Imagen: “Flores negras”. Marcela Giorla 2019
Traducción: Gabriel Cabello.
En 1967, Fernand Deligny se instala en Les Cévennes y crea una red de lugares de vida para niños autistas mudos. Es el comienzo de una práctica difícil de definir y planteada como al mismo tiempo clínica, artística y teórica. Se trata de crear las condiciones de una vida posible para estos casos muy graves y que habían sido, hasta ese momento, completamente marginados. En relación con ello es paradigmática la historia de un chico llamado Jean-Marie -Deligny escribe “Janmari”- que había pasado por diversas clínicas hasta recibir la última palabra de un psiquiatra de La Salpetrière: “encefalópata profundo e incurable”. Si bien Deligny ya había trabajado los decenios anteriores con todo lo que tras 1943 había sido llamado “infancia inadaptada”, Janmari y los otros autistas representan no obstante un umbral: el señalado por aquellos que estando tan gravemente enfermos no pueden ser curados, normalizados, readaptados. Que se encuentran más acá de toda humanidad.
El complejo de Les Cévennes pretende desviar esta pista de diagnóstico de las instituciones psiquiátricas y se esfuerza por fabricar, con estos niños, un nuevo medio que les resulte favorable. Para ello, prestará una atención importante al territorio y al emplazamiento de los objetos, así como a los gestos, desplazamientos y actitudes de los niños. En lugar de leer sus gestos como carentes de algo, Deligny buscará encontrar qué hay de efectivamente positivo en estos gestos y cómo multiplicarlos. Es así como el método cartográfico y el uso de la cámara devienen una constante, pues los mapas y la cámara constituyen dispositivos para la puesta en escena y la instalación de un espacio, de ese milieu, correspondiente a las necesidades de los niños y capaz de organizar su mundo. Deligny despliega, en fin, una escritura muy particular que es a la vez el lugar de reflexión y de desarrollo de estas diferentes prácticas cotidianas entorno a -y con- los niños autistas.
El primer aspecto que queremos subrayar es que la posición de Deligny es más antropológica que propiamente psiquiátrica. Desde el comienzo, no se trata de tomar las actitudes de los niños como simplemente patológicas, anormales, inadaptadas, sino como pertenecientes a otro modo de ser. En este sentido, es posible que sea este mundo, tal y como está estructurado, el que esté inadaptado a los niños -y no ellos los que están inadaptados al mundo-. Este otro modo de ser demanda un orden diferente, y es precisamente esto lo que se tratará de investigar mediante una práctica cotidiana que estructure ciertamente una clínica, pero también una reflexión sobre el lugar del sujeto hablante y del hombre.
La reflexión teórica que Deligny despliega a partir de esa experiencia se estructura en torno a un núcleo duro: la noción de lo humano. Escogiendo la palabra humano, Deligny adopta una posición teórico-política importante. Al mismo tiempo que continúa aferrándose a esta especie nuestra, se opondrá a toda suerte de pensamiento humanista -pues, según él, todo humanismo, por muy bienintencionado que sea, promulga una imagen del Hombre que traza una línea divisoria entre aquellos que son humanos y aquellos que no lo son-. Si Deligny se aferra tanto a la noción de humano, es porque se trata de otorgar un estatus positivo a seres que no parecen corresponder a ningún criterio de humanidad -seres que no son hablantes, que parecen conocer mal la relación dialógica, interpersonal y social, que no son propiamente sujetos, que están presos de movimientos autodestructivos muy poderosos-. Pero esta noción de humano debe justamente escapar a toda forma de definición esencialista que sea capaz de re-anclar a estos seres en una definición dada. En efecto, y ésta es la primera constatación de Deligny, desde que el hombre comienza a hablar y a tomar-“se” como un objeto, “se” da a sí mismo un estatus particular y aparte. Deligny subraya constantemente en sus escritos los pronombres reflexivos como marca del resurgir de un sujeto, así como este primer poder del lenguaje, que es el de siempre cortar, aislar y definir. Todo el embrollo comienza aquí: el hombre pensándo-“se” fabrica una imagen imaginada que entra en contradicción -o al menos en tensión- con la singularidad de cada cuerpo existente. Este problema de una imagen creada aparece en una serie de conceptos formulada por Deligny: imagen del bonhomme, el hombre-que-somos, ON (o HON), etc. Estos conceptos manifiestan un temor: el temor a un universalismo antropológico, a una totalización de lo humano según un esquema dado que permita decir que unos son humanos y otros no. La crítica del lenguaje, tema recurrente en los textos de Deligny, se ancla precisamente en este punto y en este uso particular: únicamente el lenguaje es capaz separar lo humano de lo no humano, imponiendo sus categorizaciones. En Les détours de l’agir ou le moindre geste, de1979, Deligny cita un extracto de una entrevista de Claude Lévi-Strauss que le va a servir como base para toda esta problematización. Según el antropólogo, tanto el colonialismo, como el fascismo, como los campos de concentración, son una prolongación natural del humanismo. Al valorizar al hombre abstracto o “medio”[ii], el humanismo practica cierto número de separaciones que ubican a lo humano fuera de campo. Tal operación comienza precisamente cuando el hombre es sacado de la naturaleza y puesto al margen de ella:
El hombre ha comenzado por trazar la frontera de sus derechos entre él mismo y las otras especies vivas, y se ha visto a continuación impelido a transportar esa frontera al seno de la especie humana, separando ciertas categorías reconocidas como las únicamente humanas de otras categorías que sufren así una degradación concebida sobre el mismo modelo que servía para discriminar entre las especies vivas humanas y las no humanas.[iii]
El objetivo de Deligny se inscribe entonces en una tradición de crítica del humanismo que ha supuesto, como dice Lévi-Strauss en la continuación de la entrevista, un fundamento abstracto según “ciertas dignidades particulares que la humanidad se atribuyera como propias”[iv]. Lo que Lévi-Strauss avanza es que sería necesario no partir de una supuesta humanidad abstracta, concebida según un esquema de categorías que son aquellas del sujeto de la enunciación -y normalmente el hombre blanco europeo “medio”-, sino respetar todas las formas de vida. Deligny vuelve sobre esta fórmula y ajusta que el plural es aquí fundamental -no la vida, sino sus formas diversas-, mientras que, en otro texto, avanzará una fórmula parecida a la del antropólogo: “Sabéis que ni separo ni excluyo lo humano propiamente dicho de lo animal”[v]. Nada debe extrañar el hecho que Lévi-Strauss se considere a lo largo de la entrevista acusado de antihumanismo, así como el que otro importante interlocutor de Deligny sea Louis Althusser, quien invocó la necesidad de un antihumanismo teórico como punto de partida para poder pensar una verdadera práctica humanista.
