por Silvio Di Stéfano
Comunicarse en Japón es un desafío. Su idioma utiliza tres sistemas de escritura, dos alfabéticos y uno basado en ideogramas (el chino, con diferencias menores). Cualquier texto en japonés combina los tres, y la mayor parte de las palabras son formadas por una combinación de dos de ellos. El idioma hablado también tiene sus complicaciones, ya que su abundancia en niveles de formalidad hace que una misma oración pueda decirse de muchas maneras distintas dependiendo del interlocutor y del contexto.
Además, son muy pocos los japoneses que saben hablar inglés o idiomas extranjeros en general, a pesar de que la calidad de educación parece más bien alta.
Es un país muy rico. Las calles se encuentran impolutas, absolutamente todo funciona y la red de transportes de Tokyo es de una extensión y una eficiencia comparable, y tal vez hasta mejor, que las de Londres, New York y París, para citar algunos ejemplos.
La pobreza parece no existir, no hay gente en la calle ni personas que pidan plata en ningún lado (efectivamente, cero), y hasta me animaría a decir que no me he cruzado a nadie que no parezca haberse bañado ese mismo día. La sensación de seguridad que dan las calles de Tokyo es impresionante, aún más si se tienen en cuenta las dimensiones de la ciudad y la cantidad de gente que la habita.
Barreras de comunicación y todo, he logrado conversar extensamente con poco más de una media docena de japoneses. La mayor parte de aquellos con los que me he cruzado tenían algún tipo de conocimiento especializado. Conocí a gente que se ocupaba de moda, arte, literatura, finanzas, edición entre otras cosas, sin ir lugares demasiado específicos.
Sin embargo, esta economía orientada a servicios tiene otra cara: es la enorme cantidad de personas que trabaja en algún tipo de oficina. Kaisha-in (empleado de empresa) es, por lejos, el trabajo más común, por más que dentro de este marco puedan hacerse las actividades más variadas, aún las creativas. Para dar una idea de la extensión de este concepto, una encuesta automática al final del recorrido de un museo, al preguntar por la situación laboral del encuestado, presentaba las siguientes opciones: estudiante, administrativo, empleado de empresa, “otros”.
Al ser los salarios bastante buenos y el costo de vida aceptable, el poder adquisitivo de un habitante promedio es relativamente alto. Ocho horas por día en edificios de vidrio parece ser el precio a pagar para la gran mayoría, a cambio de esta estabilidad y confort… En realidad no me animé a preguntarlo, pero sospecho en general se trabaja más que eso.
Más arriba en la pirámide social se encuentran los hombres de negocios japoneses, un mundo aparte. Se visten todos de la misma manera, con trajes negros y zapatos impecablemente lustrados, están siempre en grupo y su organización mental es una pared de cemento como he percibido pocas otras, y lejos estoy en este momento de pensar en barreras idiomáticas. Frecuentan restaurants a los que el extranjero, así como, supongo, el habitante local promedio, no puede acceder más allá de si pueda pagar por el servicio o no. De hecho, cuando intenté entrar a uno vino un mozo alarmado -prácticamente corriendo- a decirme que no podía pasar porque estaban a punto de cerrar. Los dos sabíamos que estaba mintiendo o, más bien, apelando a esa forma indirecta de comunicar mensajes negativos tan común en Asia. Ahí hay algo de verdaderamente impenetrable: el potencial de comunicación es mayor con una planta, de la que por lo menos sé darme de cuenta de cuando tiene sed.
Comodidad y estabilidad a cambio de un tercio de vida dedicado a los intereses de una organización mayor es, creo, el verdadero límite de lo que el libre mercado tiene para ofrecerle a los japoneses.
Notas anteriores: