De espalda // Pedro Yagüe (capítulo de Engendros II)

Durante las últimas dos décadas, el profesional de la literatura se convirtió en el horizonte deseable para una generación que, nacida bajo el signo del terror, había comprendido que, en vez de vivir, era mejor tener una vida. Premios, talleres con renombre, traducciones francesas, reseñas inglesas, un lugarcito en las solicitadas nacionales, cargos docentes y administrativos, prestigio: esta es la larga sombra que pesa sobre nosotros, sobre nuestras fantasías, sobre el camino a recorrer.

César Aira escribió alguna vez que el profesional de la literatura solo pudo funcionar como promesa en el proceso de constituirse; cuando cristalizó, ya fue hora de buscar otra cosa. Hoy pareciera ser momento de empezar de nuevo, de escaparle al camino propuesto por la imaginación cultural y su pedagogía. Desertar de ciertas formas de moverse, de escribir y discutir. Evitar tanto la moral de época como a su némesis caricatural. Lo contrario de la corrección política nunca fue la incorrección, sino la indiferencia con respecto a las voces autorizadas y su tribunal.

El profesional de la literatura —al igual que sucede con los médicos, abogados o ingenieros— desempeña una función y obtiene una remuneración económica por el cumplimiento correcto de una tarea. Y como en Argentina la infraestructura es precaria y el presupuesto bajo, las regalías no alcanzan: se vuelve necesario monetizar el prestigio de la manera que sea. Cuando la poesía, el ensayo o la narrativa quedan en manos de profesionales, el mercado se presenta como el verdadero límite para las reglas que se asumen en el trabajo sobre la lengua. La exploración literaria incorpora entonces criterios como “lo publicable”, “lo que conviene”. Y el juego se empobrece bastante. Pasa en el arte como en el sexo: hay más placer, riesgo y verdad en el amateur que en el profesional.

Las intervenciones de los profesionales de la literatura al interior de su propio campo tienden hacia lo inexistente. Y esto es algo que llama la atención. Sobre todo si tenemos en cuenta lo entrenados que están en el deporte de las solicitadas, entrevistas y artículos, cuando estos, por supuesto, no atentan contra las ventas ni contra su prestigio en el mundo editorial. Progresistas en la política nacional, conservadores en la literaria.

Es que el riesgo se verifica en las consecuencias. Si una intervención pública tiene como efecto la confirmación de un mercado o la comprobación de aquello que ya era sabido por el lector, entonces uno podría pensar que, lejos de haber riesgo, solo hay simulación. Simulación de la política, de la controversia. Este es el modo en que los profesionales suelen construir su discurso público: a partir del reinado de lo mismo, de la exaltación de lo ya pensado, de la escritura convertida en commodity identitaria.

Alguien, con razón, podría preguntarse: ¿qué sentido tiene hablar de esto? ¿No hay en estas afirmaciones un denuncialismo cómodo que se complace desde la exterioridad? Mi respuesta: no hablo de otros, sino de mí. De mis alertas y temores, de ciertos peligros que, sospecho, no son solo míos. Por eso escribo. Para entender esta desconfianza. Para marcarme la cancha. Porque después de sostener ciertas ideas de manera pública, hay cosas que uno ya no puede hacer. O al menos no gratuitamente, sin una autocrítica profunda. Todo discurso, por lo que dice y calla, arma su propia ética mientras se elabora.

Porque el asunto no es —la mayor parte de las veces— en qué institución o en qué editorial. De lo que se trata es de identificar funcionamientos. Efectos que el tridente mercado, redes sociales y moral tiene sobre nosotros. Sobre nuestra relación con el lenguaje. La palabra busca estar a la altura de la necesidad, busca escaparle al sistema de lealtades, a la monetización del prestigio, a la construcción desesperada de un yo-marca (que es también un yo-merca).

¿Cómo negar que alguna vez le hice llegar mis libros a Martín Kohan, es decir, a una voz autorizada que, eventualmente, pudiera señalarme con el dedo? Ni siquiera me interesaba lo poco que había leído de él. Solo buscaba que su voz dijera la mía. Tener su bendición. No hay por qué negar estas miserias. Ellas son, en buena medida, el material sobre el que trabajo. Toda escritura, como alguna vez advirtió Marcelo Cohen, tiene sentido si uno la convierte en una forma de denunciarse a uno mismo.

¿Por qué de nuevo Engendros? Durante estos últimos años, nuevas experiencias de lectura me pusieron en otro lugar. Fueron libros que movilizaron algo, que produjeron un efecto en mí. Una interrupción, una posibilidad. Verdaderos amores, de esos que, al menos para el recuerdo, nunca tienen fecha de vencimiento. Textos que me ofrecieron un ánimo con el que escapar, con el que ser otro. Cada uno hizo lo suyo en su momento. Insisto: verdaderos amores. Engendros, entonces, como un intento de devolverle al que lee aquello que, alguna vez, la escritura de otros me dio.

El pasado siempre está ahí, disponible para quien lo necesite. Y de la evocación también surgen las ganas, una memoria de quienes desafiaron su época inventando una relación con el lenguaje, una estrategia existencial. Saer, Fox, Benesdra, Cohen, González. Un punto de vista. Pero además del pasado, también está el presente y las complicidades que él ofrece. Valeriano, Abadi, Dárgelos, Scolnik, Cañete. El pasado y el presente, cuando no se encuentran atrofiados por su tiempo, permiten elaborar coordenadas desde las que sostener una conversación, una escritura, unas ganas de seguir. Nuestro ánimo no puede depender de un algoritmo, de una noticia, mucho menos del mercado profesionalizado de las consagraciones. Escribir, escribir, escribir. Para proteger el estado de ánimo. Para no quedarnos sin aliento.

 

* Capítulo del libro Engendros II, publicado por Cordero Editor.

 

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