Es de este modo como Deligny, en un giro importante, atribuye la diversidad de las formas de vida no al Hombre, pues toda definición hecha por él mismo reenvía a su auto-consciencia -del hombre-que-somos, del ser consciente de ser– y es en consecuencia forzosamente exclusiva y excluyente, sino a lo que él llama lo humano.
Esto es lo que hace, lo que permite el lenguaje: tallar, cortar sobre esas formas, esos giros, esas ‘formalidades’ que son de la especie, que son la especie misma, que son eso sin lo cual solo encontramos aquello que por lo que el hombre se toma, se piensa, se siente y aquello que no tolera la menor alusión al hecho de que hubiera una especie humana, al hecho de que lo humano fuera un asunto de especie y no el fruto de ese largo esfuerzo de la civilización por corregir, en nombre del hombre, lo que lo humano pueda tener de terrorífico, como si la ausencia de consciencia abriese la puerta a las peores aberraciones.[vi]
La crítica de Deligny, formalizada a partir de la noción del hombre-que-somos, se inscribe en la senda de Lévi-Strauss -él mismo heredero de una tradición que se remonta a Rousseau, Montaigne y Spinoza-. Es la crítica del modelo de civilización occidental y europeo que, para proceder a su expansión, ha debido operar cortes en esas formas diversas de vida, valorizando unas en detrimento de otras, procediendo a su jerarquización, en una actividad que comienza en el momento mismo en que el hombre fue arrancado a la naturaleza. Pero por detrás de todas las justificaciones[vii] racionales y conscientes, está siempre la especie y sus formas irreductibles. Deligny va a dar un paso más en su crítica y pondrá en el centro la problemática del lenguaje mismo -o, más precisamente, del lenguaje que significa, define y cristaliza-. El hombre es el vocablo que permite decir lo que los seres pertenecientes a esta especie son y deben significar. Lo humano se convierte, en contrapartida, en eso que no se deja definir, en eso que escapa a toda significación.
Es el aspecto colonizador del Hombre y su lenguaje mortífero lo que está en el centro de la reflexión. La imagen que crea de sí mismo será impuesta y deberá ser incorporada por todo el mundo. En L’Arachnéen, Deligny constata, a partir de sus lecturas de Ivan Illich, la coincidencia hacia 1492 de dos proyectos mayores presentados a la reina Isabel: la imposición de una gramática materna, de una lengua de Estado, y el proyecto de Cristóbal Colón. Es como si no hubiera expansión posible sin una previa unificación de las bases lingüísticas que permitiera a esa empresa de expansión de una civilización desarrollarse e imponer sus términos. Cuando Deligny critica el lenguaje, es precisamente la ligazón del lenguaje a su aspecto colonizador lo que está en juego. El hombre habla para incorporar al otro a su lengua, colonizarlo, o, por retomar un término clave creado por Deligny, lo semblabiliser -es decir, volverlo parecido-. Es por ello que Deligny desplaza el término simbólico, tomado de Lévi-Strauss y Lacan, que pasa a ser no ya exactamente una estructura en el sentido habitual, sino más bien un sistema de valores, el de una civilización cuyos valores estamos destinados a asimilar. El concepto deviene sin duda equívoco. Por un lado, este simbólico guarda los rasgos de lo que está estructurado por el lenguaje -convirtiéndose esos dos términos en casi sinónimos- pero, por otro, es un sistema de códigos y valores fabricado por el hombre-que-somos y que todo el mundo debe asimilar -de ahí la dimensión de la “domesticación”-. Cuando Deligny hable de la imagen del buen hombre, este doble sentido está siendo evocado. Pues el buen hombre es eso que llegamos a delinear una vez que accedemos a la palabra -es precisamente eso que los niños autistas no alcanzan a trazar- y eso que “debemos” poder trazar para acceder a la normalidad. En otras palabras, ésta es la imagen que es necesario saber representar para poder ser considerado un sujeto normal dotado de lenguaje.
