Por Diego Valeriano
Bily bajó del 86 en Liniers, la peregrinación oficial estaba por comenzar y buscó un lugar para ponerse a trabajar. No podía creer la cantidad de gente que había, toda la calle era un río de creyentes que se alborotaba por estar cerca de la virgen más grande. Nunca había estado en un lugar con tanta gente y tenía miedo de perderse.
Caminó hasta encontrar un lugar sobre la Rivadavia después de la General Paz , sin dejar de mirar asombrado a toda esa gente que pasaba cantando, riendo y rezando. Se puso a armar su paño con fotos de la Virgen , de Francisco y pins con imágenes de la Basílica. El humo de los choripanes era el olor de fondo de la fe de todos los que encaraban para Luján. A su lado una peruana se ponía a vender remeras con la imagen de la virgen y más allá su hermana -o hija, o pariente- se ponía a vender banderas.
Sobre su espacio -o lo que el creía que era su espacio-, se metió un tipo con una heladerita repleta de latas de cerveza. Bily lo miró entre asombrado y enojado, pero el gordo intruso tenía una cara de bueno que lo pudo y le dijo de muy buena manera que había lugar “para los dos”.
Con su paño listo se dispuso a trabajar. Dispuso también su cuerpo: sus piernas, su voz, su mirada, su atención, su estado de ánimo. Miró al gordo, miro a la peruana, observó un poco más allá y vio cómo los del puesto de chori no paraban de vender.
A los 5 minutos de laburar ya había vendido trece fotos de Francisco a diez mangos y el gordo se había tomado dos cervezas. Otros habían querido meterse en su espacio y el gordo les aclaró, elevando el tono de su elevada voz, que ese era el lugar de ellos dos.
A la media hora de laburo, dos pibes con camiseta de Velez vinieron a cobrarles a todos por estar ahí. Bily ya había visto que el viejito que vendía soquetes les había dado 100 pesos y que habían sacado a un pibito de su misma edad que vendía agua natural. Él no podía darles esa plata, ni ninguna plata. Tenía miedo de que lo echen o, peor, de que le peguen y le saquen la guita.
Por lo de la peruana apenas pasaron, ella algo les dijo que hizo que ni se detengan. Cuando llegaron a su puesto y le pidieron 200 mangos se le estrujo el bolsillo. Doscientos mangos era lo que a él le quedaba después de darle al viejo, pensó que ni en pedo le daba esa plata y que si se tenía que parar de mano prefería que le peguen e irse a poner la guita.
El gordo saltó en su auxilio. Le dio una cerveza a cada uno y les explicó que el pibito estaba trabajando porque la mamá estaba internada y que a él no lo jodan porque era amigo de Cepillo y que paraba en la parrillita de Néstor con todos los demás. Los pibes se retiraron y el gordo abriendo otra cerveza le guiño un ojo.
Las peruanas, el viejito, los del chori y todos los que estaban a la orilla de Rivadavia no paraban de vender lo que sea. Hasta al gordo, que estaba más preocupado por escabiar que por vender, le sacaban las cervezas de la mano. Bily hizo cuentas y estaba más que satisfecho, había ganado bastante en poco tiempo. Podía volver al barrio mucho más temprano e iba a pasar por lo de Joel a jugar a la Play.
Le quedaban cinco pins, pero decidió que el día había terminado. Cuando doblaba su paño para retirarse sintió la pezada mano del gordo sobre su hombro: “¿Sabés por qué te fue bien?” le dijo apenas modulando: “Porque yo te cuide”. Y, acto seguido, le exigió 500 mangos.
¿500 mangos?, pensó Bily indignado mientras intentaba zafarse de la garra enorme del gordo. ¿Éste está loco? Miró a su alrededor, todos seguían en la suya. Gritó, pero entre la música, los rezos y las risas su súplica quedó apagada. El gordo debería pesar 100 kilos más que él y le llevaría unos 30 años pero a eso Bily qué podía importarle: tenía que zafarse como sea. Le ofreció 100 y el gordo, con media sonrisa, más amenazante que borracho, movió la cabeza de derecha a izquierda varias veces. Miró para todos lados en busca de ayuda… pero nada, solo pasaba gente mirando Luján.