Hay que ponerle carne a la nota, carne de la Rusia real, la santa Rusia que no cree en nada, o que cree que no cree: es Rusia a su pesar. La Rusia que se pensó a sí misma como la legítima heredera del Imperio Romano oriental, desde que al caer Constantinopla quedó como el único gran Estado cristiano en el confín europeo; la vencedora de Napoleón y de Hitler y conquistadora de Paris y Berlín; la Rusia que nombra en tercera persona tanto a Europa como a Asia, que no se siente parte de entidad mayor alguna y cuyo escudo nacional es un águila bicéfala que vigila ambos extremos de su poder, Oriente y Occidente.
Altos, blancos y fríos, los rusos son muy rusos. Son y no son el estereotipo: calzan y cumplen con el preconcepto, pero miran hacia otro lado, nadie quiere cargarse semejante historia. El alfabeto cirílico es difícil pero no imposible. Hay palabras occidentalmente universales que permiten sacar equivalencias de caracteres, comorestorán (Pectopah); pero en verdad la primera palabra que nos devela algo del cirílco es McDonalds: la cantidad de sucursales es impactante, tanto en San Petesburgo como en Moscú. “No, mucho no voy. Solo un par de veces por semana”, nos dice Mike: moscovita de treinta y seis años, hombre moderno y próspero con “muchos trabajos”, entre los que cuenta “productor de cine y comerciales” y “representante de bandas musicales”. Con su novia Nadia, arquitecta de 30 años, vive en un amplio y confortable departamento que, desde el piso 20, domina -como se dice- la ciudad.
Mike y Nadia llevan a dos argentinos a conocer el VDNKH o “All Russia exhibition centre”: un mega parque que solía ser la gran feria de exposición de los logros económicos y sociales de las repúblicas socialistas soviéticas unidas, con majestuosos pabellones para cada rama de la vida económica (el agro, la minería, la industria, también el deporte, la exploración cósmica), y otros igualmente grandiosos para cada país miembro de la antigua Unión. Hoy todo esto es una feria de paseo con entretenimientos familiares, y dentro de los pabellones hay mercados de chucherías, flores, productos de ferretería ocurrentes, de antigüedades baratas. Mike y Nadia, como toda la gente, caminan despacito entre los vendedores de manzanas acarameladas y los promotores de vaya a saber qué disfrazados de pies a cabeza para ganar la batalla por la atención infantil. La disposición se parece a las ferias de pueblo que muestran las películas yanquis situadas en la década del 50, solo que enmarcada entre estos soberanos edificios que encarnan el más ambicioso orgullo del socialismo real. “Arquitectura imperial, ¡me encanta!”, sonríe Nadia sobre estas construcciones estalinistas, con la simpatía tierna común hacia lo vintage, y con algo que suele verse en jóvenes rusos, una suerte de orgullo no asumido por hitos de su pasado nacional.
Muestran tímidamente un interés, los rusos jóvenes, en desmentir la imagen que ellos tienen de la imagen que “el mundo” tiene de ellos.
Todos se ríen de que los argentinos, entre las cinco o seis palabras rusas que saben, la primera sea tovarich.
Uliana trabaja como vendedora en una gran factoría de vodka. Viaja por el país para gestionar ventas al por mayor. Viaja por ejemplo a pueblos en la costa del Océano Ártico. Ahí los habitantes trabajan todos en la explotación gasífera y “cobran entre seis y quince mil dólares por mes, y cuando no trabajan lo único que hacen es tomar vodka y fumar trafca”.
Rusia posee las mayores reservas mundiales de gas, las segundas mayores de carbón y las octavas de petróleo, según Wikipedia. Acaba de firmar con China el mayor contrato petrolero de la historia: lo abastecerá de 365 millones de toneladas de oro negro durante 25 años a cambio de 270 mil millones de dólares –más de medio pbi argentino. Aunque las cifras varían con las fuentes informativas, lo cierto es que habrá un adelanto de sesenta mil millones de dólares, y que el gigante oriental superará a Alemania (por lejos) como el principal comprador de crudo ruso.
Propulsada por la extracción y venta de recursos naturales energéticos, la economía rusa lleva catorce años de auge.
