Nuestra obra mayor
La mayor obra de la humanidad suele pasar desapercibida en cuanto tal, en cuanto obra fruto de la potencia de la creación humana. No me refiero a ninguna de las consideradas maravillas, ni a catedrales, ni sinfonías, ni acueductos, ni estaciones espaciales, ni vacunas, ni idiomas… No: la mayor obra, el artificio de mayor magnitud de la especie humana, es la desigualdad. El abismo de la desigualdad; la distancia tan radical entre los mega ricos y los que poco poseen aparte de su cuerpo.
Pasa desapercibida la desigualdad como obra por cuánto se ha naturalizado. Generación tras generación, las mujeres y los hombres llegan al mundo y encuentran con que es así; con la desigualdad como punto de partida, como si fuese premisa y no efecto de relaciones sociales. Encuentran, por ejemplo, una desigualdad, la más trastocada de nuestra era, sobre el fondo cronificado de la radical diferencia entre clases sociales; que es una diferencia postulada, casi como de especies, como si fuéramos bichos de otra categoría. Algunos hasta están acostumbrados a tener cuerpos de otros a su disposición para resolver sus necesidades o caprichos.
En todos los rubros humanos (comidas, relaciones con el tiempo, recursos médicos, etcétera), la fenomenología de la desigualdad, o mejor, su etnología, es harto fruida –fruidísima–. El abismo de clase –entre cuerpos nacidos naturalmente semejantes– es una segmentación antropológica, que constituye la más añosa y sofisticada elaboración de nuestra especie. Naturalizada, es como un fresco tan perfecto que se confunde con la realidad misma; la desigualdad se presenta como puro realismo: así somos. Realismo tautológico y autoevidente de la desigualdad: es así, hay ricos y hay pobres, hay fuertes y hay débiles, hay vidas que valen más que otras, hay siempre algunos que limpian siempre la caca de otros; algunos bichos acostumbrados a mandar, algunos a obedecer. Desde siempre; somos así.
Pero los de abajo tienen que entender las órdenes de los de arriba, tienen que entender las directrices que ordenan su servicio, y, si entienden, es porque comparten la aptitud lingüística, y si comparten lenguaje es porque entonces no son tan desiguales por naturaleza, sino por posición en una distribución social de lo que cada cual puede, y lo que no puede. Eso son los derechos: lo que cada sujeto de la sociedad puede, y lo que no (algunos pueden matar sin ir presos, otros pueden y necesitan encontrar valor en la basura de otros, algunos usan perfumes que valen diez sueldos mínimos…).
La distribución tan radicalmente desigual de lo que cada cual puede, pasa por natural en su cronificación, pero se sostiene gracias a múltiples dispositivos y técnicas que la reproducen actualizándose desde hace milenios; técnicas que confiesan, en sus momentos más violentos, el esfuerzo necesario para sostener un abismo tan drástico en este día, y cada día.
La violencia necesaria para sostener la concentración privada de la riqueza equivale a cuánto la liquidez –la riqueza– tiende, por su naturaleza, a repartirse.
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El problema es la riqueza (una forma de mandar)
Pero la figura del “abismo” de clase, en realidad, es parte de su mistificación; lo esencial del presunto abismo es en rigor, su articulación: la inseparabilidad entre riqueza concentrada y pobreza común.
Suele decirse que la pobreza es el problema más urgente, el mayor flagelo y el mayor desafío que enfrentamos como sociedad. Pero no. Es más: el discurso de la pobreza, o para ser más preciso, sostener en el centro de la mirada y de la sensibilización a la pobreza, es parte del orden de la desigualdad. Porque el discurso de la pobreza, desde el pobrismo católico hasta el chiste cambiemista de “pobreza cero”, sirve para correr la mirada del verdadero problema, que no es la pobreza: el problema es la riqueza. La pobreza es un sub término de la riqueza; de la riqueza en su régimen de propiedad hiper concentracionista y privatista.
