Anarquía Coronada

Darío Santillán: ¿cuadro o estampita? // Mariano Pacheco

El vínculo entre herencia e invención siempre suele ser complicado. ¿Cuándo una herencia pasa a oprimir como una pesadilla el cerebro de los vivos? ¿Cuándo una invención queda desconectada de un legado que puede enriquecerla y problematizarla… o tensionarla?

 

La insistencia inquebrantable de familiares, amistades y militancias en torno a las figuras de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán han habilitado un ejercicio de memoria casi sin precedentes en la historia argentina de posdictadura. La lucha jurídica se entremezcló con la pelea política y la batalla cultural. El cambio de nombre de la Estación Avellaneda, las intervenciones artísticas de todo aquel espacio y las actividades de cada 25 y 26 de junio desde 2002 a hoy (e incluso con menor intensidad los 26 de cada mes) dan cuenta de ese ejercicio. También los escraches a Eduardo Duhalde y Felipe Solá, presidente interino de la Nación y gobernador de la provincia de Buenos Aires cuando se llevó adelante la Masacre de Avellaneda. Proceso de visibilización del caso que, de algún modo, encontró su complemento en una estrategia jurídica determinada, que permitió que los responsables materiales de los crímenes -el Comisario Alfredo Fanchiotti y el Cabo Alejandro Acosta- fueran juzgados, condenados y encarcelados. Incluso la cultura popular de sesgo religioso supo entremezclarse con la cultura militante de izquierda, dando frutos como San Darío del Anden.

 

Bien, hasta aquí la potencia que dio un fenómeno que puede sintetizarse en esa última imagen en la estación: un jovensísimo Darío Santillán tomando el pulso de un también muy joven Maximiliano Kosteki con una mano mientras que con la otra mano intenta frenar el avance policial que terminó con la vida de ambos. Imagen que, junto con la consigna “Multiplicar su ejemplo, continuar su lucha”, supo ser línea de intervención militante en los años inmediatamente posteriores al hecho. Pero una década y media no es poco tiempo, y demasiadas cosas han pasado en la Argentina durante los últimos quince años.

Este 16 aniversario de la represión en Puente Pueyrredón nos encuentra a muchos con la inquietud de hasta qué punto las figuras de Kosteki y Santillán no se han “billikenisado” (como dice el amigo Lea Ross). Es decir, hasta qué punto no hemos transformado a Darío y Maxi en una estampita más del paisaje mental y sentimental de una izquierda que no es capaz de expresar nuevos modos de intervención política radical. La melancolía de izquierda hace que la izquierda se sienta más a gusto en su marginalidad y en su fracaso que en su esperanza, escribe Mark Fisher en Los fantasmas de mi vida. Y agrega: esta izquierda hace una virtud de su incapacidad de actuar.

 

Se sabe: Maxi era un pibe con inclinaciones artísticas y una fuerte sensibilidad social. Situación que en el contexto del “verano caliente” de 2002 lo llevó a vincularse con el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de la localidad de Guernica. No tenía experiencia militante previa y esto no quita la valentía y el arrojo con el que enfrentó la represión del Estado aquel 26 de junio de 2002, pero lo coloca en lugar diferente, en un devenir biográfico distinto al de Darío.

Apoderarse de un recuerdo tal como éste vislumbra en un instante de peligro

Darío Santillán fue parte de la generación de jóvenes que, cursando el colegio secundario en la escuela pública, enfrentó los embates neoliberales que en el sector se expresaron a través de la Ley Federal de Educación (junto con la Ley Superior para el ámbito universitario). Cierta sensibilidad frente a la situación de los pueblos indígenas o las poblaciones afectadas por las inundaciones le llegó por vía del rock (más específicamente por el heavy metal y la figura de Ricardo Iorio) y una solidaridad mamada desde chico a través del oficio y los modos de entender la fe de sus padres.

 

Le siguieron las imágenes de Ernesto Guevara, el Sub Comandante Insurgente Marcos, María Claudia Flacone y las pibas y pibes secuestrados por el terrorismo de Estado en la denominada “Noche de los lápices” de septiembre de 1976. Lo que sigue es la incorporación de Darío a una organización política, la lectura de libros, las reuniones de discusión, el desarrollo de una ética guevarista que se tuvo que medir con la época.

