Dar a ver, dar que pensar: contra el dominio de lo automático // Amador Fernández-Savater

Nos pasamos el día mirando, pero ¿somos capaces de  ver algo? ¿Qué relación hay entre ver y pensar? ¿Y en qué sentido la percepción es un problema político?

El escritor Albert Camus dijo: “pensar es aprender de nuevo a ver y a poner atención”. Es una frase sorprendente porque el pensamiento no se vincula al saber, al conocer, al análisis o a la verdad, sino a la  transformación de la percepción y la atención.

Aprender: ir más allá de lo sabido.  De nuevo a ver: recrear nuestra mirada sobre algo, verlo distinto.  Y a poner atención: atender otro plano de realidad, otro tipo de señales.

Voy a aterrizar esta imagen de pensamiento, como  recreación de la mirada y la atención, en dos ejemplos que tengo al alcance de la mano. Y animo a cada cual a imaginar los suyos.

Renombrar la realidad

El primero es un  artículo breve que me envió hace poco mi amiga Amarela Varela para publicar en eldiario.es. Amarela es profesora en Ciudad de México y lleva mucho tiempo implicada -con la palabra y el cuerpo- en los movimientos y las luchas de los migrantes. El artículo habla sobre la caravana de migrantes en su mayoría hondureños que estos días atraviesa México hacia Estados Unidos acaparando la visibilidad mediática global.

Amarela explica que la migración centroamericana masiva no es ninguna novedad en México. Lo novedoso es cómo se ha organizado ahora: tras una larga historia de detenciones, deportaciones y masacres, los migrantes se han puesto a  caminar juntos, autónomamente, sin coyotes de por medio, con una voz pública y propia, acompañados de organizaciones de derechos humanos y medios de comunicación.

El artículo es una llamada a  ver la politicidad de este gesto de autonomía. A dejar de mirar a los migrantes solamente como víctimas de la fatalidad o personas manipuladas por algún complot de los poderosos. A poner atención y escuchar su voz, lo que ellos mismos dicen de su situación y de su experiencia.

En esta nueva politicidad no encontraremos seguramente algunos de los elementos clásicos (programa o consignas anticapitalistas, etc.), pero sí una desobediencia practicada con el cuerpo al régimen de fronteras y una interpelación positiva a la solidaridad del pueblo mexicano, que está respondiendo con gestos de hospitalidad radical muy esperanzadores.

El artículo de Amarela acaba diciendo: “no es caravana de migrantes, sino éxodo de desplazados, pero sobre todo es un nuevo movimiento social que camina por una vida vivible”.

¿Cuál es la fuerza del artículo? Consiste a mi juicio en su capacidad de  renombrar la realidad. Al renombrar la realidad, vemos algo distinto y nuestra atención se activa. Creo que ese gesto de desplazamiento explica el impacto que ha tenido el texto en tantos lectores.

Puedo hablar de ello en primera persona: yo seguía lo que pasaba con la caravana de migrantes por las imágenes de la tele, pero nada de lo que se decía o mostraba rompió en ningún momento la barrera de los estereotipos que anestesiaba mi percepción: “ay, pobres”. Miraba, pero no  veía nada. Nada singular, nada que me afectase.

Pero de pronto  hay algo que ver. De pronto  se abre algo que ver.

Vista así, como nos propone Amarela, podemos advertir otras cosas en la caravana. No sólo víctimas empujadas por la desgracia o manipuladas por los políticos, sino también capacidad política, inteligencia, autonomía. Y podemos escuchar también un llamamiento: a inventar gestos de solidaridad, pero no ya con la desgracia que les ha tocado a los otros, sino con una  lucha que nos concierne.

Una imagen aleja y enfría: “es la desgracia ajena”, “no hay que fiarse de los otros porque están manipulados”. Mientras que la otra acerca e invita: “aquí hay una potencia, hay algo que desconoces”, “pon atención y vuelve a mirar”.

Algo que por lo demás  no está claro. Porque el artículo no cambia una etiqueta por otra, afirmando por ejemplo: “no son víctimas, sino otro movimiento social”. Ese “nuevo movimiento social” que es la caravana no es obvio, no es evidente, no es un movimiento social clásico. El texto nos propone acercarnos a ver y pensar algo que aún no ha sido visto y pensado.

