Costaba no estremecerse cuando uno lo veía. La presencia de David Viñas dejaba marcas. No era un hecho anodino o que a uno pudiera resultarle indiferente. Su contextura corporal, sus ademanes (para usar una palabra que le era propia), sus movimientos desmesurados, sus grandes anteojos que se deslizaban levemente por su nariz y a los que, de tanto en tanto, empujaba con su dedo índice, sus bigotones algo amarillentos, impregnados por el tabaco, y su abundante cabellera blanca que “caía sobre su rostro” y se sacudía cuando su vozarrón se alzaba con una vehemencia implacable eran los rasgos notables de un modo de hablar que acudía a toda una gestualidad corporal para señalar que cada palabra tenía una resonancia personal, biográfica y dramática, en la que todo se juega. Repasé esta escena cuando recordé una frase contundente proferida por Viñas en una conferencia: “Decir que No, es empezar a pensar”. La memoria tiene esa extraña capacidad de “interrumpir”, con su aparición intempestiva, el momento en que uno intenta concentrarse en alguna cosa. Así me sucedió cuando leía el libro de Silvia Duschatzky que trata, precisamente, el problema de la interrupción. Tal vez, llamado por la preocupación de su autora, ese recuerdo se me hizo presente, trazando un recorrido entre lectura y experiencia que habitualmente nos es esquivo.
Silvia, quien ha consagrado buena parte de su trayectoria al estudio y la investigación acerca de lo que ocurre en las escuelas, percibiendo allí un concentrado en el que podemos ver anticipadamente tendencias sociales mayores y dispersas, nos dice que hay dos tipos de interrupciones: aquella que se provoca y la que emerge en un momento determinado como una imposición exterior. Ambas detienen el sentido del mundo, sus prácticas, sus lenguajes y los conceptos con los que nos orientamos, aunque la provocación (el “No” de David Viñas) parece recortar un camino de libertad más ligado a la experiencia; en tanto que el padecimiento de una situación que se impone con la fuerza de una realidad consumada, a la que no prestamos consentimiento alguno, parecería doblegarnos frente a los hechos arrastrándonos a lugares inciertos. La primera interrupción señala una voluntad de detenimiento, mientras que la segunda nos habla de un padecimiento de índole catastrófico.
La reciente pandemia, punto de anclaje fundamental de las reflexiones de este libro, nos sumerge en la crudeza de una determinación que doblega nuestra voluntad. No decidimos interrumpir, sino que fuimos interrumpidos a la fuerza. Pero, pienso, ¿no estamos siempre forzados a interrumpir el transcurso de nuestras vidas? ¿Acaso no es también el “No” de David Viñas el fruto de un forzamiento de nuestra voluntad? Se lo señala con insistencia en el libro: la interrupción provocada es un fenómeno respiratorio o estomacal. Se produce cuando ya no soportamos algo, cuando rechazamos aquello que no nos permite respirar. Un fenómeno experimentado por el cuerpo antes que decidido por la conciencia. Pero eso que ya no nos permite continuar con nuestra vida, a pesar de que es un descubrimiento interno y requiere de toda una investigación para conocer sus causas, ¿no es también un efecto de algún signo que nos viene de afuera? ¿No es esa interrupción una revelación de algo que ya no es compatible con nuestra existencia? Si la vida persevera, interrumpir tal vez sea menos un acto de discontinuidad y más una fidelidad con esa precaria consistencia del ser que reclama otra relación con las cosas y las palabras para lo viviente que siempre persiste y empuja. En todo caso, interrumpir o ser interrumpido es algo que requiere un laborioso trabajo de dilucidación para una tarea compleja que solicita una excepcional disposición para lo que vendrá.
Toda interrupción produce una conmoción. Porque significa, de manera radical, un quiebre de los automatismos que gobiernan el presente y de nuestra inscripción en él. Todo un andamiaje de compromisos con la realidad, que sostienen nuestro ser en el mundo, cruje ante la fuerza de lo inesperado. O ante la perplejidad de sabernos otros que ya no soportamos ser quienes éramos.
Si la escuela, desde hace treinta años, habla la lengua del Estado, los códigos del mercado y, más recientemente, es organizada por la lógica del algoritmo (que ofrece una captación sensible, fluida y veloz de los deseos y expectativas populares), se impone instituir otra relación con las dimensiones de la experiencia educativa. Porque estar en la escuela puede implicar un desplazamiento anímico y existencial respecto al fatalismo que se cierne sobre la vida para doblegarla bajo el imperio de la lengua muerta de las instituciones, las finanzas y la virtualización de la experiencia sensible. Si las derechas contemporáneas usurpan y pervierten las lenguas libertarias es, entre otras cosas, porque su propia lengua languidece y precisa instrumentalizar imágenes ajenas a su contextura y su proyecto histórico; y porque nosotros mismos hemos dejado de usar esas palabras que tejían pacientemente el llamado de un grito emancipador. Si nos han tomado las palabras es porque hemos dejado de hacerlas vivir en nuestras prácticas para transformarlas en fraseos que sostienen carreras personales, legitimidades públicas o simplemente forman parte de un repertorio de contraseñas entre entendidos.