 

¿Qué implicaba no bajar las banderas de la perspectiva de transformación revolucionaria después de la derrota de los años 70 y la caída del muro de Berlín?

 

Darío fue parte de una experiencia que intentó inventar nuevos modos de intervenir en la realidad, pero leyendo lo más agudamente que podía las distintas coyunturas que iba atravesando, lo que sucedía en otros rincones de la patria y del mundo, en una fuerte relación con la historia del país y de otros procesos revolucionarios acontecidos décadas atrás.

Que Darío fuera vocero del movimiento piquetero desde un corte de ruta o se encontrara al frente de una toma de tierras en la zona sur del conurbano no fue obra del azar. Tuvo que ver con una militancia constante, perseverante, realizada en base a una definición política tomada colectivamente a partir de determinadas lecturas. Lecturas, insisto, “lo más aguda posibles”, ya que entonces los medios eran escasos. ¿Cómo se formó Darío Santillán? Viendo películas en VHS; leyendo algunos libros (la mayoría de las veces prestados); discutiendo en rondas entre mate y mate; pateando las calles del conurbano; leyendo algunos pocos periódicos y revistas: Resumen Latinaomericano, el semanario Hoy (del PCR, entonces único periódico de izquierda que podía comprarse en un puesto de diarios), el Le Monde Diplomatique… Muy de vez en cuando algún texto que alguien imprimía de internet y circulaba de mano en mano. Y no mucho más.

 

Darío -como gran parte de la militancia que confluyó en la corriente autónoma del movimiento piquetero- pertenecía a esa clase media baja que durante el menemismo se fue al tacho, cuando no a familias laburantes (sus padres, de hecho, eran enfermeros, oficio que su padre Alberto continúa ejerciendo hasta el día de hoy en el ámbito de la salud pública). El proceso de inserción en determinados territorios para desarrollar el trabajo político implicó un desplazamiento (geográfico-social), pero no tuvo nada que ver con la “proletarización” del tipo “estudiante universitario a la clase obrera”, sino un movimiento que implicaba una definición política (trabajar con determinado sector social en determinadas zonas) y la única emancipación familiar posible (con trabajos hiper-precarizados nadie podía pensar en alquilarse una casa, ni siquiera una pieza en una pensión).

 

¿Por qué fue tan fructífera la militancia en el seno de los Movimientos de Trabajadores Desocupados? Entre otras cosas, porque allí confluyeron propuestas de resolución de necesidades elementales con rechazo a los modos de hacer política (que entonces estaban atravesando una fuerte crisis); estrategia militante con escucha de las voces populares, apertura a lo que pudiera suceder una vez realizado el proceso de reunión de las personas en torno a una propuesta inicial muy general. Esto más la lectura de las distintas coyunturas, insisto.

 

En mi libro De Cutral Có a Puente Pueyrredón cito de manera extensa el folleto Estrella Federal, que a inicios del año 2000 publicamos desde el núcleo militante que integrábamos con Darío, en un grupo tan reducido que nunca llegó a la media docena. Pero que tuvo un mérito, entiendo: el de contribuir a desarrollar un proceso de resistencia popular que pudiera generar las condiciones para avanzar en proyectos de construcción de poder popular que cambiaran la sociedad. Entendimos entonces aquella máxima planteada por Sun Tzu en El arte de la guerra. A saber: que aquellos que no tengan un plan a largo plazo serían capturados por el enemigo.

 

La lectura sobre las tendencias que abrían las puebladas de los años 1996 y 1997 en cuanto a nuevos modos de organización y metodologías de lucha, así como la visualización de los sectores sociales y las reivindicaciones específicas que podían motorizar un proceso de resistencia popular, fue fundamental, tanto como la apertura a los necesarios escenarios de reinvención. Fueron años de una intensa formación política sobre el terreno mismo de las luchas sociales.

 

Poder leer la posibilidad de trasladar los cortes de ruta desde el fenómeno puebladas en determinadas provincias a piquetes protagonizados por organizaciones de base en el conurbano bonaerense fue central, así como la necesidad de pasar de los cortes en rutas cercanos a los territorios donde se organizaban los movimientos a bloqueos de puentes y vías de acceso a la Capital Federal.

