Antes ante el más allá superior se rezaba. Juntando las manos: gesto cuya raíz era ofrecer las muñecas aunadas para ser atado, mostrando sumisión y entrega de sí. Nosotres no rezamos tanto ya, pero nuestras manos están entregadas a lo abstracto. En el filo del milenio vimos pasar el primer “teléfono inteligente”, que fue cuando el término “teléfono” quedó corriendo en el aire, como el coyote cuando sigue corriendo sin advertir que ya no tiene piso (en aquel dibujo animado que, dicho sea de paso, se mostraba una vida veloz, indomeñable, en el correcaminos, y un cálculo técnico siempre fallido en su perseguidor). El término permaneció por costumbre, pero dejó de nombrar la especificidad de la cosa a la que estaba asignado (¿cuánto se usa como “teléfono”?). A ese artefacto se le llamaba con el nombre inglés de blackberry: igual que la bala de cañón que se imponía con grillete a esclavos y presos.
Tuvo un éxito pasajero ese aparato, quizá porque aún separaba pantalla y teclado. Sí funcionaron, después, aquellos en los que directamente acariciamos la luz del ultramundo 24/7. El acto físico -el gesto que instaura subjetividad- dejó de ser simplemente el de digitar. Apretar teclitas tenía todavía algo mecánico, sentir un clic. No: el más allá superior llegó a colonizar nuestra palma de la mano, y nuestra mirada clavada en esa palma colonizada con el umbral de lo abstracto luminoso, recién cuando el gesto de interfaz orgánico-maquínico dejó atrás la tosca dígito-pulsión en pos de este acariciar divino.
León Rozitchner describe cómo el cristianismo preparó la subjetividad occidental para el capitalismo. La subordinación del cuerpo sensible al Espíritu hizo lugar para la ulterior dominación del Número. Acaso en esa serie toque, hoy, incluir a la Pantalla y su Nube. Dimensiones donde ejerce poder algo trascendente e intangible que naturaliza que la vida se le presente al humano como un mero medio siempre inferior a lo mediato rozagante. Esferas que oprimen el cerebro de los vivos. Que presumen saber más sobre la vida que la propia vida. Como un cura, o un militar que viene a poner orden, o gerente que idem. Para ellos, lo que falla es la vida, nunca la verdad abstracta; la vida es corrompible, no la Idea, no lo Divino, ni la Cuenta, ni la Imagen (o, incluso, “el Mundo”). La vida, los cuerpos, son fallidos, les falta algo: deben.