Deligny había leído el célebre texto sobre Los aparatos ideológicos del Estado de Althusser y lo discute con este último, de tal modo que tomará el concepto de ideología en muchos de sus textos para asociarlo al lenguaje mismo. Pues el lenguaje de hombre enuncia y ensalza siempre una idea-imagen destinada a ser reproducida e incorporada. La ideología es la “enfermera de las convicciones y de una cierta idea del hombre, una idea dada”[viii]; y esta “idea/imagen del hombre que nos es dada, eclipsa eso que se podría llamar lo humano, si entendemos que esta palabra designa aquello que el o los humanismos eclipsan en beneficio de las ideas que les convienen”[ix]. La noción de idea es, en fin, demasiado débil, dice Deligny, pues de lo que se trata precisamente es de una imagen que nosotros incorporamos: “se trata de una imagen incorporada, de un punto de vista que tiende naturalmente a requerir la unanimidad; […] que no es sino el motor, o cuando menos la justificación, de todos los impulsos de domesticación, ya sean estos intensos o suaves”.[x]
El Hombre reenvía así siempre a una idea-imagen (la imagen del buen hombre, del hombre que somos), a una imago mundi que condensa las convicciones de un cierto mundo, de un cierto modo de ser único, inmutable y dado, que sirve de esquema y de matriz para separar individuos y modos de ser. Es por ello que se trata de una domesticación simbólica: el individuo debe acceder necesariamente a un lugar en un sistema de valores dado para aproximarse a la media impuesta por la imagen-modelo, debe corresponder al lenguaje instituido y a una imagen-icono, lo que nos reenvía a una entidad que es introyectada, incorporada y naturalizada. “El hombre que somos tiene, como se dice, una imagen de sí mismo, si bien esta imagen no es imagen propiamente dicha, sino un conjunto de imágenes (imagerie) producto de un acto de naturalización; el hombre es icono para sí-mismo, icono incorporado”.[xi]
La reflexión teórica de Deligny adopta así un giro dialéctico que pondrá en tensión a una serie de parejas conceptuales. Está, por un lado, el Hombre, forma adquirida, total y abstracta; y por otro lado está lo humano, marcado por los giros que escapan de ella o que agrietan la imagen total. La imagen adquirida e incorporada se funda sobre un inmutable: el Hombre abstracto medio icónico. Pero lo humano, incluso si constituye una fuerza de oposición, reenvía también a un inmutable: el que Deligny llama innato, el inmutable de la especie, de la naturaleza. En sus propias palabras: “Henos entonces aquí debatiéndonos entre dos inmutables, uno proviniendo de lo específico, el otro de esta imagen de sí mismo que el hombre se ha dado, un buen número pensando que les ha sido dada”.[xii]
Deligny procede a realizar una operación que hace de lo humano una forma innata, natural y específica. No obstante, la serie innato-especie-naturaleza no integra ninguna suerte de fundamento, sino una diversidad posible. Lo humano es de naturaleza, pues forma parte de la Naturaleza, y ésta no es una unidad dada, sino sobre todo una diversidad. Todos los posibles malentendidos en torno a Deligny surgen de ahí: el elogio de lo innato, de la especie, de lo inmutable, de lo arcaico como si se tratara de fundamentos metafísicos dados. Pero es precisamente lo adquirido, al contrario, lo que tomándo-“se” como una última etapa de la evolución, que dejando todo detrás de sí, se ve arrancado al resto: se separa y enseguida ensalza su existencia como la finalidad única del hombre. La imagen actual del hombre busca una totalización y es ello por lo que, cada vez que el hombre habla de sí mismo, se trata del hombre que somos. No hay por tanto “retorno a” en Deligny, sino una serie de rodeos, de détours. En primer lugar, porque el humano mismo es ya esta diversidad de formas -en plural-, que se fabrican y se exponen través de prácticas. Después, porque está siempre atrapado en un proceso evolutivo de sedimentación. Si, desde cierto punto de vista, es lo innato lo que sería primero, sin embargo, lo innato está siempre ya dejado atrás por lo adquirido, aunque los aspectos adquiridos no borren aquellos de las primeras formas innatas. Seguidamente, para evitar toda idea de una naturaleza dada, Deligny prefiere la fórmula humano por naturaleza a la de naturaleza humana o de lo humano. Se trata de abandonar toda forma de matiz o de código abstracto que pudiera permitir aún una semblabilisation, una relación de parecido. Es precisamente contra esa semblabilisation, inseparable de la colonización, que Deligny escribe y donde se encuentra el nudo de la problemática de lo humano.
La noción de lo humano remite a la idea de un proceso de sedimentación, es decir, a una tesis que podríamos llamar paleontológica. Deligny la retoma sobre todo de sus lecturas de André Leroi-Gourhan. Según este último, podríamos definir la humanidad a partir de tres grandes criterios fundamentales: ante todo la posición vertical y, como su primera consecuencia directa, la posesión de una frente corta y de la mano libre durante la locomoción, elementos de los que podemos deducir enseguida el par que forman el útil y el lenguaje -el gesto y la palabra-. A esos tres criterios se unirán más tarde aún otros tres elementos tomados en una relación intrínseca: la relación de la técnica, el lenguaje y la estética. Es la mano libre la que permite una actividad técnica diferente de la de los simios -gracias a ella, el hombre es capaz de prolongar su actividad técnica en los órganos no-orgánicos (los útiles)-. De la misma manera, la frente corta y una dentadura sin caninos ofensivos implican igualmente la utilización de esos órganos artificiales que son los útiles. El desarrollo del cerebro y del sistema neuropsíquico no serán de hecho sino la consecuencia de estos elementos y no al contrario, como con anterioridad se pensaba: no es el desarrollo del cerebro el que ha permitido la posición vertical y la liberación de la mano, sino la adaptación locomotriz la que ha provocado la evolución del cerebro humano. Sobre el plan de la evolución, el cerebro sería entonces secundario, correlativo de la posición vertical, es ésta la que separa al hombre de los simios. La mano libre es así la que libera la palabra. Existe una correlación fundamental, una doble causalidad entre el desarrollo técnico y después aquel del lenguaje -de donde la relación fundamental entre el gesto y la palabra, o el hecho de que “útil y lenguaje están ligados neurológicamente”, de que “uno y otro son indisociables en la estructura social de la humanidad”-.[xiii]
Lo humano aparece entonces en Leroi-Gourhan como el final de un proceso de evolución biológica, y su especificidad será el desarrollo de un orden que no es ya más un orden estrictamente zoológico o que resultara liberado a partir de un marco estrictamente zoológico -hacia la etnia que se entrene en un gran progreso técnico-. A partir del momento en que el cerebro parece haber alcanzado su mayor volumen y la presencia del útil comienza a ascender, asistimos a un pasaje determinante desde una evolución cultural “dominada por los ritmos biológicos a una evolución cultura dominada por los fenómenos sociales”[xiv]. En cualquier caso, Leroi-Gourhan no cesa de explicitar “la doble pertenencia del hombre al mundo zoológico y al mundo sociológico”.[xv]