¿Cómo es que existen los ricos, los mega ricos? (Recuerdo por ejemplo que el año pasado cuando el gobierno intentó aplicar un impuesto adicional en las facturas de gas para compensar a las empresas de Energía por su “pérdida” de ingreso en dólares como efecto de la devaluación, cosa que finalmente no pudieron hacer debido la opinión pública pero que sí pagaron con plata de las arcas del Estado; pues en aquel momento Alejandro Bulgheroni, capo de Pan American Energy, tenía un patrimonio calculado por la revista Forbes equivalente a diez millones de salarios mínimos). Entonces ¿cómo se construye eso, cómo es posible que existan los multimillonarios, las verdaderas elites? Si todas las riquezas, todas las cosas que tienen valor, todas las cosas que existen; existen y valen porque fueron hechas por alguien, por las manos y la inteligencia que todo lo hacen.
¿Y qué es el propietariado –los dueños– sino un conjunto poblacional que posee mucho más que lo creado por su sólo cuerpo? Pero ¿de qué son ricos los ricos? Son ricos de cuerpos ajenos, ricos en cuerpos de otros a disposición. Hace algunos años, Franco Macri dijo querer, como cualquier empresario, “tener cada vez más empleados”. No es solo una razón económica. En cada empleado, en cada servicio contratado, hay una ocasión más de mandar. Dicho de otra manera, la riqueza es efectivamente un dispositivo que tramita la relación de mando.
Hace algunas semanas, Rafael Correa entrevistó a Evo Morales en un programa televisivo. Allí el ex mandatario de Ecuador insistió en que durante su gobierno, el empresariado aumentó sus ganancias, aumentó su rentabilidad, pero que igual lo atacó y atacó por todos los medios esperando siempre el momento propicio para derrocarlo y vedarle, de ser posible, la chance de volver a conducir al país. “Prefieren ganar menos dinero a resignar su posición de poder”: porque en el orden de la desigualdad, lo que más importa es que hay cuerpos que son superiores; es una supremacía que atañe al subsuelo del ser… Supremacía de quienes, bueno, les tocó ser más.
Esa supremacía importa mucho más que la riqueza como guita en sí. Es más, la desigualdad monetaria necesita apoyarse en una estructura simbólica de la desigualdad; en la supremacía ontológica de los Mejores. (De ahí la tendencia de la desigualdad al racismo, a todo lo que afirme supremacía de unos sobre otros; y el racismo permite a alguien que sufre subordinación económica, el goce de “mandar” racialmente).
Por eso los privilegios son simples positividades, no son cosas que alguien puede, sino eminentemente distinciones jerárquicas: cosas que otros no pueden. Todo privilegio tiene su esencia en afirmar impotencias ajena.
Dicho de otro modo, lo que llamamos la economía es básicamente un organizador político, de relaciones de poder, de mando y subordinación.
En la popularísima película Joker se ve a un megamillonario que se postula para alcalde; “soy el único que puede ayudarlos”, dice el papá de Batman. La idea implícita es que el rico no se enriquece con cosas de este mundo producidas por trabajadores, sino que “es” rico, como condición natural, y baja de su luminoso ultramundo, por generosa filantropía, para ayudar a los comunes con el barro de su vida. Muy parecido al mandatario argentino saliente. Quien dicho sea de paso, repetidamente habló como emisario de lo que llama “el mundo”, o incluso “el mundo económico”. Una realidad intangible, separada del común de los mortales, aunque, eso sí, poderosísima.
Sus ojos azules prometen venir de zona celestial…
Los Ricos y Mejores son parte de una moldura teológica, donde algunos son superiores y los demás, comunes; donde los superiores tienen más derecho como si hubieran llegado al mundo primero. Como si fueran los locales, y el resto visitantes. Según la Biblia, señala el filósofo italiano Giorgio Agamben, lo primero fue el verbo, fue la palabra de aquel que está antes del mundo –el superior supremo– y lo primero fue una palabra de mando: hágase la luz, hágase esto, hágase lo otro. El relato hegemónico de la humanidad occidental concibió que lo primero, la base, es una palabra de mando.
