CONVERSACIÓN CON DIEGO SZTULWARK – GONZALIANAS (Colihue 2021)
TESTIMONIALES MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO
Septiembre de 2017
La presencia de León Rozitchner. El hecho maldito y el escritor sufriente. De Contorno a El Ojo Mocho. El obsequio de John William Cooke. La filosofía de lo imposible. Experiencias testimoniales. Hacia una filosofía de la no derrota
–Tomas Abraham dice que, en las escuelas, cuando los maestros hablan de Santiago Maldonado, hacen pedofilia intelectual.
–…
–Y Sarlo festejó eso.
–Ah… ¿Si?
–Dijo “yo no estoy de acuerdo con él, pero es una gran frase, ingeniosa”. Y se sonrió…
–Decir que es una frase ingeniosa…
EL HECHO MALDITO y EL ESCRITOR SUFRIENTE
Diego Sztulwark: No sé si empezar por cosas que vos escribiste sobre León.
Horacio González: Acudir a mi memoria es bastante frágil.
D.S.: Yo te recuerdo… Estaba pensando en dos textos muy distintos sobre la relación de León Rozitchner y el peronismo. El primero es sobre su libro Perón, entre la sangre y el tiempo. Y salió en la revista Unidos, junto a otro texto de Mario Wainfeld. El segundo es mucho más reciente y es tu ponencia en las jornadas organizadas sobre León en el Museo del Libro y de la Lengua, en la época en que dirigías la Biblioteca Nacional. Allí repasabas la obra de León y te detenías en su artículo “La izquierda sin sujeto”, en discusión con Cooke. Volvés sobre lo que implicó el pensa- miento de León sobre Perón y sacás una conclusión al final, que decís algo así como que a León Rozitchner no hay que verlo como un gorila, o como un antiperonista, hay que verlo como alguien que está en contacto con un cierto reverso sufriente del pueblo argentino”.
H.G.: Estoy de acuerdo con verlo así. Hay que tener en cuenta quién era León para nosotros, que veníamos del peronismo, en los años de Alfonsín. Ya lo conocía, aunque no personalmente. Había leído su libro Moral burguesa y revolución, que me había impresionado mucho. La revista Unidos, en la que participábamos junto a Chacho Álvarez, figura expuesta a una consideración más amplia, no podía ocultar que tenía una vinculación más directa con el mundo político. Y entonces, ¿cómo debía ser tratado allí un libro escrito por alguien tenido por antiperonista? Allí se generaba un problema. Y si bien no escribí algo favorable, creo que entre líneas se notaba que había un interés.
También había empezado a leer a Ezequiel Martínez Estrada y se me ocurrió, y no abandoné demasiado esa idea hasta hoy, que había un gesto consistente en pensar a partir de un primer sentimiento que alguien tiene, una angustia ante lo sucedido. Un sentimiento del cual trata de extraer una condena moral, bien fundamentada. En el caso de León, había una frase muy dura, que es la frase central del libro: “Perón era el jefe de los enemigos de su clase”. Frase que me interesaba por el tipo de inversión, de retruécano absolutamente condenatorio de la experiencia de los años setenta, que tratábamos de pensar desde la revista. Era el fantasma de León que recorría todo el peronismo. Decía frases inacep- tables, pero que quedaban pendientes y resonando. Porque en realidad, si uno era realmente peronista en forma literal, tenía que rechazar eso. O condenarlo. Pero como se trataba de ir pensando sobre un fenómeno con tantas manos de pintura encima, cuando se descascaraba lo que todo el mundo había puesto en ese fenómeno, aparecía León siempre. Era como un fantasma interno.
D.S.: Entonces, ¿en el peronismo de los años setenta, ochenta se leía a León?
H.G.: En Unidos, sí. La revista cumplió un cierto papel en la lectura que trascendía las fronteras del peronismo. Chacho era una persona lúcida y su interés era releer y subrayar el libro de José Luis Busaniche, Historia Argentina. Es un libro de un historiador difícil de calificar, con mucha información, gran escritura, a mi juicio casi superior a Halperín.
D.S.: Y en el pasaje de Unidos a El Ojo Mocho, ¿qué cambia para vos en la percepción del peronismo? Porque ahí Contorno empieza a jugar un papel muy explícito. Y ya está la amistad con León, con Viñas.
H.G.: Esa es una pregunta difícil de responder, porque el peronismo había formado un bloque cultural con un tejido propio que había emanado del empeño de Perón, al que se lo llamaba creador –él mismo se llamaba así– de una doctrina. Eso imponía un límite. Y al mismo tiempo era un Formidable organizador social. Porque las personas hablaban así, con frases y sentencias y lo que Perón llamaba apotegma, que eran formas de creación de comunidades lingüísticas muy fuertes en el peronismo. Personalmente me comenzó a interesar, en esa misma época, una re- vista que en conversaciones con el Chacho era un tema incluido, qué era ver que fronteras se traspasan. Porque en realidad éramos un grupo que leíamos a Roberto Arlt o a Sartre. Entonces, ¿cómo hacer para ser peronista y tener otras lecturas? Incluso hasta Sartre era interpretado en La comunidad organizada como alguien partidario de un acto llamado la náusea, que introducía toda clase de suspicacias en la vida social e impedía la transformación social. Era un individuo que sentía repulsión por el mundo y solo así podía pensarlo. Perón alude a eso al final del discurso que se le atribuye.
Entonces, enseguida salía el tema de los intelectuales peronistas de los cincuenta. De ahí que también la revista se interesó por hacer cierto balance de Scalabrini Ortiz que venía de otra formación, modernista, de los años veinte, y antes había sido un decadentista en sus cuentos. Después fue un metafísico y después un investigador del tema ferroviario. Pero hay una metafísica antiimperialista. El peronismo no tenía esa ca- tegoría. Estaba Jauretche, que ya tenía un lenguaje muy elaborado a los treinta como poeta de la gauchesca. Fermín Chávez, que era un católico que recogía el mundo facúndico de Saúl Taborda, y entonces lo remitía a una especie de vitalismo cordobés de los años cuarenta, anterior al peronismo, que nunca abandonó.
Y después están todos los personajes que conocemos ahora a través de investigaciones como las de Guillermo Korn, que tenían una formación anarquista o comunista. Todo ese espectáculo enorme de acomodamientos dentro del peronismo, que tenía su doctrina propia. Eran personas que entraban y salían de esa frontera con comodidad y que tenían problemas de todo tipo con Perón, pero tenían la certeza
–que no se abandonó hasta hoy– que, al haber algo de lo popular ahí, no había otra posibilidad que convivir con algo que encima te permitía hablar como vos creías y no recitar frases doctrinarias. Igual, nunca dejó de ser un problema eso: la cita de Perón o la palabra Perón en un discurso y el uso de los emblemas. Es decir, toda la iconografía peronista tenía un peso que estaba implícito, que era como en un bazar donde se podía elegir, según las épocas, alguna más apropiada que otra para el momento. Lo cual hasta Perón mismo hacía. De modo que Unidos se dedicó, más que nada, a tratar ese problema y lo hacía dentro de frases de Perón: “Unidos o dominados”.
Era la renovación peronista. Había una fuerte influencia de Antonio Cafiero. No una influencia directa, pero sí indirecta, a partir de la rela- ción que el Chacho tenía con el propio Cafiero, que era algo así como su persona de confianza. Me parece que había una relación filial ahí muy fuerte. Y bueno, eso son dos mundos… El mundo de León Rozitchner y el mundo de Cafiero. Una revista que intentara conciliar eso…
D.S.:¿Qué se elaboró en vos para pasar de la frase de Perón a tu in terés por Contorno?