De este complejo pensamiento paleontológico, Deligny retoma ante todo la definición fundamental de lo humano a partir de la posición vertical, la posesión de una frente corta y la mano libre, y la idea de una doble pertenencia a lo zoológico/específico y a lo social/étnico. Esta idea servirá a Deligny para avanzar un postulado teórico: el de la bipolaridad o la simbiosis. En otros términos: el hombre nos reenvía hacia un polo, una gravitación, una estructura que busca siempre una cierta significación, mientras que lo humano reenvía hacia otro polo, otra gravedad o estructura donde toda significación está rota. Estos dos polos se encuentran en una tensión irresoluble y cada uno de ellos nos dirige hacia un campo particular más o menos tangible. Lo humano se ejemplifica en los niños autistas, del mismo modo que el Hombre se ejemplifica en el varón occidental europeo blanco. El uno es el “mécompté”, el que ha sido dejado fuera del marco y fuera de campo; el otro es una media, devenida icono. Incluso siendo tangibles, estos ejemplos son de algún modo abstracciones. No hay, como Deligny no deja de decirlo, el autista puro, mientras que el hombre medio es, como lo muestra Canguilhem, una ficción -Deligny dirá que es ideología-. Pero estas abstracciones nos reenvían no obstante a situaciones concretas: Janmari preso en un sistema de adaptación-inadaptación se convierte en eso que el certificado médico le atribuye, en un “encefalópata profundo incurable”. Cada uno de estos polos gravitatorios debe, en fin, ser remitido a series compuestas por funciones dependientes de leyes extremadamente diferentes. La palabra “ley” es ambigua en Deligny, tanto si es utilizada en un sentido jurídico como si es utilizada en un sentido etológico. Por una parte, él insiste en el hecho de que lo humano es eso que, por excelencia, se encuentra fuera de la ley, es decir, que aparece como no sumiso e incluso como eso mismo que no puede serle sumiso a la ley: se encuentra fuera de su ámbito, no es legislable. Pero el otro polo gravitatorio posee leyes de funcionamiento propias cuya existencia Deligny afirma y de las que, si bien no se esfuerza por inventariarlas de manera sistemática, proporciona ciertas descripciones. Es así como al esfuerzo “deconstructivista” en Deligny, a saber, el de mostrar siempre cómo lo humano hace brecha en toda convicción del hombre -y sobre todo allí donde se dice que él se define y se agota, a saber, en la palabra, la civilización, el inconsciente, el sujeto…- se suma también a un esfuerzo “constructivista”, a saber, el de encontrar las prácticas donde este humano puede tener lugar, en las que toma forma y se expone. Si estas formas, en fin, no existen puras, es porque es en su relación de tensión como deben ser comprendidas. Es en el pasaje constante de una a otra como su pensamiento teórico-práctico se despliega. Deligny avanza entonces el postulado de que “el humano es bi-polar”[xvi], y que estas dos formas de ser –ser-en-infinitivo y ser-subjetivo, o ser y Ser, ser humano y ser consciente de ser– no existen más que en simbiosis. Para captar el sentido de esta noción se va a servir de la imagen del liquen: están el alga y el hongo, pero el liquen no existe sino en la simbiosis entre estos dos seres (aunque la metáfora es limitada, pues si el alga y el hongo existen singularmente, sus modos de ser son una abstracción y no será sino en un “existente” concreto y singular que existan verdaderamente). Cohabitan en este existente particular.
En numerosas ocasiones a lo largo de sus escritos, Deligny propone la existencia de una simbiosis entre funciones binarias que vemos concurrir en sus series correspondientes. Por ejemplo: las dos memorias –específica y étnica– no existen sino en simbiosis; hay, en el cine, simbiosis de la imagen y del lenguaje[xvii]; nuestros gestos son simbiosis de actuar (forma de acción autista sin fin ni intencionalidad, agir) y de hacer (forma de acción de un sujeto consciente encaminado a culminar alguna cosa), y así seguidamente… No hay un modo sin el otro. Por retomar un ejemplo de Deligny, caminar es un movimiento humano, pero es necesario alguien que camine. El caminar, actividad humana infinitiva, no es percibido más que cuando es conjugado. O aún, si retomamos el problema en el otro sentido: cuando escribimos, estamos en proceso de significar, pero esta escritura es ya un trazar si en el cual la escritura no puede siquiera tener lugar.
Deligny subraya tanto el aspecto infranqueable que presentan estas dos polaridades como los pasajes existentes entre ambas. El aspecto infranqueable se ve reforzado por el hecho de que se trata no solamente de diferentes modos de ser, sino verdaderamente de estructuras. Y ahí reside indudablemente una particularidad del pensamiento de Deligny, que toma una posición en el debate filosófico-epistemológico quizá más importante de su tiempo, a saber, el debate del estructuralismo. Siendo Althusser, Lacan y Lévi-Strauss referencias tan importantes para él, no azaroso que la palabra estructura aparezca de modo determinante pero muy singular en su obra.
En L’agir et l’agi, Deligny se pregunta: “¿Cuál es nuestra investigación? Apuntar hacia lo que pueda constituirse como marca -una ‘estructura’ otra que aquella que sostiene el lenguaje- y que ‘permite’ el actuar de la iniciativa”[xviii]. La particularidad de la palabra estructura comienza ahí. Extrañamente, no se trata de una estructura, sino al menos de dos, a las que habrá que atribuir elementos constitutivos. “Si se trata de una ‘identidad otra’, es necesaria una palabra diferente a signo, que se refiere a la ‘estructura’ en S. Nous disons ‘marca’ (‘repère’) que evoca la ‘estructura’ en N”[xix]. La palabra estructura es muy recurrente en los textos de Deligny, pero es particularmente en L’Arachnéen donde más se esforzará por contextualizarla. La palabra interviene en efecto desde las primeras páginas del texto, cuando Deligny hace referencia a Lévi-Strauss y dice que, como el etnólogo, él busca definir una estructura: “Para lo que concierne a este humano nuestro, algunos han prestado atención a las estructuras de parentesco. Es un poco del mismo modo que yo querría escrutar qué puede ser de la estructura de la red humana”[xx]. Y, efecto, una de las formas de definir lo humano en Deligny es a partir de la afirmación de que lo humano es un modo de ser en red.[xxi] Algunas páginas más tarde, la referencia implícita será ahora a Lacan. Deligny se dice “preocupado sin duda por clarificar este modo de ser en red. Se tratará entonces no de una población legendaria como lo fueron los Cíclopes, sino de una estructura, a pesar de que esta palabra haya recientemente sufrido una apropiación, del mismo modo que la ha sufrido la palabra inconsciente”. L’Arachnéen es por tanto un esfuerzo por definir esta (otra) estructura en N que no está ni ligada al inconsciente (estructurado en tanto que lenguaje, estructura en S), ni a las estructuras del parentesco.