Si el algoritmo (que atrapa la vida de las escuelas como nuestras propias vidas) es cálculo, la interrupción es distorsión a tratar, desperfecto a corregir para mantener la máquina a salvo y reanudar así los principios jerárquicos que se desprenden de sus axiomas. Sabotaje, anomalía, deserción, desapego y abstencionismo son algunos de los modos que cortan el circuito de la adhesión. Todo desacople es un desafío. Pero no solo un desafío al “sistema” que debe reconfigurarse ante cada tentativa de dispersar la atención, sino un desafío para los habitantes concretos del territorio escolar, quienes suscitan posibilidades o defecciones.
La pedagogía de la interrupción no es una pedagogía crítica. No opone un contramodelo al modelo en crisis. Lo dice bien Amador Fernández Savater en su prólogo. No sabe de antemano lo que quiere ni se dedica a desnudar verdades ocultas. Trabaja con las evidencias sin ofrecer soluciones futuras. Tampoco es un método. Es más: ni siquiera sabemos por qué es una pedagogía, puesto que su manera de funcionar es naturalmente antipedagógica. De ahí su atractivo. No tiene recetas ni soluciones. No prescribe ni moraliza. Solo intenta pensar aquello que se ofrece como enigma para quienes enfrentan lo insondable, aquello incomprensible para el mundo adulto que trae la vida de los pibes y las pibas. Pero la investigación pedagógica debe luchar contra la tentación del “constatacionismo”, una pulsión “antropológica” que recoge elementos o signos del exterior sin modificar el punto de partida de quien habla. No se trata, entonces, de sumar “contenidos” nuevos ni de fascinarse con esa novedad. Estamos ante el desafío de saber quiénes somos en estas relaciones. No hablar por otros ni sobre otros, sino componernos con esas “fuerzas extrañas”, para usar una imagen lugoniana, aunque estas fuerzas traten menos de los misterios del cosmos y más de la perplejidad que nos provoca su presencia en nuestras vidas contemporáneas. Y de esas mezclas surgen problemas. Cosas que habrá que pensar y asumir.
La pedagogía de la interrupción toma como materia del pensamiento todo aquello que queda como margen, como resto inservible de la escena dominante. Porque las posibilidades de una escuela yacen allí, en el reverso de la “trasmisión de contenidos”, donde la vida se cuece y donde se prepara todo aquello que luego viste de perplejidad el mundo. Porque una escuela no es lo que la define sino aquello que la excede; todos los fragmentos del mundo que acuden a ella y ya no respetan su especificidad histórica, sino que arrasan su configuración. Por ello es necesaria una escucha sensible que deshaga las fronteras internas o los universos paralelos, para asumir sus desafíos sin descartar aquello que la incomoda. Una atención implicada, una disponibilidad o, para decirlo con nuestro querido amigo Diego Sztulwark, un materialismo perceptivo capaz de captar esa viscosidad en la que se engendran los malestares, las angustias y los deseos. Percibir entre las cosas y por debajo de las formas. Deshacer la consistencia de lo visible para auscultar los quejidos inaudibles, los dolores y las injusticias. Pero también para detectar los signos vitales de una generación que crea sus propias posibilidades de existir.
Silvia trabaja en banda. Amador Savater escribió un prólogo que aporta cucharadas que le son propias y surgen de su amalgama de historias y lecturas que son muy originales. Santi García Navarro opera sobre la lengua con el propósito de contribuir a deshacerla para singularizar su textura sensible. Pablo Manolo Rodríguez siempre arriesga hipótesis relacionando la innovación técnica con los comportamientos que de ella se desprenden para recordarnos los contextos en los que se piensa. Leandro Barttolotta registra y relata escenas suburbanas sin dejar de ver sugerentes paradojas que dan que pensar. Silvia reúne y relanza. Diagrama y dispone esa orquesta cuya partitura se va escribiendo en los aportes que cada uno trae. Como si se tratara de una comida a la canasta, cada uno pone lo suyo que no se conserva intacto, sino que se rehace en las intervenciones de otros y otras. Como una reunión de astillas recombinadas, este libro indaga desde múltiples perspectivas. La “Escuela de la Nube”, desarrollada junto a Carolina Nicora y Patricio Suárez, se propuso pensar, en tiempo real, los dilemas que se abrían en la pandemia. Ariel Sicorsky y Caro Nicora, con las filmaciones de Rodrigo Noya, interrogaron la impresión perceptiva que produjeron ciertas obras de arte en los pibes y pibas. El artista plástico Juan Miceli, convocado para pensar, a partir de las resonancias caóticas, las prácticas educativas y la experimentación artística. Maximiliano Tomatis, participante de la Ética (Escuela del Territorio Insurgente Camino Andado), una escuela de gestión social fundada por el movimiento Giros de Rosario, contó de manera bellísima un taller que tuvieron en la escuela con Hebe Uhart. La composición de estas perspectivas tan disimiles da cuenta de que siempre las fibras del pensamiento y la investigación son colectivas. Y que detrás de cada “yo” hay un nosotros, a veces explícito y otras veces difuso, que establece una comunicación por debajo de las palabras y las visibilidades. La trama que Silvia propone produce pensamientos y alumbra una pedagogía específica que reúne lo disperso y lo lanza como un llamado urgente.