El primer sacudón que tuve fue la lectura de Correspondencia de Perón con Cooke, que la leí apenas salieron los dos volúmenes, en los años 71 o 72, que publicó Alicia Eguren. Veníamos de la revista Envido, que luego origina Unidos. Es la misma aliteración, aunque Envido ya tenía una idea del juego nacional y de alguna picaresca, y Unidos era más severa y más política. Envido tenía también una libertad respecto al lenguaje peronista muy grande. Sobre todo José Pablo Feinmann, que proponía un lado latinoamericanista mucho más fuerte, un ideal sartreano latinoamericanista.
D.S.: ¿Qué te impacta tanto del Cooke de la correspondencia?
H.G.: Percibí la libertad con la que hablaba Cooke, de planes de operaciones y todo un sesgo militar donde, sin duda, estaba la figura de Clausewitz. Muchos de los ejemplos de Cooke a Perón eran de la Revolución Rusa, con citas de Trotski, Lenin… Y Perón le devolvía citas de Napoleón. Eso me pareció que era una de las posibles claves para interpretar el desarrollo de los acontecimientos en relación a Perón, que hacía un esfuerzo por leer cartas que no estaban dentro de su lenguaje, pero las leía y las respondía con cierto empeño, con ejemplificaciones que aludían a la historia que él más conocía, que era la historia napoleónica. Y Cooke, aunque no desconocía la de Napoleón, ponía ejemplos de la Revolución Rusa. Y me interesó muchísimo toda la discusión sobre el voto en blanco, donde Perón y Cooke estaban de acuerdo, contra lo que se llamaba la “clase media porteña”, en la que ubicaban a Scalabrini Ortiz y Jauretche. Es decir, a FORJA. En la correspondencia aparece FORJA misma como parte de la clase media. Cooke le dice a Perón “Mire, es la clase media de Buenos Aires, la clase media revisionista, rosista… ¿cómo van a querer votar en blanco? No quieren arriesgarse, son frondizistas”. ¡Todo el empeño de FORJA de aparecer como el núcleo anticolonialista, no rosista, y de todas maneras Cooke los despacha! Y Perón no responde a eso, porque además tenía también una reserva hacia la revista Qué, desde donde acusaban a Cooke de trotskista. Y Cooke varias veces le advierte a Perón “por esto que estoy diciendo no se preocupe, me van a decir trotskista”. La revista Qué estaba llena de improperios sobre Cooke. Y me impresionó la carta de Perón sobre su propia muerte. Porque el peronismo está lleno de cosas de inmortalidad, eternidad, embalsama- miento de cuerpo. El pueblo es un alma eterna… En el libro Conducción política, de Perón, está la idea de que lo que hace el conductor es preparar células minúsculas para el caso de su muerte. Tiene que dejar algo que en cada una de esas microscópicas células esté el germen que reconstruye toda la unidad. Entonces, la idea que él siempre iba a estar en el centro de la unidad no es tan así. Está escrito ya tempranamente, tomado de los maestros doctrinarios prusianos, de que el general puede fallecer en la batalla. Por lo tanto, la doctrina supone una reconstitución. Es una doctrina basada en ejemplos orgánicos. Más bien hay una biología política en Perón. Y sin embargo la carta a Cooke toma una muerte concreta. Y hay un destinatario concreto “en caso de mi fallecimiento su palabra va a ser mi palabra”. En esos momentos hay atentados concretos. Perón se salva de un atentado en Caracas. Eso le dicta la carta, que enseguida es falsificada. Y Cooke se queja “su carta anda circulando, pero cambiando mi nombre…”. Pero es el peronismo, ¿no? Ponían el nombre de otro… Y Perón siempre “no se preocupe, esto lo aclaramos enseguida”.
Después vuelve Cooke diciendo “las instrucciones que me dio la semana pasada son contradictorias con las que lleva tal y cual, le pido que aclare esto…”. Y Perón responde: “Bueno, yo no sabía, esto es parte de mi costumbre. Como usted sabe, tengo que bendecir las distintas corrientes”. Es la única vez –creo– en toda la historia del peronismo que alguien le observa, justamente, el corazón del procedimiento. Para Perón no había contradicciones, había una especie de suma que, en el nivel del padre eterno, un nivel de cierta inmortalidad, donde la contradicción no llegaba, ahí constituía el mito justamente. Pero Perón, incluso así también, le responde y dice “Bueno, disculpe, no va a suceder más”.
Eso interesaba, porque era la única vez que se había producido una fisura interna en un mecanismo que aún hoy permanece indiscutido, al menos así como fue presentado por Perón. Después, fatalmente, en la época de Unidos ya se leía a Foucault y demás, sobre todo “El orden del discurso”, que si bien no hay una condena a la idea de doctrina, es uno de los condicionamientos del discurso. Eso obligaba a personas de militancia universitaria a tener alguna consideración sobre un campo bibliográfico que de algún modo estaba reorganizando la universidad posterior a la dictadura, en la época del alfonsinismo.
De algún modo, en esa época, se puede decir que Unidos era la par- te alfonsinista del peronismo. Eso es lo que vio el Club Socialista. Y se hicieron varias reuniones. Yo asistí a una. Fue bastante tensa. El Chacho era alguien especialista en limar toda clase de tensiones. Terminó tra- bajando con el Club Socialista e hizo una opción en ese sentido, que ya preveía que si quería construir algo interesante en Argentina no podía ser un peronista de la revista Unidos, digamos. De modo que en algún momento lo encontré en el Club Socialista al Chacho, no sé si formal- mente o no. Es decir, toda la visión que tenían Portantiero, Beatriz Sarlo, Emilio de Ípola. Creo que De Ípola la tenía menos. Cuando hicimos El Ojo Mocho, el único con el que hablamos del grupo del Club Socialista fue con él, por un vínculo extraño, que era el modo en que él entraba a las ciencias sociales, no vía Gramsci sino vía Althusser. Y tenía un fuerte cuestionamiento –también– a la carrera intelectual hecha con pautas exteriores al conocimiento. Entonces, como El Ojo Mocho era eso, era la idea de cuestionar el logos establecido, ahí se produjo una vinculación muy firme con De Ípola. Que de algún modo sigue hasta hoy, más allá de las diferencias políticas.
DE CONTORNO A EL OJO MOCHO
D.S.: Te vuelvo a preguntar por tu lectura de los contornistas en el momento de El Ojo Mocho. ¿Qué ves? Hay como un descubrimiento tardío tuyo. De León básicamente.
H.G.: Sí. Ya leía a Viñas con cierto recelo. El recelo provenía de que me gustaba. Lo leía estando en Argentina, antes de ir a Brasil. Me gustaba y me incomodaba, porque yo era peronista, y veía que había temas familiares. Me gustaba su crítica al liberalismo. Y después vacilaba cuando veía que esa crítica al liberalismo tenía como contraparte la crítica al peronismo.