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Idolatría y desigualdad
La relación existencial que tenemos con los dispositivos que reproducen la desigualdad incluye, también, grandes dosis de goce, incluso en las posiciones de inferioridad. No puedo, yo no sé… necesito. Tengo algo que me duele, y necesito alguien que sepa. Resulta sosegador enaltecer a algunos como diferentes y superiores. Es la idolatría lo que está en la base subjetiva de la desigualdad. ¡Ah el cuerpo sagrado del ídolo! ¡Qué privilegio contactarlos, al menos un rato, recibir toques de la luz que manan, gotitas de salvación…! ¡Seres sublimes, capaces de crear, gracias por tanto, perdón por tan poco!
Detentan en la individualidad de su cuerpo la genialidad creadora, sustrayéndola del complejo entramado de potencia común de nuestra especie. Pero nos ayudan a orientarnos… Consagrar cuerpos de aquel lado de la salvación, pone una estrella fija para el mapa de nuestra precaria orientación: estrella fija que orienta, que presupone que hay un sentido, una dirección a algún lado, adonde proyectar el deseo con la tranquilidad de que está bien, de que es para allá.
Pero la idolatría va acumulando, subrepticiamente, un veneno, por goteo; un callado resentimiento que se torna venganza súbitamente, cuando algún cuerpo idolatrado se aparta de la senda proyectada por su idolatrización, traicionando la fe de las ovejas. Y se sabe que las ovejas se dan al efecto dominó, y que como dice Patricio Rey son capaces, pobres, de herirte con su dolor…
Por eso la hoguera inmediata para el ídolo que pifió, que te abandonó, que pronunció palabras blasfemas. Fue lo que le aconteció a la pensadora Rita Segato semanas atrás, cuando el portal Infobae publicó una nota recortando la transcripción que el periódico Mu había hecho de una intervención de la antropóloga en un programa radial boliviano. Ella criticaba a Evo Morales y fue fustigada de manera a la vez violentísima y fútil, es decir, criticada de manera furibunda en redes sociales. Postulemos que ella se equivocó, que fue inoportuna. ¿Basta eso para tacharla y eliminarla del arco de referencias intelectuales valiosas? ¿No podía decirse que se equivocó y muchas de sus ideas siguen siendo grandes aportes al entendimiento? “Chau Rita Segato”, era la mínima de las condenas. Es que claro: no, no puede equivocarse. No le es permitido. Porque era ídola. Para mandar a la hoguera a Rita Segato, primero hubo que idolatrarla como luminaria infalible: la venganza impiadosa del defraudado es contracara de la sumisión idolátrica, parte del régimen reproductor de la desigualdad.
Susede que, para idolatrar, renunciamos a nuestra soberanía sensible, a ser nosotros los verificadores en última instancia del sentido y del valor de las cosas. Y quien traiciona esa entrega no puede ser perdonado: anatema, roja cruz de anulación, no verte más.
Al ídolo se lo embalsama para eternizarlo: no es un común, su cuerpo se salva de la condición mortal, no podemos perder su imagen… En cambio al ídolo traidor de fe ya no puede vérsele, ya no puede verse al cuerpo que perdió su investidura, resulta pornográfico, porque desnuda el artificio de la desigualdad idolátrica, desnuda que el ídolo era mentira, que era cualquiera. Se sentaba, como todes, sobre un oscuro culo cagón.
No es fácil vivir con un cielo sin estrellas orientadoras; es cómodo también asumir que algunos saben, pueden y nos guían, aún si los tenemos de referencia para criticarlos. Hasta quienes pretender construir la igualdad suelen darse a la idolatría, a entronizar sagradas guías en el camino hacia ella: así, la igualdad se desplaza a futuro y en el presente los medios para perseguirla no hacen sino reproducir la brecha entre los esclarecidos y los comunes que solos no pueden. No: nunca nadie vendrá jamás a salvarnos.