Vamos a llamar “imagen fecunda” a esa imagen que nos da algo a ver. A la imagen que nos conmueve y afecta. A la imagen que recrea nuestra mirada y nos da que pensar. A la imagen abierta e inacabada que requiere de nosotros un movimiento.

No hay nada que ver: los estereotipos

Estas imágenes pueden provenir de los más diversos lugares, del cine o del ensayo, de la fotografía o de la poesía, del teatro o de la literatura, pueden fabricarse con materiales muy distintos (palabra, color, gesto, movimiento), etc.

El problema no es por tanto que vivamos en medio de una inflación de imágenes, sino de una inflación de imágenes saturadas y saturadoras: los  estereotipos.

El estereotipo es un sentido empaquetado. ¿Qué dice, qué hace? “Aquí no hay nada que ver”. Es decir: no hay nada que no hayamos visto ya. El mundo está ya-visto, ya-sentido, ya-pensado.

El estereotipo es una respuesta automática. El resultado de aplicar sobre la realidad un  código: mediático, político, ideológico, etc. De ese modo ya no vemos o pensamos, sino que simplemente  reconocemos. No vemos o pensamos, sino que sólo  recordamos lo que está en el código.

Los códigos no siempre son conscientes, pero funcionan a través nuestro:  somos vistos, pensados y actuados por ellos. Se despliegan automáticamente allí donde no hay un trabajo de elaboración propia. Somos, durante la mayor parte del tiempo, estaciones repetidoras de estereotipos. Nos creemos muy singulares, pero estamos hechos en serie.

¿Qué es lo que vemos si presuponemos la realidad desde un código? Solamente ilustraciones de nuestro relato previo,  metáforas de nuestra explicación del mundo,  reflejos serviles del código aplicado. Una y otra vez lo mismo: nunca objetos singulares o acontecimientos, siempre casos de una serie.  Otra desgracia más, otra manipulación más, otro movimiento social más…

La mirada desde el código  siempre ve lo que quiere ver. La realidad se aplana, se simplifica, se reduce: descartamos como ruido todo lo que no encaja en el código, que es precisamente todo lo que  podría darnos que pensar. Las sombras, las contradicciones, las impurezas, la confusión de lo real.

Según el filósofo, la dignidad de cualquier cosa -desde un ser vivo hasta un acontecimiento- consiste en ser tratada como un fin y no como un medio. La mirada codificada es sin embargo una  mirada instrumentalizadora: no ve nada más que piezas y medios de fines. Nada tiene valor o potencia en sí mismo, la potencia de  dar lugar a nuevas miradas, ideas o acciones.

Nos indignamos cuando vemos cómo tratan los códigos ajenos la dignidad de las cosas que conocemos y amamos. Porque las fuerzan hasta hacerlas encajar en los moldes previos y las violentan hasta hacerlas decir lo que se quiere que digan. Pero muy raramente revisamos críticamente los códigos propios.

El estereotipo anestesia nuestra percepción, pero no de un modo frío y desapasionado. Al revés:  casi nada nos produce más goce e inflamación que repetir estereotipos. Los replicamos como si estuviésemos afirmando lo más íntimo, lo más profundo y lo más auténtico de nuestro ser. Nos emocionan, nos enardecen, nos llevan hasta las lágrimas. Hay una verdadera pasión de la repetición, de la confirmación, de la mímesis, de la adhesión. Es el goce del reconocimiento y de la identidad.

Por último, el estereotipo  busca el poder: reproducirse, difundirse, convencer, vencer,  ocupar todo el espacio de atención. Es un poder de saturación, de asimilación, de normalización. Quiere más de sí mismo, eliminar todo lo otro. Que no quede nada por ver, que no quede nada que pensar.

Pensar a partir de detalles

Un segundo ejemplo, esta vez una historia personal. A los pocos días de que el 15M emergiese en las plazas de toda España, sentí el deseo de escribir sobre lo que estábamos viviendo. Se suele escribir para compartir lo que has llegado a entender, pero en este caso se trataba de escribir para entender,  escribir precisamente porque no entiendes.

¿Y cómo escribir sobre lo que no entiendes? En conversaciones al respecto con amigos en Sol, uno de ellos me cita una frase del historiador griego Heródoto sobre su método: “anoto todo lo que no entiendo”. Empiezo entonces a registrar detalles de la plaza que llaman mi atención y me dan que pensar: micropercepciones, sensaciones, preguntas, notas de conversaciones, tal escena, tal consigna, tal pintada, balbuceos de interpretación o reflexión al hilo de lo que pasa, tal intervención en asamblea, un grito, una vibración, un tono afectivo…

Compongo así un “cuaderno de detalles” que voy publicando por entregas (hasta nueve) en mi blog del diario  Público con el nombre de  “Apuntes de acampadasol”.

