la aplicación de la ESI. Los relatos de violencias eran a la vez estremecedores y “normales”. Recuerdo que muchos encuentros empezábamos con la pregunta de qué imágenes recordábamos haber visto en nuestra infancia sobre lxs cavernícolas; siempre aparecía la típica del chabón barbudo con un garrote en la mano y arrastrando con la otra una mina de los pelos por el piso. De ahí a una piba que apareció ayer, hoy, violada y asesinada y envuelta en una bolsa de basura en un zanjón, hay una historia de violencia y sometimiento reproducida de generación en generación, con matices, variedades, etc, pero sin detenerse desde la prehistoria hasta nosotrxs. Y ese violador asesino, decíamos, no es un loco excéntrico: ejerce, exacerbadas, lógicas que traman la racionalidad media de nuestra sociedad; como ejemplo, usábamos una propaganda televisiva de Fernet Branca, donde en una fiesta de disfraces un grupo de amigos se confabulaba pactando con qué mujer se quedaría cada uno (“vos vas con la diablita, vos con Cleopatra…”), y, otra, del Alto Palermo, cuya línea central era que “las mujeres somos así, mujeriegas”, lo que significaba básicamente frívolas, competitivas, envidiosas, etcétera.

Desde los cavernícolas hasta el presente; desde los femicidas hasta los publicistas y también lxs consumidorxs…

Estos seis, siete años, han sido densos históricamente; ya no están esas propagandas: el marketing, discurso y tecnología que lee lo real con alta eficacia, indica que los lugares comunes se han desplazado. O al menos han sido sacudidos. ¿Siempre se desplazan las posiciones después de un terremoto? Supongo que sí. No sé: y hablo desde el no saber. Y querer saber. Querer entender; en cierto punto, como querer mirarse la espalda, ver de qué estamos hechos. “Yo jamás hice ninguna de esas cosas espantosas”, pensaba -o no es que “pensaba” propiamente, sino que la idea aparecía en mi mente. Más como reacción automática de la química mental que otra cosa, como efecto del miedo: miedo de lo que acaso haya sido, de lo que acaso haya hecho, sea, haga; miedo de las consecuencias, etc. Pero, de todas maneras, creo que despejar “las peores cosas” es útil para pensar carozos del asunto -el asunto de la violencia masculina contra las mujeres… y no sólo contra las mujeres-. Yo que nunca violé, yo que nunca abusé, yo que nunca agredí, bla, bla, bla: ¿nada comparto con la mentalidad (o la psique o….) del violador? ¿Nada pero nada nadita? Entonces recordé un lugar común; otro (y van…). Una posición, un afecto, una pasión, que era común (¿es común, es igual, o algo le aconteció?) a aquella forma de desear: forma de desear sufriente, donde a uno, varón, le dolía lo buena que estaba esa mina. “Qué buena que está la hija de puta”, “uf, no puede ser, qué buena está, me hace mal”. ¿Cómo entender un deseo que a la vez, en su desear, odia? Esto podía incluso tener sus versiones más tirando a lo… ¿romántico?, ¿sensible?, no, no: no vamos a llamar romántico o sensible a la asunción de que la belleza o atractivo del otro, de la otra, nos oprime -pero hay una tradición del varón desgraciado y no solo por la no correspondencia, sino por la suprema belleza de la mujer. Como sea, también recuerdo, y muy bien, encontrar natural expresiones como “uf, qué buena está, la hago mierda”, e incluso “está terrible, la mato”. El deseo como violencia; y, ok, entiendo que el deseo pueda tener alguna forma de violencia. Habría que esclarecer filosóficamente qué entendemos por violencia (¿toda intervención que desplaza cosas de su inercia dada?, eso es muy distinto a una definición asentada en la aplicación de una fuerza sobre alguien contra su voluntad). El sexo, incluso, suele tener mucho de ejercicio de un movimiento fuerte contra el cuerpo del o la otra (“contra” anatómica, físicamente, no existencialmente, como un beso es labios contra labios, etc.), movimientos fuertes que insisten, pum, pum, como queriendo por acumulación de intentos encontrar o alcanzar algo que no está, que no es, el cuerpo del o la otra, pero sí. Una búsqueda mutua, violenta y placentera, de algo que se forma entre. Puede ser amor. Lo que no entiendo es cómo puede ser odio, cómo puede ser bronca, cómo puede ser rabia. “Qué buena que está la hija de puta, me hace mal”: un desprecio por la persona deseada, o mejor, no un desprecio, sino una rabia, un resentimiento, ¿un qué? En este punto (en ¿aquel punto?), donde la mujer que te moviliza, que te gusta, que te atrae, que te despierta deseo, en ese mismo movimiento te da bronca, encuentro una forma libidinal en la que sí me eduqué, si nos educamos con mis cónfrades, y que imagino que comparte también el violador, como si -acaso- el violador, en ese acto al menos, fuera solo eso, o ante todo eso, ese odio al desear. Quizá el violador tenga más un odio deseante que un deseo odiante. Hay diferencias de grado, cuantitativas, que se convierten en diferencias cualitativas, sin ser en rigor más que diversas proporciones. ¿De dónde viene una forma de desear así, con odio hacia aquello -hacia aquella- que deseamos? ¿No se desea lo que te expande, no gusta aquello que hace bien, lo que alegra? ¿En qué constitución subjetiva el deseo es también un odio? ¿Es esto el deseo como herida, el flechazo doliente? ¿Es herencia de la sacralización de la virgen, lo bueno como lo deserotizado, lo que nos apasiona como poder malévolo? ¿Cómo es que lo que te gusta te hace mal por gustarte (y por tanto le tenés una bronca dañina y potencialmente asesina)? Seguro que esto ha sido versado, que se visitó mil veces desde diversas teorías, que hay mil ejemplos de obras de arte que lo ejemplifican, y me gustaría mucho tanto enterarme de lo que las teorías habidas ofrecen para entenderlo, cómo de testimonios e ideas de cualquiera, comunes -los lugares comunes pueden revisitarse mil veces, pero nunca darse por obvios.

 
 
 
 
 
 

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