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Noveno piso
Es posible tener otro tipo de relación con los astros, sin embargo. “Desde el fondo de los tiempos la humanidad mira las estrellas, varones y mujeres, niños y grandes, flacos y gordos, negros y blancos, todos miramos las estrellas intentando descifrar su significado, y todos fracasamos por igual”, escribió Auguste Blanqui en prisión. Todos fracasamos por igual, es decir, cada cual a su manera. Porque lo contrario de la igualdad es la desigualdad: no la diferencia. La diferencia es parte de la igualdad; el ejercicio de la igualdad acentúa las diferencias en un plano de paridad ontológica. El igualitarismo no consiste en homogeneizar las subjetividades, eso requeriría una administración burocrática para diseñar “lo justo”, en fin, historia sabida.
“Cualquiera que crea que es mejor, peor, o incluso igual, que otra persona, se equivoca de manera garrafal”, contó alguna vez el escritor Emmanuel Carrère que le escuchó decir a un amigo. Somos iguales precisamente en que todos tenemos capacidad de diferenciarnos, de llevar de viaje singularidades, de explorar nuestra capacidad.
Entonces, en la igualdad aparecen distinciones, pero son distinciones de otro tipo.
Hay un tipo de distinción y elevación que no consiste en la servidumbre ajena. Entre padres e hijos, entre profesores y estudiantes, etc., puede haber diferencia de roles, de responsabilidades, incluso de autoridad; pero bajo una igualdad ontológica fundamental, la paridad existencial de que ambos somos alguien que está acá.
Incluso entre quienes se elevan como autores de obras y trayectorias sobresalientes, efectuadores de potencias muy singulares, puede haber diferencia y elevación igualitarista y no impotentizante de los comunes. Pienso un ejemplo: un anti ídolo de estas tierras, Charly García. Anti ídolo es quien desafía la idolatría traicionando adrede la exigencia de los súbditos una y otra vez (haciendo también obras flojas, o programando conciertos y luego no tocando), riéndose de la infalibilidad que se le exige. Un anti ídolo que una y otra vez juega ostentando su condición mortal; quiere que le respeten el derecho a morirse como cualquiera. Lo contrario de la negación del paso del tiempo, y de la condición mortal, en que consiste el proyecto fisiológico de las elites.
En una ocasión, este hermano distinto que recuerdo estaba en un cuarto, en el noveno piso de un hotel, y desde afuera le ordenaba otra persona que saliera; un cuerpo nacido naturalmente semejante que, no obstante, vestía uniforme policíaco.
“Salga, vamos, salga, que todos somos iguales”, dijo el bípedo policía.
¿Ah sí?, dijo el bípedo García, y como respuesta, ante esa concepción policíaca de la igualdad (basada en lo que no podemos) fue hasta la ventana, miró desde allá arriba buscando abajo la pileta, calculó el arrojo, y dio el salto.
Todos somos iguales, obvio, pero cada quien hace cosas muy distintas con su igualdad mortal: mortales somos todos, estamos igual de vivos, en el sentido de afirmar a fondo la propia naturaleza y modo de ser. Algunos se esconden detrás de una chapa, para aferrarse a la repetición patronal de lo ya dado; otros buscan la distinción sin pararse sobre la cabeza de nadie, con su propio coraje de saltar. No solo los “grandes creadores”, no: alguien no acepta pensarse de un modo ya preformateado. En la gestualidad; en el empleo del tiempo; en la forma de cocinar popularmente; en el modo de hablar y palabrear una población…. Los iguales son, básicamente, atrevidos. Que lo primero que dicen es “aquí estamos, esto somos”, y lo demás después vamos viendo.
El anti ídolo permite pensar un igualitarismo exigente -vitalmente exigente. Después del salto, nadó, un rato, en el agua conquistada. Escuchó que alguien al lado suyo, pero afuera, un hombre de un medio de comunicación, le preguntaba si en esa pileta podemos meternos todos. Que sí, contestó la estrella zambullida, alzando su brazo para señalar: desde allá arriba, sí. ♣♣♣
#PA.
Fuente: Puente Aéreo Digital