Pero toda su escritura, las novelas Los dueños de la tierra, Cayó sobre su rostro, todo eso lo había leído. Me gustaba mucho el modo de crítica que tenía. Es decir, siempre había una trama social que justificaba lo literario, pero nunca lo subsumía o lo anulaba en nombre de intereses sociales. Siempre había un estilo que intermediaba. Y por lo tanto me parecía la escritura de un gran esgrimista, o de un duelista. Sus enojos, el retrato de Sábato, todo eso me provocaba cierta risa, pero sabía que ahí había algo importante. Y su arbitrariedad me parecía también inte- resante. Cuando la viví personalmente, tuve que tener cierta plasticidad para enfrentarme con sus enojos o arbitrariedades.
O sea, la influencia de Viñas era muy grande. Además, la película El jefe había sido muy vista. Se decía muy claramente que era una alegoría del peronismo. Después en alguna materia la di como algo para ver y me pareció aún más compleja, porque era una alegoría del peronismo, pero también tenía fórmulas de la picaresca.
D.S.: En el momento del menemismo es donde hay una distancia mayor con el peronismo. ¿Ahí aparecen estos nuevos amigos?
H.G: Claro. Al dar clases me encontré con otra generación. Y para mí era sorprendente que no todos fueran peronistas, que algunos estu- vieran en el Partido Intransigente. Era algo portador de la extrañeza no ser peronista, cuando no había otra posibilidad en los sesenta.
Se podía ser del ERP, pero no eran muchas las posibilidades. Y el ERP venía con otra literatura que daba la impresión de que no tenía aún resuelto a qué se referían cuando hablaban del pueblo. Era –teóricamente– más cómodo estar en el peronismo, donde ya estaban resueltas formas de aglutinamiento a las que les faltaría lo que introducía el problema. Si eso que le faltaba se construía –que era una forma más radicalizada de la lucha– tenía que disputar o no con Perón el sentido de la vida popular. Eso fue otro capítulo de la discusión también. Donde Cooke y Alicia cumplen un papel.
Cumplen un papel de no animarse a decir enteramente. Nadie lo dijo con todas las palabras, que lo que Perón había forjado bajo su nombre podía ser un entorpecimiento de lo que él mismo había anuncia- do. Sí se cantó en las calles que la conducción tenía que ser compartida “conducción Montoneros y Perón”. Que tampoco se entendía bien qué quería decir eso. Perón lo entendió en forma literal: una amenaza directa contra su figura y procedió en consecuencia, dando vía libre para des- pojarse de la compañía de los que lo amenazaban.
Todo eso originaba cuestiones difíciles de resolver. Los que vivieron la militancia en ese período, incluso los que no vieron otra cosa, ese gran manchón existencial que hay en Argentina como grave herida que son los desaparecidos, no se les puede preguntar nada sobre lo que ocurrió después. En realidad, son una mirada de hielo sobre el presente, como si dijeran “¿qué pasó?, ¿cómo muchos siguieron en esto cuando estaba por resolverse esta cuestión?”, que en realidad si se resolvía de alguna manera es mostrando que no era posible superar el fantasma de Perón. Si uno ve lo que pasó hasta hoy, ¿cuántos de los sobrevivientes pasaron a ser peronistas? Ese es un fenómeno importante.
D.S.: ¿Cooke no es también la Revolución Cubana?
H.G.: Sí, claro. Por eso la sorpresa de la Revolución Cubana, que junta a Rozitchner con Cooke y con Martínez Estrada. Es un trípode irrepetible. Y Walsh, un poco posterior. Irrepetible también. Se puede agregar al comandante Segundo, Pajarito García Lupo, la agencia Prensa Latina y una figura insólita: Waldo Frank, que había fundado Sur con Victoria Ocampo.
D.S.: Y el propio Sartre…
H.G.: El propio Sartre, Huracán sobre el azúcar. Y Wright Mills, Es- cucha, yanqui. Wright Mills y Sartre era un núcleo intelectual, más la película Memorias del subdesarrollo de Gutiérrez Alea, que se inicia con una frase de León. Y David está en una mesa redonda. ¿Qué es la vida de uno? Una mesa redonda…
Quiero contar una cosa. Liliana encontró, revisando mis papeles, el folleto “Peronismo y petróleo”. Es la intervención de John William Cooke en el Congreso cuando se cancelan los acuerdos de Frondizi. Y me lo dio León. Es interesante la intervención de Cooke.
D.S.: ¿León te regaló esto?
H.G.: Cooke se lo dio en La Habana. Dice “Para Rozitchner, con todo afecto, John Cooke”. Lo había perdido y Liliana me lo volvió a encontrar. Es un lindísimo documento, uno de los pocos testimonios materiales que hay de una relación.
D.S.: León contaba de una amistad en La Habana con Cooke. Y también sentía que Cooke no se había animado a decir lo que vos dijiste y que nadie se animó, que es a preguntarse si en Perón no había un obstáculo para la influencia de la Revolución Cubana.
H.G.: Ahí es cuando León le responde en La Rosa Blindada, que no lo nombra en ningún momento –típico de León– y en “La izquierda sin sujeto” declara la imposibilidad de pensar lo que Cooke anuncia literal- mente, pero no tiene el sustento material para poder anunciar: que si se está dentro del peronismo no hay ninguna capacidad de cimentar la afirmación antiburguesa que hace Cooke para el frente cultural. Si León discutió con Cooke, nos pone a todos en una frontera muy exigente, porque Cooke a su vez discutía con Perón. En las cartas pueden verse como hay una discusión silenciosa, que se arrastra, hasta que fatal- mente tenía que terminar por lo inaceptable que era para Perón –según dicen– la fotografía de Cooke con el uniforme del Ejército Rebelde.
La foto de él es una foto de un personaje difícil de considerar un com- batiente. Un hombre más bien rechoncho, que tenía como una metralleta en la mano. Esa foto circuló bastante. Muchos dicen que fue lo que decidió a Perón a la ruptura. Algunos malévolamente. Creo que Pacho O’Donnell señaló que en esa foto se produce la ruptura, pero con Perón diciendo algo más bien despectivo, ante testigos. Eso es difícil comprobarlo.
D.S.: Y hay versiones muy diferentes. Porque García Lupo diría lo contrario, que hubo un encuentro entre Perón y el Che, organizado por Gallego Soto. Tampoco comprobable, pero él insiste y da datos, da fe- chas, en España.
En uno de sus últimos libros hace una investigación sobre Gallego Soto, que habría sido una especie de mediador y testigo de ese encuen- tro. Quiero decir que la idea de que Perón simplemente va a romper tan despectivamente con la Revolución Cubana hay que verla bien.
H.G.: Habría que ver… Porque Perón es bastante inasible. Tiene un núcleo de furia muy fuerte, y una especie de cortesía caballeresca forjada por un oficial del Ejército. Cuando hace el discurso del “5 x 1” cuenta Hernán Benítez que habían acordado la pacificación nacional. Y cuando sale del balcón Benítez le dice: “¿qué pasó?”, y Perón responde: “Perdone, padre, se me fue la mano”. Algo así, no son palabras exactas. Pero ese “se me fue la mano” evidentemente muestra que hay una furia en Perón, que también estuvo el día de la Plaza donde se retiran los Montoneros. El día anterior yo había estado en una reunión en Olivos con Perón, los Montoneros, otros más. Una reunión difícil, pero había como un acuerdo.
D.S.: Eran las juventudes peronistas.