Ver es lo más difícil, porque primero hay que  parar el mundo. Eso le dice el brujo Don Juan a su aprendiz Carlos Castaneda en aquella serie de libros míticos de los años 60-70. ¿Qué significa parar el mundo? Detener la descripción que le da forma día tras día, la descripción que compartimos y construye una percepción del mundo consensual y normalizada. Detener los automatismos.

En mi caso, parar el mundo significó también  parar las teorías filosófico-políticas entre las que vivo -por vocación y profesión- y que se desplegaron enseguida para dar explicación a lo que pasaba. Porque cualquier cosa puede convertirse en código y no dejarnos  ver, también una teoría muy sofisticada que nació para dar cuenta de la complejidad social. Aplicarla sobre la realidad puede ser una manera como cualquier otra de  presuponer lo que pasa con esquemas previos y no escuchar. Entonces, en lugar de ver la plaza del 15M o lo que sea, vemos el código de Jacques Rancière, de Toni Negri o de Ernesto Laclau. Y la materialidad de las cosas vivas se disuelve en espectrales abstracciones.

Poner un poco entre paréntesis las teorías y pensar a partir de detalles: esa fue mi particular manera de  parar el mundo para  ver. Un modo de entrar en contacto, dejarse tocar y afectar por lo que pasaba,

Mientras que aplicar un código cualquiera es un modo de  desmaterializar la realidad, el detalle es por el contrario un  golpe de color, de voz, de afecto o de intensidad. Y digo golpe porque no lo elegimos exactamente nosotros: es el detalle lo que llama nuestra atención, no nuestra atención la que descubre el detalle. Nos exige una atención que no es de caza y captura, sino más bien  atención flotante.

El detalle no lo podemos  reconocer o  recordar. No es ilustración, metáfora o reflejo de un código previo. Es lo que está por ver y por pensar. No es la conclusión de algo, sino una apertura, un comienzo de viaje. No tiene ya sentido:  es lo que abre la vía de creación de sentido.

El detalle es siempre singular: nunca el caso de una serie, sino siempre  tal, así, este, esta, aquí, ahora.

Y una singularidad un tanto opaca o misteriosa. Es lo que no encaja, nos hace preguntas, nos pone problemas, nos incomoda, nos mueve del sitio. Por esa razón, los que quieren elevar la “claridad” y la “comunicabilidad” a regla general de la expresión o la creación, en realidad no quieren ver o pensar nada: sólo lo ya visto y pensado es claro y transparente, “inmediatamente comunicable”.

El detalle pasa por el cuerpo, pero de manera distinta al goce del estereotipo. No nos confirma  frente a la realidad, sino que nos pone en relación con ella. Nos conmueve: nos saca de nuestras casillas y nos abre a lo otro. Nos espabila, nos abre los ojos, activa nuestra curiosidad, nos conecta y enreda con el mundo. No es el goce de la estabilidad, sino el placer de una cierta  desestabilización.

Por último, el detalle  no quiere el poder: un detalle no se opone a otros y puede haber tantos detalles como viajes de pensamiento. El detalle no satura lo visible, sino que lo abre. No pretende decir lo que hay que pensar, sino  dar que pensar.

Intensificar un sabor

Toda una tradición venerable de pensamiento recela radicalmente de los detalles. Platón decía: “para pensar hay que arrancarse los ojos”. Lo sensible lleva a error: vemos una cosa, pero la verdad está en otra parte. Hay que sospechar de  lo que pasa y perseguir lo eterno, fijo e inmutable. Los detalles sólo son apariencias o síntomas de lo que es esencial y verdadero. Se trata de  abstraerlos, ver el mundo con el ojo de la mente.

Siguiendo esa tradición, en nuestras academias y universidades se obliga hoy a los estudiantes que hacen un trabajo a elaborar en primer lugar un “marco teórico”. Primero, fabricarse unas lentes. Luego, aplicarlas sobre tal o cual objeto de pensamiento. En realidad, lo que se enseña así es  a desconfiar de lo que se ve. De lo que uno puede ver por sí mismo, de los detalles que a uno le afectan y que pueden activar el pensamiento.