“En el 98 aquí hubo no crisis: hubo hambruna. No teníamos pan -recuerda Uliana-. Sobrevivimos gracias a la papa”. En el 98 el pbi ruso se había reducido a la mitad de sus índices del 91. “Por eso yo creo que Putin, que maneja el país desde el 2000, va a gobernar hasta el 2024. No es bueno, y acá nadie simpatiza con nadie, pero es lo mejor que hoy puede pasar”, piensa Uliana.
En este país con bajísima natalidad (es realmente difícil ver embarazadas en la calle), cuando Uliana tuvo su segunda hija empezó a cobrar mensualmente quinientos dólares en efectivo provistos por el Estado; cuando tuvo la tercera, la ayuda aumentó: el Estado se hizo cargo de pagar la mitad de la compra de una vivienda, un cómodo departamento de cinco ambientes, mucho mejor mantenido que el viejo edificio que lo contiene. Ella está buscando trabajo; no le falta, pero quiere uno mejor. Confía en que seguro va a encontrar.
Racionalidad mercantil para un mundo de altos negocios cuidado por un Estado que hace caja con la explotación de recursos naturales y organiza cierto asistencialismo o condiciones elementales de la sobrevida poblacional: Rusia, tan lejos y tan cerca.
“Si tenes un problema de salud, ¿hay un sistema público que te cuida?”, oye Slava que le preguntan dos a los que envidia por su fútbol, y se pone serio al borde del escándalo: “Of course!”.
Resulta que no solo Slava sino los tres anfitriones son graduados universitarios; Mike de producción de cine y de “Encriptamiento informático” (¡Mother Russia!) y Uliana de Letras y Filosofía. La pregunta sobre si sus universidades son públicas no la entienden. “Que si a tus profesores les pagaba el sueldo el Estado…” “¡Yes, of course!”. Rusia tiene más alta tasa poblacional de graduados universitarios que cualquier país europeo.
Un grupo de chicos y chicas de veintidós, veintitrés años; estudian “lenguas extranjeras” y hablan perfecto ingles. Perfil cultural a la moda global, desprecian todo lo que sea vieja Rusia. La chicas fanas en chiste de Natalia Oreiro, furor como estrella televisiva; los chicos fanas de Messi “pero Maradona fue mejor”. Guían a los argentinos por algunas cuadras en Moscú, todo muy simpático, y en la despedida dicen “¡qué bueno poder charlar con extranjeros que no sean negros!”.
“¿Qué?”
“Sí, extranjeros que no sean negros. ¡Estamos cansados de los negros! Están por todas partes”.
“No vimos negros. ¿Hay negros en Moscú?”, pero los argentinos entendían que se hablaba de los trabajadores inmigrantes de las repúblicas ex soviéticas de nombres terminados en tán.
“No, bueno, no son negros-negros, pero son negros, ¿cómo les explico? ¿No los vieron? Viajás en subte y son todos negro, negro, negro. Los odiamos. En cualquier momento va a haber más de ellos que de nosotros. Vienen acá y tienen sus hijos…”
Slava y Uliana coinciden con ese desprecio. La Madre Rusia se quiere blanca y no se avergüenza de decirlo. Los que barren las veredas, los que arreglan el asfalto, los que se ensucian trabajando, son miles y miles de extranjeros caucásicos, que aquí reciben puestos de trabajo, xenofobia y racismo. Rusia, tan lejos y tan cerca…
“Acá no existe la oposición”, dice Uliana y se rِíe. “El Gobierno la compra”. En las elecciones del año pasado, Putin fue electo Presidente con más del sesenta y tres por ciento de los votos. Segundo salió el candidato del PC, con el diecisiete por ciento. “Es el partido de los viejos. Los viejos votan a los comunistas porque añoran el orden”, se repite como respuesta. Las publicidades callejeras de promoción del Pravda, el periódico del PC, son patéticamente conmovedoras: una familia feliz desde el niño hasta el abuelo, la perfecta imagen de familia pequeño burguesa, y un dibujo de un joven exactamente igual a Lenin pero joven y vestido de metrosexual con elPravda bajo el brazo.