H.G.: De todas las orientaciones, incluso partidos políticos. Había bastante gente. Y si bien hubo una discusión dura, mano a mano, con dos dirigentes montoneros importantes, Mendizábal y Añón, hubo como un acuerdo de que se hiciera el acto del 1° de Mayo en conjunto. A la reunión se llamó bajo el espíritu de una unidad de todos los grupos ju- veniles. Y si bien Perón hizo reproches del tipo: “Estamos en democracia y ustedes siguen con la lucha armada”, de todas maneras –a pesar de reproches duros– parecía que era el paternalismo de quien decía: “que no vuelva a ocurrir esto”. Y como nadie dijo lo contrario, yo ese día me fui con la idea de que efectivamente había implícitamente un acuerdo. Incluso se le pidió a Perón que no hubiera ese anteparo de vidrio. La discusión contra Perón era a favor de que se lo viera en la plenitud de su figura, no mediado por una mampara de vidrio. Era ambigua la rela- ción de Montoneros con Perón. Una reunión tumultuosa no genera un acuerdo duradero…
Lo cierto es que esa figura de Perón marcó la vida de muchas perso- nas, de distintas maneras. Y el tan anunciado momento de la superación dialéctica del peronismo, que Cooke imaginó a la luz de la Revolución Cubana, no se produjo.
D.S.: ¿Qué evaluación hacés sobre el papel del peronismo con relación a la influencia de la Revolución Cubana? ¿Lo recibió, lo tradujo, más bien lo neutralizó, lo bloqueó? ¿O ninguno de esos verbos sirve?
H.G.: Las dos cosas… Lo recibió y mucho. Cooke nunca dejó de ser un peronista, a través de su magnífica frase, una frase de envergadura, incluso creo que está en un comentario que le hizo al Che: “los comu- nistas somos los peronistas en la Argentina”.
Eso cambiaba los términos de la historia argentina, y se hacía al margen de Perón. Es decir, introducía una cuestión que era para que la estudiara León. Introducía una crisis de identificaciones. Si los peronistas se seguirían llamando así, pero encontraban su objeto en una historia comunista, y los comunistas seguían siendo portadores de un nombre que no les correspondía, entonces había un cambio en la historia argentina muy rotundo. Y ese cambio creo que muchos interpretamos que era lo que había que hacer. Llamarse peronista era ser otra cosa que lo que decía la doctrina peronista, pero el nombre era el nombre imantado. Es decir, el nombre se mantenía, prestaba su contenido real, que eran las masas populares y hacía de la historia aquello que el que llevaba el verdadero nombre del comunista no podía ser, por su propia burocratización. Es una de las grandes frases de la historia argentina, muy manoseada, muy reinterpretada.
Cooke era refinado escritor y lector. La frase del “hecho maldito” no puede sino venir de las lecturas de la tradición maldita francesa. Están los apuntes sobre el Che que dejó Cooke, un poco de testamento.
H.G.: Sí. Es de mucha originalidad. Sobre el Che se han dicho muchas cosas, pero en realidad, originales-originales, creo que Martínez Estrada, Lezama Lima y Cooke. Las tres visiones fuera del martirologio oficial.
D.S.: Por el momento en que te conocés con León o lo empezás a leer, no sé cuánta importancia le habrás dado –en ese momento o después– al hecho de que, en el libro de Freud y los límites del individualismo burgués, León le dedica unas páginas a una contraposición entre Jesús y el Che. Cristo era como una especie de refugio individual, mientras que el Che logra convertir para el pueblo cubano una manera de enfrentar obstáculos.
H.G.: Eso sí lo leí. Me parecían atrevimientos de profunda originalidad y que eran difíciles de sostener en una vida filosófica universitaria. En realidad, siempre León se midió con grandes entidades.
D.S.: Que en el año 72 León se ponga a trabajar con Freud puede no tener que ver solamente con una historia de las ideas europeas en Amé- rica Latina, sino también con la manera de continuar con El socialismo y el hombre en Cuba, el problema del hombre nuevo, de la subjetividad, que el socialismo no es solamente distribución de bienes objetivos, no es solamente un problema de justicia económica.
Y está también el problema de la alienación. Lo plantea el Che en el 65. Y en el 72 León introduce a Freud para preguntarse cómo se forma un militante y cómo entra a jugar el problema de la subjetividad en el proceso de transformación. ¿No viene ahí, en el trabajo de León sobre Freud, también un diálogo implícito con el Che, que tendría bastante significación? Porque querría decir que las preguntas que en un momen- to de alza revolucionaria se puede hacer el Che, después pueden entrar en el plano del debate intelectual con mayúsculas, como una especie de preocupación autónoma.
H.G.: No lo pensé de ese modo, pero me parece muy bueno lo que decís.
D.S.: Diferente al Anti Edipo de Deleuze y Guattari que sale en ese año, pero que están pensados para otro contexto. Acá, León estaría pensando la Revolución Cubana con libros que formalmente podrían compararse, pero habría una pregunta que viene de la Revolución Cubana y del modo que la Revolución Cubana aspiraba a no ser solamente cubana.
H.G.: Veo con mucho interés lo que decís. Creo que es una gran in- terpretación. Te tengo que preguntar yo a vos ahora: ¿cómo llegaste a esa conclusión?
D.S.: Porque el libro empieza preguntándose por cómo se forma un militante.
H.G.: Esto que observás me parece de gran interés, casi una interpretación muy definitiva sobre León…
FILOSOFÍA DE LO IMPOSIBLE
D.S.: ¿Cómo te conociste con León?
H.G.: Creo que cuando le hicimos la entrevista para El Ojo Mocho, con Eduardo [Rinesi] en su casa. Antes en la facultad habíamos tenido un cruce…
Siempre me parecía un personaje de gran calado y de difícil trato. Porque siempre estaba a la defensiva. Y como su tema era el peronismo, me daba cuenta de que peronismo, cristianismo, todas las grandes entidades que hacen a la lógica argentina, era un combate solitario que veía reproducido cada vez que imaginaba que alguien revestía esa condición.
D.S.: Me importaba mucho el tema de seguir con lo que vos habías planteado en las “Jornadas de León”5, que es menos el León Rozitchner que trae las ideas de Francia y más al que está pensando en torno a la Revolución Cubana, que fue su entusiasmo político primero y más formador.
H.G.: En realidad “La izquierda sin sujeto” no da mucha esperanza para ninguna revolución. Y creo que la carta que le escribe a Fernández Retamar vuelve a retomar eso. Y Fernández Retamar le responde con amargura, como alguien que no esperaba que llegara a esa conclusión. Es decir, lo mismo que había en “La izquierda sin sujeto”, que no puede haber una ley que prevea las revoluciones, y muchos menos si no está escrito en ningún lugar el modo de transfiguración de una conciencia, que vive en el mundo burgués.
El antideterminismo creo que lo compartíamos todos… Lo que yo no sabía bien era cómo ubicarme frente a “La izquierda sin sujeto”, que es del 66. Me parece que atraviesa toda la obra de León esa imposibilidad. Hay un obstáculo para la conciencia que se cree antiburguesa, que es cada vez que se quiere apartar de algo no sabe que arrastra consigo aquello mismo de lo que se quiere apartar. Era un entimema, algo que no se propone en términos tales que no se puede resolver, porque ni siquiera hay una dialéctica posible para resolverlo. Eso creo que lo cargó siempre León.
D.S.: En Ser judío ya le está discutiendo a los cubanos la idea de que el judío de Israel, por ser judío de Israel, no tenía transición de la izquierda, en cambio los árabes sí. Entonces, él estaba todo el tiempo preocupán- dose por qué significa la transición a la izquierda, qué significa hacerse de izquierda. Me parece que él desconfía mucho que tuviera que ver con la coherencia discursiva, pedía algo más.