Dos consecuencias nefastas de este procedimiento. En primer lugar, el estudiante queda así inseguro y fragilizado: nunca el marco teórico será lo suficientemente sólido, siempre faltarán referencias y lecturas. En la idea del saber como acumulación siempre estaremos en déficit, en falta. En segundo lugar, el estudiante se convierte en  repetidor: sólo ve lo que el marco teórico (un autor o una combinación de autores) le deja ver. No se autoriza a ver por sí mismo, a convertirse él mismo en autor.

Pensar es fugarse de esta cárcel. Autorizarse a pensar a partir de los detalles que nos afectan, como el único modo de producir algo distinto y propio.

El detalle no es lo pequeño, lo aislado, lo que encuentra su sentido en otra parte (la parte de un todo), sino que contiene en sí el mundo  (el todo está en la parte). Podemos  estirar el detalle: tirar y tirar de él hasta desplegar el mundo entero que contiene.

Las referencias existentes pueden servir para  intensificar los detalles. Pensemos que el detalle es un  sabor. ¿Qué acompañamientos intensifican ese sabor? Hay acompañamientos (y modos de combinarlos) que borran el sabor, lo anulan. Pero otros pueden prolongarlo y refinarlo. Tal autor o tal teoría valen  si y sólo si intensifican el sabor singular del detalle.

Es cuestión de cocina. El buen acompañamiento aferra y realza el sabor del detalle. Y el malo lo tapa: no nos permite apreciar la materialidad de una situación, la particularidad de tal o cual detalle de la realidad. No nos deja paladear el mundo desde una perspectiva singular, la perspectiva de  alguien. El esquema teórico sustituye al detalle en lugar de intensificarlo. Y entonces todos los detalles saben igual. Reconocemos así a un  mal autor.

Creer en el mundo

Comprender sin pensar, pensar sin escuchar, escuchar sin sentir: el dominio de los estereotipos es profundamente  nihilista. Nos ausenta del mundo. ¿Cómo es eso?

Nada de lo que hay se toma  afirmativamente, por su potencia de dar lugar, sino siempre en función de nuestro código, de lo que queremos ver. Con el estereotipo nunca pasa nada, sino que siempre  vuelve algo.

Lo importante no está nunca aquí y ahora,  ante los ojos, sino en las líneas de nuestro código. El mundo y sus detalles ya no nos importan, ya no nos requieren: es la victoria de la indiferencia y de la desconfianza hacia lo que hay, hacia lo que pasa.

Por el contrario, la imagen fecunda  hace pasar algo, relanza y comparte algo que nos pasó. Nos permite así volver a “creer en el mundo”:  hay cosas que ver, cosas que pensar, cosas que hacer. La imagen fecunda nos abre a la riqueza de lo dado por obvio, de lo apresado en el estereotipo. Lo que (nos) pasa importa. El mundo esta lleno de detalles, está lleno por tanto de puntos de potencia. Podemos confiar en él.

La pobreza o nulidad de una situación está antes en nuestra mirada estereotipada que en la propia situación. Pensar (y dar que pensar) es aprender de nuevo a ver y a poner atención. Es, en definitiva, el aprendizaje de estar  presentes en el mundo, de estar vivos en la vida.

Referencias:

Esta es una versión de las notas que leí recientemente en dos contextos de trabajo sobre la imagen cinematográfica:  Zineleku (Vitoria) y  Cine por Venir (Valencia).

La mejores referencias, como siempre, son las conversaciones con todos los amigxs y maestrxs en el arte de  ver: Marta Malo, Hugo Savino, Amarela Valera, Miriam Martín, Arantza Santesteban, Diego Sztulwark, Juan Gutiérrez, Jun Fujita, Lucía Gómez, José Miguel Fernández-Layos, Franco Ingrassia (a quien le robo la expresión «imagen fecunda»), Francisco Jodar (quien me hizo ver la cuestión de «creer en el mundo» a partir de Gilles Deleuze).

El sabor de los detalles y los estereotipos se ha intensificado con las nociones de «signos» y «tensores» de Jean-François Lyotard en  Economía libidinal.

La imagen que encabeza es un  detalle de la obra  Esto es lo verdadero, de Rafael Sánchez-Mateos Paniagua y Fernando Baena, también maestros en  ver, dejar ver.

Sobre  parar el mundo para ver, Don Juan y Castaneda.

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