Deligny busca así definir lo humano a partir de una noción de estructura que no es sin embargo la avanzada por el estructuralismo. Él califica a esta estructura de arácnida, y es sobre todo la etología de Karl von Frisch lo que va a movilizar en este texto. Deligny utiliza numerosos ejemplos del reino animal, comenzando por la araña y su capacidad innata de tejer telas. Lo que le interesa es comprender un modo de funcionamiento que no sea intencional, ligado al “proyecto y pensamiento”, sino más bien maquinal[xxii], no-consciente y escapando precisamente a todo funcionamiento consciente/inconsciente, en breve un modo de funcionamiento estructural -sin que sea por ello simbólico y lingüístico-. Podemos aún pensar en lo que Konrad Lorenz avanza a propósito de esas “estructuras específicas, invariantes en el individuo y que marcan todas las sociedades humanas de ciertos rasgos comunes característicos”[xxiii]. Es sin duda en esta dirección como se constituye algo parecido a una definición de la otra estructura propuesta por Deligny.
La estructura pensada a partir de lo arácnido permite establecer ante todo que hay en lo humano una tendencia al espontáneo agruparse, y una tendencia que resurge notablemente en condiciones difíciles: es la necesidad de ubicarse en red -en Nous (structure en N). Pero este lazo que se crea entre unos y otros se encuentra en un registro infra-subjetivo que no se deja explicar simbólicamente, ni por el “reconocimiento” de unos y otros. Será posible en fin encontrar, entre las diferentes redes, elementos característicos que probarían que su “estructura es sin duda siempre la misma”[xxiv]. Entre esos elementos se encuentra sobre todo el de la resistencia, lo que la dota de un relevante tenor político. De un lado, por tanto, están las circunstancias particulares y fruto del azar que permiten la red; del otro, la red se estructura de una forma precisa y determinada. Las circunstancias son como líneas o fibras que entran en relación y forman una tela precisa. Lo arácnido no es sino un arte de líneas.
El efecto de agrupamiento podría ser aquel de organizarse en sociedad, pero si bien ésta posee una serie de elementos funcionales, para Deligny, al contrario, la red se define por situarse fuera de la función, por un para nada. Se podría ciertamente objetar que, si nos agrupamos porque queremos resistir a una situación dada, hay una contradicción y que Deligny estaría también definiendo la red de un modo utilitarista. Sin embargo, la utilidad está para él del lado del proyecto pensado, consciente, mientras que esta fuerza que empuja a resistir sería de un orden mucho más fundamental, innato, voluntad antes que ninguna otra cosa: es “lo humano dotado de manera innata por el modo de ser en red”. La red es esta misma forma de organización que surge en el seno de sociedades como manera de resistir a ellas -y antes que a ninguna otra cosa al exceso de funcionalismo y finalismo implicados en la sociedad capitalista actual-.
Lo arácnido aparece a la vez como “una época pasada, una edad, una era”[xxv], y como eso que “resurge en todos los momentos de la historia”[xxvi]. Reenvía a una forma de organización -la red-, pero también a un modo de acción -el agir– que se traduce en actos concretos: hay una escritura arácnida, al igual que hay un trazar, un tipo de gesto, etc. Se trata aún de eso que está más acá y fuera del alcance de toda voluntad. Lo arácnido, en tanto que estructura, reenvía entonces a lo que Deligny llama lo humano, a eso que está fuera y resiste a lo simbólico, es decir a una definición lingüística. Y, sin embargo, esta resistencia guarda siempre una relación con el orden simbólico, una relación a la vez de oposición y de simbiosis: “entre la red arácnida y los sujetos individualizados por el orden simbólico, hay simbiosis entre dos modos de ser, cada uno guardando intacta su naturaleza”.[xxvii]
Lo innato, la especie y lo humano por naturaleza reenvían así a otro polo, a otra estructura, que permanece incluso si el polo social, lingüístico y simbólico tiende a imponerse. Pero dejémoslo claro: todo lo que Deligny pone bajo el signo de lo innato es eso que se encuentra fuera del ámbito del nombre, de la “definición definitiva”. No porque no tuviéramos aún los modos de nombrar, ni porque esto fuera del orden de lo inefable, sino porque permanece irreductiblemente fuera y más acá del lenguaje. Es por ello que la especie no constituye un arché ni un efecto de creencia dotado de contenido, ni un objeto de saber positivo. Lo que no quiere no obstante decir que lo innato sea una noción abstracta, casi metafísica. Lo innato posee una materialidad propia que puede ser más o menos descrita -de ahí el recurso a la paleontología y a la etología- y que sobre todo toma formas. La serie humano-innato-asimbólico-aconsciente “toma formas”; puede ser “expuesta”; es la base de las prácticas. Estas prácticas son a la vez procedimientos materiales muy concretos -en el caso de la red que se hace cargo de los niños autistas: trazar un mapa, encontrar un estilo textual, inventar una forma de filmar con todo lo que esos procedimientos requieren desde el punto de vista de la organización del espacio, de puesta en forma de un material, de organización de calidades sensibles y sensoriales, de estrategia de exposición…- y de formas de poner al desnudo, de poner en cuestión imágenes cargadas de convicción: la imagen del buen hombre que sintetiza una serie de normas, códigos y valores que cada cual se ve más o menos obligado a incorporar -de un cierto tipo de cuerpo, de una forma de pensar, de sentir, de un determinado porte, de una forma de gestualidad-. Nadie incorpora nunca completamente una norma y cada ser singular la adapta según sus posibilidades.