H.G.: Nunca me pareció que quedara claro, que era la tensión que él retrataba la que importaba. Por eso el nido de víboras acompañaba siempre a quien quería escapar de él. Es una expresión de Sartre en La náusea, me parece. De algún modo, León pensaba esa náusea, sin esas palabras. Cómo dejar de ser burgués no es un tema que esté al alcance del burgués, pero el filósofo –que no lo es– que lo toma, la sola pregunta también te compromete con una imposibilidad, y solo te queda describirla, y esa descripción es también la fenomenología de León. La inscripción de los umbrales de ese pasaje, qué pasaría si uno finalmente logra entrar al otro lado, como del otro lado del espejo.
Eso le reprochaba Retamar me parece, cómo no logró pensar que Cuba sí había pasado del otro lado. Es una discusión de profunda actualidad esa.
D.S.: Sí. Creo que León lo pensaba. Cuba para León siempre fue un ejemplo de lo que había que hacer, o de lo que se podía hacer, lo que había que defender a pesar de todo, ¿no?
H.G.: Sí… Y al mismo tiempo no habían conseguido ese pasaje.
D.S.: Creo que es la caída de la Unión Soviética lo que lo pone a León a las puertas de La cosa y la cruz. Es decir, que finalmente el problema del cristianismo había seguido actuando incluso en las subjetividades socia- listas, que habían sido economicistas y no habían pensado la cuestión del mito.
H.G.: No lo leí a León así.
D.S.: Cada uno se construye su León…
H.G.: Me parece muy bien.
D.S.: Tengo la idea que cuando él va a recorrer Europa del Este, la Europa postsocialista, concluye que ahí no se había constituido esta sub- jetividad nueva, el hombre nuevo, lo que se prometía con el socialismo. Y que La cosa y la cruz podía ser vista como la conclusión de ese balance de lo que fue el socialismo, de lo que fue el marxismo del siglo xx.
H.G.: Sí. Evidentemente San Agustín es la figura que aparece como un gran cierre de la conciencia abierta hacia una gran transfiguración. Pero esa gran transfiguración ya en León tiene aspecto de sensualidad amorosa, a la que el comunismo no llegó nunca. Es decir, lo que tiene San Agustín de León –me parece a mí– es la no aceptación de Agustín como un escritor de gran significación en la literatura occidental. El análisis, sin embargo, me parece también de gran significación, en la medida en que corre la relación del capitalismo con la conciencia del protestantismo al siglo vi. Corre varios siglos, lo que ya todo estudiante sabía por lo menos del siglo de la Reforma, el siglo xvi. Corre diez siglos para abajo la obturación de la conciencia.
Y eso es también un antihegel, podríamos decir. La conciencia nace obturada a través de un gran escritor de la Iglesia, que me parece que ahí se insinúa la búsqueda de León en torno de una nueva forma de materialidad, ¿no? Materialidad a través de formas de maternalidad. O sea, el nuevo materialismo sería. Esto que llama materialismo ensoñado.
H.G.: Materialismo soñado. Con un cierto eco althusseriano. A pesar suyo… Es que todo lo que él dice de Althusser es de una importancia radical. Lo recuerdo bien. Toma el caso Althusser como el artículo que escribió en El Ojo Mocho. “La tragedia del althusserianismo teórico”.
H.G.: “La tragedia del althusserianismo teórico…”. Me parece que es el retrato del intelectual que aplicaría todo intelectual que no revisa en sí mismo esa coalición interna que, para revisarse, precisa salir de sí mis- mo y volver renovado a eliminar todos aquellos materiales internos que inhiben la conciencia dialéctica, la conciencia más transparente. Si eso fuera posible. Porque proponía imposibilidades. Toda la filosofía de León me parece la proposición de un imposible: un mundo sin cristianismo, solo con judaísmo porque el Edipo judío era…
D.S.: Encima un judaísmo inexistente ya, porque no es el de Israel.
H.G.: Eran los resistentes de la Masada. Y que después lo haya visto en Cristina, en su momento final, también no deja de ser una gran origina- lidad. Creo que trastoca más que Cooke la historia argentina. Es mucho más atrevido, y ese atrevimiento no le permitió entrar en ningún régimen filosófico aceptable, aun los más exigentes en cuanto a explorar límites.
EXPERIENCIAS TESTIMONIALES…
D.S.: Cuando se lo propuso a León como candidato a rector de la UBA te escuché, tanto a vos como a él, hablar de la importancia de agregarle la N de Universidad Nacional. La UNBA.
H.G.: Esa fue una idea de León. La idea de la candidatura fue de Viñas. La candidatura de León era meramente testimonial. Y como siempre me pareció que es superior lo testimonial a lo no testimonial… y creo que a León también le pareció. Porque no en vano uno se pasa toda la vida estudiando el cristianismo.
Después el apoyo que tuvo del PCR de la Facultad de Ingeniería –o de las autoridades que de algún modo tenían que ver con el PCR– le daba un tinte de realidad política universitaria que no era lo mejor. Sin embargo, de ahí salían varios votos. Era una candidatura con cuatro o cinco votos, como la de Kicillof, que curiosamente era el joven…
D.S.: En la misma elección los dos candidatos a rector. Como diría León, candidaturas un poco parecidas.
H.G.: Él tenía ideas, en esa época, del Grupo 501, ideas libertarias, ironías sobre el sistema de representación. Pero ahí no fue una ironía, ahí fue marcar el inicio de una carrera política. El otro día vino a almorzar acá. Es amigo de Liliana y yo tengo simpatía por él, pero me olvidé de preguntarle.
D.S.: Te escuché más de una vez reflexionar fuerte sobre la idea de rectorado, el discurso de Heidegger, pero también ideas tuyas sobre la universidad. Y más de una vez te imaginé rector. Ahora que dirigiste una Biblioteca Nacional podrías haber sido rector de la UBA.
H.G.: Lo de la Biblioteca fue… hechos malditos del país burgués.
El rectorado… claro, el eco del discurso de Heidegger llega hasta hoy. Es un discurso nazi con una fuerza enorme que podría tener otro discurso no nazi también, porque son consignas que atraviesan todo el movimiento estudiantil: estudio, trabajo, pero agrega servicio militar obligatorio. Y al mismo tiempo la afirmación de un saber que tiene que ser algo parecido al de su filosofía. Si deslindamos la filosofía de Heidegger de un llamado al saber, evidentemente eso tiene que hacer un rectorado. No se puede decir que sea lo que haga hoy un rectorado o un decanato, ese llamado al saber. En realidad, hace llamados a concursos, y trata de arreglarlos más o menos.
Porque el sistema infernal de la universidad es que el concurso habilita un voto hacia aquel que llama a concurso. Es el modo circular que tiene la universidad. Llamás a concurso, generás un voto, que vota al que llama a concurso. Es el nido de víboras de la universidad.
D.S.: ¿Llegaste a imaginar en aquel momento, con la candidatura de León a rector, alguna ocupación de universidad?
H.G.: No, porque hicimos varios actos en la Facultad de Ingeniería –que fue la Fundación Eva Perón– con el decano y un acto en el edificio de Las Heras, donde hablamos todos. Y la Facultad de Ingeniería tenía un tipo de oratoria basada en una ciencia poco pensada como tal también. Estaba por debajo de Varsavsky, que había pensado una ciencia inmersa en un mundo social complejo. Ahí vimos que había dos lenguajes dife- rentes sosteniendo una única candidatura.
