Llevamos siete días de aislamiento en un hotel. Hace una semana llegamos a Ezeiza desde San Pablo. Antes de salir, amigues nos avisaron que desde el día anterior a las personas que llegaban de zonas de riesgo, tuvieran o no síntomas del virus, el Gobierno de la Ciudad las alojaba en hoteles hasta que cumplieran 14 días de cuarentena.
Hubo aplausos cuando aterrizó el avión. No era un vuelo de repatriación, pero la mayoría de les que viajábamos habíamos quedado varades en algún lugar del mundo y, finalmente, conseguido volver al país en ese vuelo de una compañía africana. San Pablo-Buenos Aires en una aerolínea de Etiopía, que haya sido nuestra única opción no eclipsa la extravagancia.
Las azafatas nos pidieron que llenáramos un formulario sobre nuestro estado de salud y esperáramos sentados. Subieron un chico y una chica recubiertos de nylon con barbijo y antiparras. Recolectaron los papeles y nos dijeron que íbamos a ir bajando en grupos. Armamos una fila para entrar al aeropuerto y pasamos guardando distancia por unos escáneres que miden la fiebre.
“Vayan formando del lado derecho los que tienen residencia en Ciudad de Buenos Aires y del lado izquierdo los que viven en provincia”. Del lado izquierdo no supimos más. Como la disposición del encierro hotelero está vigente sólo en ámbito porteño, entiendo que se habrán ido a sus casas. En este contexto surrealista, nada podemos garantizar.
Recién ahí, a dos horas de haber bajado del avión, nos avisaron que nos iban a llevar a un hotel. Mucha gente se enteró en el momento. Llamado de una señora a su familia, otro cancela un taxi, un pibe se preocupa por su perrito, llanto de una chica que está sola. Tres horas después nos estábamos bajando de un colectivo en la puerta de un hotel del centro. Eran las 12 de la noche, estábamos en Argentina.
Nos tocó una habitación en el piso 17. La vista de la ciudad es impresionante. Debe ser que con la merma en la circulación de humanos el cielo se limpia. Vemos todo. A Evita en el Ministerio de Desarrollo Social, el Palacio Barolo, la cúpula verde del Congreso, el edificio de Tribunales, entre otras atracciones de este citytour aéreo. La inmensidad contrasta con la estrechez de la habitación, donde entran ajustadas dos mesas de luz, una silla y una cama. Pasamos más de la mitad de nuestras horas de vigilia mirando por la ventana.
Leímos en los diarios que, si no teníamos síntomas, cumplidos dos días de hotel nos dejaban continuar la cuarentena en nuestras casas. Al día tres seguíamos encerrades en el cuarto sin que nadie nos explicara nada. Vienen personas del gobierno a traernos comida y otres con trajes de astronautas a desinfectar, pero nadie tiene un mensaje para darnos.
El segundo día escuchamos golpes en las paredes, se le sumaron otros ruidos metálicos, gritos, aplausos. “Me quiero ir a mi casa”, una voz grave de un piso de abajo. Desde ese día, al menos una vez a la mañana y otra a la tarde hay una especie de cacerolazo. Prejuicio mediante, pensamos: “gente que viene de Miami”. Hoy se le sumó la marcha peronista tocada en vivo con trompeta.
Los días fueron pasando uno bastante igual al otro. Hay cambios mínimos, alrededor de cada cual armamos cadenas causales más o menos imaginarias (tenemos poco acceso a fuentes confiables). En vez de dejarnos la comida en el suelo, empezaron a dejarla arriba de una silla. En vez de una persona de desinfección, ahora vienen dos. En vez de encerrarnos en el baño para desinfectar, nos piden que nos subamos a la cama. Un día nos trajeron una lavandina. Al día siguiente, un balde.
Según lo que pudimos conversar con el personal del gobierno y del hotel, los procedimientos se van ajustado porque hay gente que se queja de todo: de la comida, de la limpieza, de la alfombra, de la ventilación. Nuestra opinión es que la comida es más variada que en nuestra casa y al resto ni se nos ocurrió pensarlo.
El problema no es ni la comida, ni la limpieza. El problema es el espacio. Entiendo que es un tema de salud pública. Que hay quienes no cumplieron la cuarentena. Que es una medida preventiva. Estoy de acuerdo. Nada de eso aplaca mi fantasía de salir corriendo. Abrir la puerta, caminar por el pasillo, las escaleras, el hall de entrada, la vereda. Salir a la calle. Correr.
Voy a cumplir la cuarentena donde me toque y después, el aislamiento. Lo que me inquieta es la plasticidad. La capacidad que tenemos de adaptarnos a condiciones hostiles. A la prohibición del desplazamiento. A la reducción de los movimientos al mínimo. A la atrofia de todos los músculos. A la respiración corta. No le encuentro otra salida que quedarme parada, esperando que algo llegue. Admiro a las plantas, que se despliegan estáticas.
Escribo en un gesto testimonial. No creo que sea importante lo que pasa acá adentro. Importante es lo que pasa en interiores estallados ya desde antes, que ahora el encierro obliga a habitar. Tensiones, precariedades, violencias de las que no quedan casi chances de zafar en este momento. Porque la pandemia, como todo, no nos afecta por igual.
Llevamos siete días de aislamiento en un hotel. Hace una semana entramos a esta habitación. Las nubes se mueven sobre los edificios. Uno de los chicos con look de astronauta pasa un trapo por todas las superficies. Le hacemos un chiste porque su traje tiene un agujerito en el codo. Se ríe. Un punto para nosotres. Es nuestra única visita.
Muy lindo