De los nombres, del nombrar // Agustín Jeronimo Valle

1- Cada tanto se repara en el hecho de que nuestro nombre, que nos identifica y distingue, no lo elegimos nosotros. Si alguien nombra nuestro nombre no podemos ignorarlo -si nombra nuestro nombre nos nombra, porque se supone que somos nuestros nombres. Pero no decidimos nosotros cómo nos llamamos, es decir que, como decisión, nuestro nombre no es nuestro. 

Nuestro nombre es marca de la potestad ajena que nos nombró. Pero después, durante la vida, una vez que no está solo la decisión de otrxs, sino también la presencia nuestra en el mundo, vamos recibiendo -adoptando- otros nombres, o sobre-nombres. Si va arriba, el sobre-nombre, quizá sea porque es superior al nombre. ¿Correcciones, mutaciones? Conviven, nuestros nombres. Y el nombre-nombre (el de la Ley y de los padres, de los padres solicitados por la Ley), quizá pasa a ser uno entre varios nombres que, todos, nos nombran. 

Cada trescientos sesenta y cinco días, hay uno en que se nos festeja como individuos. Cada ciclo solar tiene un día del calendario marcado con nuestro nombre. Esa marca tiene un ritual, cantar una canción, el feliz cumpleaños. La canción es siempre igual, todos la sabemos, repetimos lo mismo, el canto es idéntico salvo cuando hay que decir lo específico, nombrar a quien cumple años, identificarlo como singular en la identidad común del ritual. Allí, en ese momento, cuando hay que nombrar a quien cumple años, el canto idéntico se desgrana en un amontonamiento de nombres y sobre nombres distintos, en simultáneo. Allí no hay consenso unánime sobre cómo nombrar a quien cumple; de quién es el día. Algunos nombres hacen más fuerza, otros más tenues; algunos se imponen; algunos a veces arrastran al resto… A veces se espera para ver si alguien marca cuál será el nombre dominante, y en la canción se hace un pequeño hiato, una pausita antes de nombrar, como el pateador de penales que suspende el pie en el aire un microsegundo esperando ver a dónde va el arquero. 

Quizá ese montón, esa indecidible yuxtaposición de nombres distintos de “la misma” persona, sea lo que mejor nos nombre. Una prueba de que somos muchxs; de que nadie es uno. Porque los distintos nombres que nos nombran no nombran al mismo sujeto, no nombran exactamente a la misma persona. Vistos desde cada nombre, somos otrx. Cada nombre es uno de nuestros modos de ser. 

¿Podemos hacer la lista de cómo somos nombrados y nombradas? Y, acaso, un paso más: pensar quién somos, cómo somos vistxs en cada distinta forma de nombrarnos. 

 

2- Por otra parte, es un gran acto de poder, nombrar. No por nada la Iglesia se arrogaba el poder de bautizar; luego su poder bautizante quedó superado por la identificación dada por la institucionalidad disciplinaria; y ahora… Como sea, nombrar es un acto de poder, pero, acaso, también de potencia (poder como poder-sobre otra cosa, y potencia como poder-hacer cosas). Andar dándole nombres a las cosas es, en buena medida, ponerle otros nombres; poner nombres -a cosas, a personas- implica depreciar el o los nombres que tenían. 

Una cultura fuerte tiene gran ejercicio nominalizador. Para nosotros, esto se llama así. Y cuanto más específicas son las cosas nombradas, más crece el mundo nuestro: más cosas merecen la distinción de un nombre. Más entes, existentes, hay. Más pliegues de nuestro mundo. Verbigracia, la comida de un pueblo (cosa que se ve mucho en México, por ejemplo). Tiene mayor entidad una cosa con nombre propio que una variación de otra cosa. Una ensalada: ¿se la nombra enumerando sus ingredientes, o le damos nombre a cada diversa combinación? Porque además de “renombrar”, dar nombres puede aumentar la cosidad -o bueno, perdón, la entidad- de nuestro mundo. 

Pensar y escribir (y el y nombra aquí a una conjunción de dos momentos de un proceso) quizá sea actividad de nombrar el mundo. En los nombres dados de las cosas nos arrolla lo dado, el estado de las cosas -el statu quo-. Vivir sin nombrar es vivir a pura adaptación, a pura obediencia. Pensar y escribir -más allá, más acá de toda imagen de “autor” o incluso de “obra”- es un modo de ejercer el íntimo trabajo poético de traducción de las cosas, de su sentido. Qué es esto para mí, siendo ese “mí” un sujeto que puede ser colectivo (¿no se nombran de otro modo las cosas por ejemplo a partir de una revuelta como la chilena, no pasan a ser efectivamente otras, es decir a tener otros efectos?). Es más, hay que ver si alguna vez un sujeto no es un punto de vista -punto perceptivo y expresivo- de factura rigurosamente colectiva, a veces con y otras sin conciencia de sí. Escribir como resistencia a que el mundo sea potestad ajena sin más. No hay zona de lo real con la que no podríamos hacer el ejercicio de ver cómo la nombramos, cómo la contamos.  Nombrar las cosas, sí, pero nombrar también el ritmo, la temporalidad de las cosas, nombrar su tono, su timbre; porque, acaso, sobre todo nombramos con el espacio que está entre las palabras. 

 

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