Pero de todos modos, ahí se me ocurrió que Filosofía e Ingeniería tenían que tener una oportunidad de conjunción. Que no podía ser que dos saberes tan importantes, construir un puente y el artículo –“Puente y puerta” de Simmel– no tuvieran nada que ver.
Incluso me permito un recuerdo fresco. El otro día me invitaron a que dijera unas palabras a los ocupantes del Ministerio de Ciencia y dije eso: que no podía ser que un hecho como este, donde había doscientas personas sentadas en el suelo, que recuerda mucho a Mayo del 68, todos cuerpos jóvenes, con su cuaderno de apuntes, con su expectativa de ser científicos, no podía ser que hubiera vías tan separadas para un filólogo y un ingeniero.
Quise decir filósofo, pero leí el caso de una chica que dijo “soy filóloga, dónde puedo serlo si no en el Conicet…”. Es un tema. Macri diría “el país no precisa filólogos”. Siempre hay una tentación de decir –sobre todo en el macrismo– la pregunta: ¿esto para qué sirve? Si no hay una utilidad inmediata basada en ritos financieros. Me pareció que un Conicet, un rectorado, debe pensar un punto de confluencia. Tiene que haber algo en la filología y algo en la ingeniería.
D.S.: ¿Por qué León y Viñas no estuvieron participando de Carta Abierta?
H.G.: Viñas porque sufrió el acoso de la Revista Ñ. Acoso previsible. Fueron a dos reuniones. La pregunta de la Revista Ñ es “¿usted es K?”. Esa es la pregunta mortal. “¿Cómo?, No… si soy K, soy Kafka”, respondió algo así David. La letra k tenía un aspecto contaminante ya en aquella época. Imagínate hoy… Y encima cuando ponen ultra K. Lo contaminante no es suficiente con K y hay que llamar ultra K…
D.S.: En ese momento León sacó un par de artículos con Eduardo Grüner en Página/12 sobre la crisis del campo y la 125. Saludaban Carta Abierta y al mismo tiempo proponían algo así como que había que tener también un cuestionamiento a los límites de la situación.
H.G.: Tenían razón, por supuesto… Siempre creí que tenían razón. Yo creo que uno hace política o está en lugares políticos por pereza. Grüner y León tendrían la pereza de decir eso. Por ejemplo, el nido de víboras traza ese límite. Por pereza no damos ese salto que es como el salto del tigre de Benjamin, que León estaba tratando de insinuar. Habría que ver de qué modo lo habría dado él mismo.
Difícil decirlo… Porque es alguien que, en su modo de comportarse en las conferencias, cerrando los ojos como queriendo exorcizar lo que escuchaba… No era posible escuchar lo que él decía… No iba a escuchar nada que pudiera alojarse en alguna concavidad de lo que él decía. Todo su sistema estaba para cerrar los ojos ante lo que le fastidiaba. De todos modos, escuchaba, padecía media hora o una hora de los dos que le precedían y después se sucedía una suerte de aniquilación fenomeno- lógica de todo lo que había escuchado. Eso no hacía a su buena fama…
D.S.: No sabías si se había dormido.
H.G.: No estaba dormido. Estaba diciendo “mi cuerpo no está presente junto al cuerpo de ustedes, y lo que importa es mi cuerpo…”.
UN APELLIDO
D.S.: Quería hablar sobre algo que se banaliza y se estupidiza mucho –capaz haya que hacerlo– y que tiene que ver Alejandro Rozitchner. Cuando hicimos las jornadas en la Biblioteca vino Tomás Abraham y, de una manera bastante mala, dijo que el Rozitchner que valía la pena rescatar era Alejandro, que era el que había leído la filosofía de Deleuze y de Foucault, que se había atrevido a romper con las izquierdas y con el consenso.
Y nos pasa a todos que cuando vemos que Alejandro –con ese ape- llido– ya no solo se sienta al lado de Grondona en televisión, sino que ahora le escribe los discursos a Macri, entre la bronca, la indignación, la subestimación, decimos que es una figura un poco payasesca. Pero ahora que estamos hablando de León, me preguntaba si Alejandro no toma algunas cosas de León: la importancia de lo sensual, la dimensión del disfrute, de una no objetivación del sujeto, pero esta vez muy cínicamente y puesto al servicio del proyecto del capital.
H.G.: Sí. Incluso el rechazo a la unción religiosa y el rechazo al pero- nismo. Esos son dos elementos comunes, pero por supuesto dichos sin envergadura filosófica. Me parece que lo que Tomás Abraham llamaba la filosofía del entusiasmo no tiene –me parece– la posibilidad de convivir con todos los arabescos de León.
Es decir, la Casa de Gobierno no es un ente filosófico y Alejandro no está ahí en nombre de una experiencia filosófica. Para mí es algo incómodo. Igualmente, evito lo que suelo escuchar como reprobación inmediata porque entiendo, o trato de entender, que hay una filialidad oscura ahí presente.
D.S.: Una de las cosas que me irritan, ya no tiene que ver la cuestión del apellido, sino con esta operación continua de agarrar trazados del rock, de las contraculturas, de las filosofías de Nietzsche, de Deleuze, lo que fuera y ponerlas al servicio de una aceptación lisa y llana del orden tan brutal como la que hace. Pero en un contexto donde eso abarca decir, por ejemplo, que la desaparición de Maldonado es una especie de extravío que el gobierno está investigando. Un compromiso con la parte más brutal de este gobierno.
H.G.: En León había un peso de la historia. Creo que todo lo que hace León es una historicidad fuerte, aunque no declarada como tal. En León está la idea de que hay una historia de la humillación universal, hecha por grandes emplazamientos religiosos o emplazamientos polí- tico-religiosos. Hay una teología política en León. Y hay una angustia filosófica. Aunque, como decís vos, puede compartirse una apología de la sensualidad, en León es una forma de vida, que lo demuestra con su paternidad a los ochenta años.
Lo que hace Alejandro es poner un sujeto inmerecido para esas tesis, si realmente creyera en ellas. El sujeto empresarial, una oficina en la Casa Rosada… El ataque al progresismo que es algo que comparte con Tomás Abraham y con otras personas interesantes, incluso. Es lo más fácil que hay. El progresista es el que tiene su libreto ya configurado y su idea no problematizada del bien, por lo tanto siempre sale a la calle por el mismo tema, sea una desaparición o sea la deuda externa. Eso no se resuelve criticando al progresista del modo ritualista con el que actúa. Me parece que se resuelve generando una filosofía crítica más interesante, y con un tipo de relación con el poder, si tenés cierta cercanía, que no se confunda tan fácilmente con una apología. Porque la facilidad de esa confusión está simplemente en el hecho de que es una apología del poder.
Alejandro vino a la Biblioteca Nacional un día. En realidad, siempre tuve una relación cordial y no pienso que sea de otra manera si nos encontramos. Y trajo un montón de libros. Era su tesis de doctorado.
D.S.: Sobre Giordano Bruno.
H.G.: Sí. Eran como treinta o cuarenta libros en francés y en inglés. Y lo sentí como que venía a la Biblioteca Nacional –León venía también– a desprenderse de la filosofía universitaria. Todos sus libros están catalo- gados en la Biblioteca Nacional. Trajo una bolsa llena con los libros con los que hizo la tesis. Lo sentí como un hecho ritual…
HACIA UNA FILOSOFÍA DE LA NO DERROTA
D.S.: Hablaste de lo teológico, de León como algo teólogo, pero tam- bién dijiste historicista. En la discusión con Del Barco, más bien acusa de teólogo a Del Barco.