¿Pero hasta dónde llega el límite de la adaptación? ¿Hasta dónde se impone? Es en relación con este umbral, con el límite, en el margen, que se ubica la práctica de Deligny. Hay un punto donde no nos adaptamos “tan bien”. Ahí la adaptación deviene inadaptación; este ser singular es entonces no-adaptado, pues no es conforme, ha ido demasiado lejos: ni siquiera habla, no mira al otro, no ama la proximidad.
De modo que los nuevos estratos del polo socio-étnico no arrancan al hombre de la especie. Al contrario, como dice Deligny en una formulación radical, “cada individuo es el primero, ni más ni menos humano que todos los primeros que han dado curso a esta especie”[xxviii]. Cada individuo es una singularidad radical y no puede ser reenviado a un modelo o a una matriz que lo explicará o a la cual fuera comparado para resultar así comprensible, pero no obstante guardará esta reserva específica que lo hace tan humano como todos los demás de la especie. Se trata cada vez de “remontar a la claridad del alba de la especie”, pero no como un retorno, sino exponiendo el hecho de que “esta alba está todo el tiempo ahí, siempre y ahora estamos en pleno interior, en todo momento, a pesar de este envoltorio de la mirada informado por el lenguaje y que deviene opaco y hereditario”[xxix]. El giro operado por Deligny se ancla en el hecho de que no se trata simplemente de una cuestión de tiempo lineal en el proceso evolutivo del hombre, sino de algo siempre presente gracias a una simultaneidad de estratos y niveles.
El alba de la humanidad está por tanto siempre ahí, fosilizada como ese nudo arcaico que es lo humano. O más bien en esa nuez arcaica, como lo dice Deligny: “Es por tanto de nuez arcaica que me haría falta hablar evocando lo humano […] esta nuez permanece en órbita”[xxx]. Y esta nuez reaparece en cada gesto humano, como su soporte. Es el caso, por ejemplo, de la mano que traza. Es importante para Deligny sostener una posición teórico-política en el momento mismo en que lo humano tiende a desaparecer, ya sea porque suponemos que la técnica lo ha llevado más allá de la especie, ya sea porque admitimos que ciertos seres humanos sean clasificados como inhumanos a partir de un esquema o de una matriz dados. Lo humano -y toda la serie de nociones implicadas por esta palabra- compromete por tanto a tomar posición. Y esto es claro en muchos de sus escritos: “Cuando hablo de a-consciente, no es una posición de repliegue: es un encuentro, un avance”[xxxi]. Lo aconsciente es un avance estratégico en un momento en que fetichizamos la palabra inconsciente, utilizándola por todas partes sin discriminación y como medio para establecer una imagen del Hombre cuyas consecuencias pueden ser, por ejemplo, para la clínica, muy problemáticas.
Lo humano reenvía a la nuez arcaica y ésta a una reserva virtual. Deligny ha retenido aquí sin duda una importante lección de Lévi-Strauss, que no piensa en términos de un universal dado, sino en un fondo virtual que se reencuentra en diferenciación constante a lo largo de sus actualizaciones en virtud de ciertas “elecciones” sociales. En este sentido, el espíritu y el pensamiento humanos no constituyen una cosa dada, sino una función que es variable y situacional. Es lo que el antropólogo avanza en Les structures élémentaires de parenté cuando dice que el pensamiento es siempre “situacional”[xxxii]. En este mismo libro, vemos asimismo la figura del niño como aquel que condensa virtualmente toda la humanidad: es una multiplicidad virtual que va, en virtud de selecciones exclusivas de su cultura, a desaprender para poder transformarse en un sujeto particular.
Los esquemas mentales del adulto divergen según la cultura y la época a las que cada cual pertenece; pero todos son elaborados a partir de un fondo universal, infinitamente más rico que aquel del que dispone cada sociedad particular, si bien cada niño trae consigo, al nacer, y en forma embrionaria, la suma total de las posibilidades de las cuales cada cultura, cada periodo de la historia, no hace más que escoger algunas para retenerlas y desarrollarlas. […] En relación con el pensamiento, frente al adulto, que ha escogido y que ha rechazado conforme a las exigencias del grupo, el pensamiento del niño constituye una suerte de sustrato universal, en cuyo estado las cristalizaciones no se han producido todavía, y donde la comunicación permanece aún imposible entre formas completamente solidificadas
El niño constituye por tanto una reserva común humana, una virtualidad que se actualizará de forma sin duda singular según el contexto, la situación histórica y cultural. Tal proceso igualmente es el mismo para cada lengua singular y empírica, que escoge entre los sonidos posibles existentes -y este hecho se confirma también en el niño, que es capaz, antes del aprendizaje de la lengua, de balbucear una infinidad de sonidos que va después a desaprender con el fin de entrar en su lengua materna-. La lengua, el pensamiento, las actitudes están en el niño aún en estado de “materiales brutos aptos para la construcción de sistemas heterogéneos”[xxxiii], que no pueden convertirse en funcionales más que a partir del momento en que el niño es incorporado a su cultura y donde “se produce una selección”.[xxxiv]
Deligny no ignora el descentramiento operado por el pensamiento de Lévi-Strauss, pero para él se trata de radicalizarlo al mismo tiempo que de desplazarlo. Pues si bien se ve a sí mismo como un tipo de antropólogo, su tarea tiene que ver con un grupo de personas que en nuestra sociedad son considerados como “anormales”. Siguiendo el ejemplo de la antropología, reconoce la diferencia de esta “otro”, pero a diferencia de ella Deligny separa toda suerte de definición fundamental o capaz de recaer en algún tipo de esencialismo. Radicalizando aún más una crítica de sujeto, Deligny ubica entonces sus críticas de lo simbólico y del lenguaje como el último lugar donde se podría aún anclar una definición de esta especie nuestra. Deligny va así más allá de la idea según la cual habría un “material en estado bruto”. Él prefiere más bien la de un soporte fósil, de un basamento, sobre el cual vendrían a inscribirse las diferenciaciones del hombre en sus procesos culturales: “Lo que nos pone sobre la pista del hecho de que, si bien el Ser se ha deshecho muy conscientemente de su basamento con el fin de evolucionar hacia su destino de ser subjetivo, esta operación es, felizmente para nosotros, incompleta”[xxxv]. Lévi-Strauss identifica este material en estado bruto con el niño. Deligny remite los estratos fósiles, el soubassement, a lo humain o al ser -verbo infinitivo y no la entidad Ser-.