Hoy, cuando el marchismo se presenta como horizonte máximo y último de la lucha popular, cabe preguntarnos si más que banderas con el rostro de Darío Santillán (o junto con ellas, más bien) no deberíamos pensar un poco más en rescatar cierto saber estratégico gestado en aquellos años. Uno, fundamental: salirse del lugar de comodidad de lo existente, incluso de los modos de organización y los métodos de lucha popular existentes en un determinado momento histórico.

 

Si algo funcionó durante los años 2000, 2001, 2002 fue la creatividad para probar distintos caminos, que podríamos enumerar en una serie de ejemplos: si la olla popular no funciona, tomar edificios públicos; cuando sabes que la Policía ya te espera en un determinado camino, desplazar los cortes de ruta hacia los puentes; cuando tu lucha no tiene efectividad porque si no sale en ningún medio de comunicación el poder político no responde a tus reclamos, organizar la difusión puntual de cada batalla; cuando el comunicado de prensa conspira contra la efectividad del efecto sorpresa para piquetear, primero realizar el corte, y luego difundirlo; cuando las amenazas de represión sobre los intentos de bloquear accesos comienzan a hacerse sentir con la fuerza de la realidad material y no solo de la amenaza discursiva, organizar la autodefensa necesaria para resistir; siempre desde una política de masas y no desde un foquismo petardista en lo discursivo pero ineficaz en la práctica.

Sólo entendiendo este saber estratégico elaborado desde las luchas concretas y las lecturas de las distintas situaciones puede entenderse la potencia de las experiencias gestadas en aquellos años. Sólo así puede entenderse esa singularidad llamada Darío Santillán: un pibe de 20 años, sin más estudios que los cursados en un colegio secundario en lo más profundo del Conurbano, que podía hablar ante funcionarios del poder político, empleados de las empresas periodísticas, vecinas y vecinos de los barrios más pobres y militantes con estrategias similares o diferentes. Conversar o discutir sobre experiencias revolucionarias del pasado, sobre otras luchas contemporáneas o sobre el camino a recorrer por las propias experiencias gestadas al calor de cada batalla cotidiana.

 

Por supuesto, esta escritura -como todo discurso, como todo pensamiento- no queda exenta del mito. Y tal como recordaba Michel Foucault, toda escritura está situada en un lado específico del campo de batalla que atraviesa la sociedad. Por eso asumimos que toda crítica es una autocrítica y que toda escritura debe asumir su lugar en el combate. Escribe Foucault: debemos ser eruditos de las batallas. Debemos serlo justamente porque la guerra no ha concluido, porque todavía se están preparando las batallas decisivas, porque la misma batalla decisiva debemos ganarla. Eso significa que los enemigos que tenemos ante nosotros continúan amenazándonos, y que podremos alcanzar el término de la guerra, no a través de una reconciliación o una pacificación sino sólo con la condición de resultar efectivamente vencedores.

 

Para vencer necesitamos de miradas estratégicas, no sólo de luchas y procesos de organización. Para vencer necesitamos cuadros. Como Darío, el activista social, el luchador popular que se estaba formando como cuadro revolucionario integral.

 

Tal vez este sea nuestro mito. El de un Darío que nos ayude a formar la nueva oficialidad para encontrar las estrategias necesarias para el cambio social.

 

La luna con gatillo 

1 Comment

  1. […] Lejos de la mirada miserabilista, que vio en esas expresiones simples movimientos sociales que demandaban al Estado la resolución de necesidades insatisfechas (como trabajo y alimentación, entre otras), las organizaciones populares autónomas de base (como preferían denominarse algunas militancias entonces) buscaron recomponer el tejido popular fuertemente dañado por el terror estatal (1974-1985) y la nueva ofensiva neoliberal (1989); recuperar la vocación revolucionaria del ciclo anterior de luchas (1945-1975) y formar cuadros que pudieran asumir las tareas correspondientes a los nuevos desafíos. Algo de todo esto he intentado trabajar en un breve texto anterior, titulado “Darío Santillán: ¿cuadro o estampita?”.  […]

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