H.G.: Creo que son como en el cuento de Borges “Los teólogos”, Juan de Panonia y Aureliano. La crítica de León a Levinas francamente la veo muy levinasiana también. Hay un centímetro, un milímetro de diferencia. Y a Del Barco lo que le critica es por qué no lo dijo antes. El tema de León era una cierta atemporalidad que él se atribuye, haber previsto él con El nido de víboras lo que Del Barco no solo no previó, sino que estuvo ahí.
D.S.: Me llama la atención, en esas dos situaciones de León con Del Barco y con Levinas, que lo que parece estar en juego para él es la cuestión de la derrota. Es decir, no aceptar del todo la derrota. A pesar de que él es desde el comienzo, desde “La izquierda sin sujeto”, el que habría avisado que no había victoria posible. Y sin embargo tampoco aceptar la derrota. Es decir, para León, Levinas es la filosofía de la consolación para los derrotados a la salida de la posguerra y Del Barco es el que no piensa la derrota y no permite que se transforme la situación en términos de no quedar tan derrotados.
H.G.: Creo que tiene razón León. Es difícil decirlo después de eso que Del Barco llamó su grito, porque cómo discutir con un grito. Igual creo que de las participaciones que hubo, la de León fue la más profunda, porque fue a la raíz del grito, de la legitimidad del grito…
D.S.: Esta discusión sobre la derrota me parece que en la filosofía de León está muy presente y es difícil no verla. El peronismo es la derrota de la clase trabajadora sin luchar, se entrega al amor de Perón. Y el artículo “La izquierda sin sujeto” lo empieza con una cita de Marx de la Primera Internacional, diciendo algo así como “lo que nosotros les ofrecemos son cincuenta años de lucha”. Lo que el marxismo vendría a ofrecer a la clase trabajadora es un durísimo y larguísimo camino de sacrificio.
Es decir, esa idea de que hay una derrota sin pelear por el lado de un cierto economicismo peronista, que no hubo con qué resistir la dictadura militar o al menemismo, pero también la idea de las izquierdas armadas en León, que inmediatamente no habrían comprendido el problema es- tratégico de la defensiva de Clausewitz, es una especie de lucha nunca del todo dada. Pero también un no acomodamiento a la derrota.
H.G.: León tenía exigencias tales que hacen de su filosofía, una filosofía de la exigencia ética inverificable en ningún movimiento que de entrada tenga las previsiones que él reclamaba. A Perón le hace la crítica de que todo el peronismo lo volcó a la ofensiva estratégica y no a la defensiva. Esa no es una crítica muy severa. Incluso, como se mueve en los propios términos de Perón, que es Clausewitz, la verdadera crítica es que era alguien que introducía relaciones que parecían de liberación y por el contrario las volcaba a su reverso. Entonces, esa me parece que es una crítica más cercana a Martínez Estrada y más cercana a Borges, incluso. Un personaje que al representar al pueblo en realidad eliminaba la propia idea de lo popular. Siempre me pareció cercano al tipo de estructura moral de Martínez Estrada. Y con algo de Halperín también.
Pero la derrota es un término que a mí no me gusta. Porque en reali- dad, no veo derrotas. Tengo la idea de que la historia prosigue moviendo ciertas piezas inesperadamente y generando un puente inesperado. Lo que hubo fue lo que León llama el terror, pero la idea de terror es la idea de historia para él. Se vive bajo condiciones de terror. Por eso asombra- ba siempre cuando decía: “¿qué democracia?”. La democracia tiene un subsuelo, ese subsuelo es el terror que pervive ocultado. Y si es así toda la historia tendría momentos donde el terror sale a luz. Pero no se puede decir del terror que es lo que quiera ser visto. El terror inventa los signos indirectos bajo los cuales puede ser interpretado por la población, pero no quiere ser visto.
Ahora, León no decía tanto eso, como que, en la democracia, que había suprimido el terror, había un hilo interno que nos hacía pedir lo mínimo y actuar con sumo cuidado debido al terror anterior. A mí me parece que esa es una tesis extensiva a toda la idea de la historia, a San Agustín, a Perón…
D.S.: La idea del cristianismo mismo.
H.G.: O la idea del inconsciente en Freud, sería el lugar del terror, el nido del serpentario. Por eso son tan exigentes los modos críticos de León, que toma siempre a su adversario literario y lo remeda, o lo reescribe hasta llegar al golpe final. Es como una gran partida de box. Siempre va mordiendo algo. En ese sentido, es un gran escritor fenomenológico. Escucha la voz adversaria y la va reconstruyendo de modo tal de hacerla entrar en contradicción hasta mandarla al abismo. Le espera siempre el cadalso. Pero primero lo toma en serio. Toma en serio a Perón, toma en serio a San Agustín, a los que demuele.
En ese sentido, la derrota mucho no me gusta porque sería muy clau- sewiztiano pensar así. Ahí tengo un poco de duda. Por ejemplo, toda la discusión actual. ¿Por qué se acuerdan ahora de la democracia cuando eran hombres armados? ¿Hablaban de democracia, la querían, pensaban en los derechos humanos cuando atacaban a militares? Es una discusión fuerte, ¿no? Lo dice todo el macrismo para inhibir los años anteriores. Ahí hay que responder de otra manera evidentemente. No es que no hubiera la idea de derechos de humanos, no es que no hubiera la idea de democracia, no es que de repente Portantiero la descubre en México y la pone en el lugar que tapona su error anterior. Me parece que pensar la historia así es justamente el derrotado, haga o no su autocrítica, desde su pequeñez de derrotado, su conciencia ya hecha añicos, insoportable, y la recubre de una especie de lona donde se protege con los derechos humanos. Ahí me parece que habría que decir más cosas.
No me parece que el ciclo de ascenso y derrota será la única forma de comprender estos acontecimientos.
D.S.: Se podría pensar que en León la idea de derrota era siempre como de describir la situación y no querer acomodarse en ella. Se la podría pen- sar desde cómo se recobra una disposición de lucha. En el caso de León, y esto me parece muy interesante para la Argentina actual, quiere decir que se puede pensar la idea de contraviolencia sin repetir las imágenes de lucha armada de los setenta. O sea, como una contraviolencia y una actitud no derrotada, sin repetir imágenes que todos venimos y traemos asociadas a la peor de las derrotas.
H.G.: Sí… Estoy de acuerdo con lo que decís vos. Me preguntaría en qué momento una generación, que necesariamente tiene que haber pasado por distintos tipos de climas históricos, se puede reiterar la decisión de muchos jóvenes de tomar las armas. No veo que este sea un momento, que se ha cerrado el ciclo de la crítica anterior, y por lo tanto su sustitución por otras formas de resistencia. Pero no son pocos los que piensan que nuevamente se reinicia un ámbito de cerrazón histórica donde muchas personas que se reunían en la galería de Once, como hoy dice Clarín, y se destacaban por tener el cabello lacio peinado hacia los dos costados, se convierten en jefes mapuches que metonímicamente reproducen a los Montoneros, al ERP… Y de algún modo el régimen semiótico-capitalista casi siempre pide un enemigo de esa índole.