Otro elemento nos parece también importante. Hemos señalado que la inversión de perspectiva implicada por la práctica de la red y el discurso teórico de Deligny lo inscribe en una trayectoria antropológica más que propiamente psiquiátrica. En efecto, se trata de ver el lenguaje a partir de la posición del niño mudo, es decir, de “objetivarlo” y considerarlo desde el punto de ver (point de voir) del mutismo. En otras palabras, se trata de ver cómo los niños son capaces de estructurar un modo de vida que no está estructurado por el lenguaje, sin que por ello tomemos este modo de vida como carente de perfectibilidad o como “minusválido”. Numerosos son los momentos en lo que Deligny avanza que él tiene que ver con una etnia —o sobre todo que integra una muy singular—. Es notablemente en la Singulière ethnie donde este propósito alcanza su desarrollo pleno. Si se trata de una etnia muy singular, es sobre todo porque en el modo de funcionamiento de sus individuos, la relación dialógica está como anulada – del mismo modo que las sociedades primitivas de Pierre Clastres anulan el poder (coercitivo)-. Leemos: “Podría decirse que aquí hay una etnia donde no hay un otro, pues esto es justamente lo que un niño autista no es”[xxxvi] y que “si, para el etnólogo, se trata de pasar de una etnia a otra, de intentar abandonar un poco la suya con el fin de dejarse penetrar por una etnia otra, de penetrarla a ella, he aquí que, para nosotros, no hay un otro; los niños autistas no son unos urubu o unos bororo”.[xxxvii]
Deligny insiste no obstante y a pesar de todo, tomando así una distancia considerable en relación a Lévi-Strauss, en definir la red en tanto que una suerte de etnia. Este motivo de la etnia es una estrategia ligada a la inversión de perspectiva operada por Deligny, si bien él reconoce que se trata de una etnia muy particular y singular no comparable a sociedades concretas de las llamadas primitivas. Es en efecto una etnia que en realidad no ha existido nunca, que reenvía a un momento anterior a la “selección” / el “escoger”; que constituye un material fósil, un posible de la reserva humana. Si, siguiendo la pista de Leroi-Gourhan, otra fuente importante para Deligny en lo concerniente a este debate, y más concretamente aquella del primer tomo de Le geste et la parole, Deligny busca una definición fundamental de lo humano, es para intentar escapar a las esencializaciones a partir de las cuales podríamos operar nuevas divisiones internas. Es aún en esta dirección como podemos comprender otro extracto, esta vez de Traces d’être et bâtisse d’ombre: “pero mientras que, para Lévi-Strauss, parece que es el cocinar lo que distingue al hombre del animal, yo diría que el ser del trazar sería eso que retiene al hombre como el animal que es; se trata de una pertenencia y no de una manera de distinguirse. Dicho esto, ese ser no existe sino dando un rodeo en torno al ser del hacer y del lenguaje”.[xxxviii] Siguiendo el comentario de la tradición filosófica clásica hecho por Lévi-Strauss, está el ser del hacer (homo faber) y el ser del lenguaje. El antropólogo añade a esa lista el hombre del cocinar, es decir, el ser del cocinar, y Deligny, por su parte, añade aún una nueva categoría, el ser del trazar. “El ser del hacer, el ser del lenguaje, el ser del cocinar; yo añado, por qué no, el ser del trazar, eso que nuestro modo de vida nos dispone a pensar”[xxxix]. La experiencia concreta de Deligny con los niños autistas, le revela aún un nuevo modo de ser, el ser del trazar, que abre la brecha para que incluso aparezcan otros.
Esos extractos confirman ante todo una vez más la voluntad que Deligny tuvo de integrar la problemática antropológica/etnográfica, sin por ello hablar de distinción o de diferenciación, sino más bien de pertenencia -a la especie y por consiguiente a la naturaleza-. Pues la inversión de perspectiva operada por Deligny funciona a través, entre otros elementos, de una crítica radical de la semblabilité, de la producción parecida. “Vemos por tanto que interviene el a priori de la sensibilidad, lo que borra, por una buena parte, el respeto debido al extranjero e incluso el simple reconocimiento de que un ser humano extranjero pueda existir. Considerar al otro como parecido –así- es un honor cuyo peso ha aplastado a muchas etnias vivas”[xl]. Lo que su reflexión revela es que, por un extraño giro, suponer una semblabilité, un código abstracto de lo parecido, es precisamente lo que permite la distinción y la diferenciación cualitativas, responsables de aplastar numerosas etnias e individuos: las hay que son más parecidas que otras, la que “merecen” ser integradas y asimiladas, mientras que otras pueden ser exterminadas. De este modo, cuando Deligny habla de lo humano como una reserva fósil de diversidad a la que nosotros pertenecemos, abre la posibilidad de que esta diversidad pueda ser concebida y respetada -mientras que, por el contrario, la idea de semblabilisation, por su violencia colonizadora que supone una matriz, permite la idea de una diferenciación exclusiva y excluyente-. El concepto de humano viene a establecer un campo de tensiones: irreductibilidad de la diferencia, de la extrañeza, de la alteridad singular. Alteridad singular no englobable y no categorizable según un esquema, matriz o código dados -y, por esta razón misma, perteneciendo a la especie- de modo que resulta imposible distinguirla cualitativamente de otras singularidades.