Decíamos que el verdadero asunto de este libro es la interrupción. Pero no cualquier interrupción. No habla de la interrupción en general sino de aquella producida en la pandemia, donde nuestras vidas quedaron en suspenso. ¿Se trató de dispositivos inéditos de poder sobre las libertades individuales y colectivas? ¿O estábamos frente a una catástrofe inédita que requería un tipo de organización social de nuevo tipo? ¿Era un “estado de excepción” que funcionaba como laboratorio de los poderes o se trataba de un nuevo tipo de ordenamiento, con tonos solidarios, para el capitalismo global? ¿Estábamos a merced de los grandes conglomerados del capitalismo cognitivo y sus terminales de la medicalización de la vida o reaparecía otra forma de la intervención estatal capaz de regular la convivencia colectiva con criterios igualitarios? ¿Saldríamos mejores o peores de estas conmociones? La filosofía no supo elaborar la pandemia con conceptos inmanentes a lo que se vivía. Se la juzgó con ideas y marcos teóricos previos a la catástrofe, en los que la producción de textos no equivalía a hacer una experiencia filosófica. Esa sutil advertencia, balance apesadumbrado y lúcido de Marcelo Percia que encontramos en las páginas del libro, tiene el sabor de un aprendizaje de mayor caladura. Porque, sumándonos a esa reflexión sin que nadie nos invite, podríamos extraer las consecuencias de lo afirmado. Nada de lo que hacemos tiene valor si no somos capaces de hundir nuestros pies en la arcilla con la que trabajamos. Pensar desde los dilemas concretos y abandonar las categorías abstractas, o al menos ponerlas en suspenso. Valido para la filosofía, para las didácticas, para la teoría y para la vida.
Las escuelas, como casi todas las dimensiones sociales, quisieron llenar el vacío de la interrupción. Se atiborraron de actividades, cursos, especializaciones y entretenimientos para exorcizar la insoportable incertidumbre que atravesamos. La escuela se atrincheró en los discursos de “continuidad pedagógica” para hacer de cuenta que la pandemia solo era un paréntesis que no requería pensar algo nuevo. Mientras leía el libro recordaba una imagen que nos convidó la filósofa brasileña Suely Rolnik, a propósito de la vida de la artista plástica Lygia Clark. Dijo Suely que no había que enojarse con el vacío, sino que había que poder habitarlo. Algo de eso se propone en las páginas del libro. Pensar qué es una experiencia cuando no estamos juntos, cuando la ritualidad de los procesos educativos cesó y los fragmentos de la pluralidad de las vidas (el pibe con el celular en el colectivo, la conexión arriba de la bici o la escena hogareña exhibida en su crudeza) se reúnen en la pantalla. El Zoom recoge los pedazos de unas vidas heterogéneas en la ciudad que en el aula quedaban suspendidos por la misma escena educativa que proponía una homogeneidad que todos sospechamos formal. La virtualidad nos lleva a interrogar qué es una presencia cuando la conectividad entre máquinas y fragmentos sintácticos, enunciados desencarnados, produce una pérdida en la percepción para leer los signos y sentir el dolor del otro. Nunca dejamos de pensar en Franco Berardi (Bifo) para elaborar los efectos de la pandemia. ¿Qué tipo de humanidad salió de ella? ¿Por qué las derechas fueron más ágiles para dar una consistencia a las vidas rotas que los progresismos, tan enamorados de sí mismos que se volvieron impotentes para tratar con lo que emergió? Son preguntas. No están explicitadas, pero se desprenden de los senderos que recorre la escritura.
Tiene razón Amador Savater cuando dice que la pedagogía de la interrupción reclama la fuerza del olvido. Para no reproducir los automatismos y experimentar la libertad de hablar de otro modo, desde otros sitios. Y me permito agregar que una perspectiva así también precisa de la fuerza del recuerdo. Pero no de un pasado tal y como este ha sido, sino de un pasado que nunca ha llegado a ser y se nos ofrece también como potencia de la interrupción de un presente cronológico, disturbando la reiteración de lo conocido. Olvidar el pasado para poder habitar y pensar lo inaudito de una situación o experimentar lo intempestivo de un pasado que nunca existió, sino como posibilidad irredenta, nos permitirá encontrar otra relación entre las cosas y las palabras que serán también interrumpidas en su continuidad para alumbrar de otra manera lo que sentimos y deseamos mientras la tierra late debajo de nuestros pies.