D.S.: Lo está pidiendo el gobierno eso. Por eso me parece interesante la cuestión de que no acomodarse a la derrota no es volver a ponerse el ropaje, el cliché exacto de lo que fue conocido por última vez como el terrorista aniquilado, el combatiente aniquilado, sino otra…
H.G.: Totalmente de acuerdo. Para eso, en sustitución de las armas hay que buscar –en la medida en que hay una dialéctica de las armas y el tema de las armas y las letras está tan frecuentado– sustitutos que tengan la misma fuerza retórica que tienen las armas en cuanto a la capacidad de producir muertes reales.
Pero esa es una gran tarea. La idea del rectorado de León estaba asociada a esa idea.
D.S.: Me pregunto si cuando León retoma la cuestión de lo femenino, lo materno, lo sensual –hoy vemos lo de Ni una menos– hay algún diálogo posible entre las Madres de Plaza de Mayo, ese tipo de figuras, y la creación de una imaginación que restituya la idea de contraviolencia, pero no en los términos en los que León diría eran de derecha. No la violencia de derecha tomada por la izquierda.
H.G.: Te respondería sin la menor duda que sí. No sé cuántas habrán leído a León en Ni una menos. Sé de alguien que lo ha leído y tuvo una íntima relación con él. Después Ni una menos excede cualquier tipo de relación interpersonal, pero me parece que si hay una herencia de León es ahí. Sin duda.
De todas maneras, Ni una menos es una categoría política también que atraviesa todos los mundos políticos. Eso lo hace muy interesante. Sin perder su singularidad interroga al conjunto del mundo político. Que es más o menos lo que hacía León.
D.S.: Porque el femicidio viene a ocupar el papel del terror estructu- rante de relaciones sociales, y el problema de la contraviolencia vuelve a plantearse todavía de una manera no clara, pero está en el rechazo a la situación que se genera.
Creo que en el plano filosófico el balance del socialismo llamado real que hace León y la disposición a no entregarse a una derrota, el encuentro con lo femenino –en ese punto– está en algún punto de conversación que yo no sabría precisar.
H.G.: Estoy de acuerdo. Lo que acabás de decir respecto del femicidio es muy importante. Tengo apenas la objeción de qué lenguaje usar para referir eso. Cuántas transformaciones lingüísticas son necesarias para acompañar eso. Algunas no me parecen adecuadas, en la medida que introducen una nueva antropogénesis del lenguaje, algo que ni León mismo en su construcción tan amplia hubiera llegado. Escribía con la elegancia de un filósofo de los más elegantes que hubo en Argentina.
Y después, la otra cuestión, es la idea de crimen pasional, la idea de que dado que condenaríamos cualquier crimen, al agregarle pasional estamos introduciendo un elemento en la tradición cultural de Occidente que merecería una historización mayor. Puesto que, si femicidio es terror, crimen pasional agrega un elemento de pasión que merecería un escalón más de reflexión. Eso digo porque lo leí el otro día en un artículo de Ni una menos.
D.S.: Del libro de Malvinas de León quería conversar algo. La idea de él, en ese libro, de que se puede intentar, o se intentó en Argentina, construir un sistema de coherencias que no dependiera como premisa de lo que él llamaba las masas, claramente las masas peronistas. Se podía ser coherente, o buscar una coherencia, pero consigo mismo. O a través de lo que él sentía. El debate con De Ípola y con todos…
H.G.: Lo leí en Brasil ese libro. Y ahí también me pareció muy limí- trofe lo que decía León. Porque todo el grupo que estábamos en Brasil ya teníamos esa división, que era la misma que estaba en México, que obedecía a la pregunta de si personas que uno repudia pueden hacer algo que alguien no repudie. Es una gran discusión.
Me pareció que León lo resolvía muy rápido. Ahora le presto más atención a lo que él dice, porque en general es un pensamiento de él. Que en Weber aparecía como la paradoja de las consecuencias. Uno puede querer hacer algo que sale al revés y origina un problema ético que te permitiría decir “esto no lo quise, salió de un modo inverso”.
Obviamente, eso pensado dentro de una historia provisoria del pueblo argentino. Puesto en términos más filosóficos, que León –en general– no aceptaba ese tipo de gambito de la historia, que alguien que encarnaba el mal pudiera producir un hecho que permitiera salir de ese mismo en- cajonamiento, ¿no? Y en ese sentido, hay muchos ejemplos de productos de la historia que se originan en situaciones repudiables.
Eso me pareció cuando lo leí, inmerso en el clima Malvinas. Des- pués, como todos los que pensaron eso, cambié de opinión, porque el libro es una fuerte condena a los militares, en el sentido de que nada de lo que es condenado de esta forma por mí, puede nacer un acto que me permita a mí adherirme a él. Esa es una ética de las mayores exigencias. Sería, siguiendo el razonamiento este, una ética absoluta de la convicción.
Christian Ferrer lo situaba –justamente– con Del Barco, por la carta, y con Martínez Estrada, como los tres disidentes. Tomando a León por el libro de Malvinas decía “animarse a pensar no contra el poder sino contra los amigos y las mayorías”.
H.G.: Yo también pienso eso ahora, pero no sé dónde colocarlo en mi pensamiento, porque de hecho cuando tenés que leerlo –y lo leí– no pensé eso. Ahora me parece que lo de las Malvinas es un tema de gran importancia, como el tema indigenista. Es decir, para mí no hay Argentina si no se resuelven esas cosas de un modo totalmente diferenciado de los modos con que hasta ahora se dieron, sea Campaña del Desierto, sea decisión militar sobre Malvinas.
Malvinas es una cuestión lingüística también. Se habla inglés. La cuestión mapuche es también una cuestión lingüística. Por lo tanto, territorialmente la Argentina para mí está mal. Culturalmente también. Pero también está mal territorialmente. Y desde el punto de vista del idioma que se habla, que es el idioma de la televisión, también hay que producir una reformulación, o por lo menos algo que indique que Argentina es un país multilingüístico. Como todas las soluciones eco- nómicas, financieras, comerciales, implican sacar a Benetton y darles la tierra a los mapuches, eso implicaría una guerra, otra Campaña del Desierto, si hubiera un grupo capaz de hacer eso en Argentina en contra del Estado. Y lo de las Malvinas se acerca cada vez más la idea del gobierno de reconocerlas como actor autónomo. Entonces, eso haría de la Argentina otra cosa, de las marchas que habría que cantar, de Sarmiento, conmemorar la batalla de Caseros, Mitre, Roberto Arlt, Borges, habría que pensarlo de otra manera, en la medida que el subsuelo territorial simbólico surgido en todos esos escritos y obras habría desaparecido. Este gobierno tiene esa brutalidad antihistoricista tan grande que habría que repensar todo.
Ahora, la solución no sería recuperar las Malvinas en el modo en que se lo quiso, o cantar la marcha de Malvinas, ni hacer que Benetton se llame ahora territorio mapuche. Me parece que sería replantear elementos muy constitutivos y no con un revisionismo histórico al estilo de tal prócer sí, otro no, sino revisar la historia misma. Eso no es nada diferente a lo que intentó León con el psicoanálisis y el marxismo. Revisar esta historia es algo que implica lo que intentó hacer León me parece: filosofía, psicoa- nálisis, temas político-militares, psicología social…
–¿Terminamos acá?
–Sí, terminamos acá…
–¿Qué van a hacer con todo esto?
–Tenemos para dos o tres años más…