Lo simbólico, en tanto que el lugar donde se operan las definiciones, permite aún la aparición de divisiones en el seno mismo del hombre. Deligny necesita por tanto un discurso aún más radical que permita una práctica orientada a los niños autistas. Su estrategia es la de atacar los últimos espacios donde aparezca una cristalización esencial, un archè. El ser de trazar es aquel que no puede ni siquiera estar definido por lo simbólico. Es el último signo de los desaparecidos de esta etnia singular.
NOTAS
[i] Este texto ha sido publicado en Imago Crítica Nro. 6, 2017. Europa: crisis, imaginario y ruinas (https://www.anthropos-editorial.com/DETALLE/IMAGO-CRITICA,-Nº-6-IC06)
[ii] Es Adolphe Quételet quien desarrolla la idea de un “hombre medio”. Georges Canguilhem, en Le normal et le pathologique, se esfuerza por mostrar la confusión generada a partir de la reflexión del primero entre “norma” y “media” -donde la norma es pensada a partir de constantes fisiológicas y de caracteres estadísticamente medios. Deconstruye así la idea de que la norma reenviaría a una media a un “hombre medio”. La “norma no se deduce de la media, pero se traduce en la media” (Georges Canguilhem, Le normal et le pathologique, París: PUF, 2013, p. 104) -y esto en función de cómo una sociedad se organiza y normativiza los valores de la vida. Es así la relación fundamental entre el individuo (el “viviente”) y el medio (natural y social), la confrontación del primero con el segundo, lo que produce normas. La comparación entre individuos a través de una media abstracta es también muy problemática.
[iii] Claude Lévi-Strauss, “A menudo me han reprochado ser antihumanista” (Entrevista en el periódico Le Monde el 21-22 janvier 1979) apud Fernand Deligny, Œuvres, París: Édition de l’Arachnéen, 2007, Les détours de l’agir ou le moindre geste, p. 1272.
[iv] Ídem.
[v] Fernand Deligny, Ibid. Le croire et le craindre, p. 1183.
[vi] Ibid. Les détours de l’agir ou le moindre geste, p. 1274.
[vii] La cuestión de la “justificación” es interesante, es el efecto mismo de la consciencia -o de la mala consciencia. De un lado, las justificaciones son un medio de llenar un vacío: es necesario proporcionar explicaciones de por qué el hombre es superior, en qué no es como el resto de las cosas de la Naturaleza -de ahí la llamada a esquemas transcendentes y metafísicos. A continuación, en la distinción entre hombres es necesario explicar de dónde vienen estas motivaciones, evidentemente un medio de calmar la consciencia. Los primeros capítulos de O povo brasileiro son, en relación con esto, ejemplares. El antropólogo Darcy Ribeiro muestra toda la maquinaria puesta en marcha, particularmente por la Iglesia portuguesa, para justificar la empresa colonialista en América. Se trataba “en realidad” de salvar el alma de los indios, de arrancarlos a la salvajada de la antropofagia, en breve la empresa colonialista se justificaría en el fondo -o debería justificarse- por todo un proyecto “civilizador” hacia esas poblaciones sin fe, sin rey y sin ley. Cf. Darcy Ribeiro, O povo brasileiro. A formacao e o sentido do Brasil. Sao Paulo: Companhia das Letras, 1996, O enfrentamento dos mundos, pp. 42-56.
[viii] Fernand Deligny, L’homme sans conviction, p. 7. Publicado en anexo en: Cardoso Pinto Miguel, Marlon, À la marge et hors-champ: l’humain dans la pensée de Fernand Deligny, tesis de doctora- do defendida en l’Université Paris 8, febrero 2016.
[ix] Ídem.
[x] Ídem.
[xi] Les fossiles ont la vie dure, inédit (Archives de l’IMEC, DGN52), p. 33.
[xii] L’Arachnéen et autres textes, op. cit. L’humain et le surnaturel, p. 152.
[xiii] André Leroi-Gourhan, Le geste et la parole, 2 tomos, París: Albin Michel, 1964, tomo 1, p. 163.
[xiv] Ibid. p. 200.
[xv] Ibid. tomo 2, p. 10.
[xvi] Fernand Deligny, Œuvres, op. cit. Cahiers de l’immuable/ 3, p. 963.
[xvii] Œuvres, op. cit. Projet N, p. 1764.
[xviii] L’Arachnéen et autres textes, op. cit. L’agir et l’agi, p. 123.
[xix] Ibid. pp. 123-124.
[xx] Ibid. L’Arachnéen, §5, p. 14.
[xxi] Ibid. §55, p. 91.
[xxii] Ibid. §21, p. 34.
[xxiii] Konrad Lorenz, Essais sur le comportement animal et humain. Les leçons de l’évolution de la théorie du comportement, París: Éditions du Seuil, 1970, p. 305.
[xxiv] Fernand Deligny, L’Arachnéen et autres textes, op. cit. L’Arachnéen, §10, p. 20.
[xxv] Ibid. §7, p. 17.
[xxvi] Ibid. §10, p. 20.
[xxvii] Ibid. §56, p. 93.
[xxviii] Ibid. Nous et l’innocent, p. 700.
[xxix] Ibid. p. 699.
[xxx] Ibid. Lointain prochain. Les deux mémoires, op. cit. p. 71.
[xxxi] Ibid. Le croire et le craindre, p. 1.152.
[xxxii] Claude Lévi-Strauss, Les structures élémentaires de la parenté, Berlín: Mouton de Gruyter, 2002, p. 106.
[xxxiii] Ibid. p. 110.
[xxxiv] Ídem.
[xxxv] Fernand Deligny, L’Arachnéen et autres textes, op. cit. Connivence, p. 182.
[xxxvi] Œuvres, op. cit. Singulière Ethnie, p. 1.408
[xxxvii] Ibid. p. 1440.
[xxxviii] Ibid. Traces d’être et Bâtisse d’ombre, p. 1527.
[xxxix] Ídem.
[xl] Fernand Deligny, L’Arachnéen et autres textes, op. cit. La voix manquée, p. 187.
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