Cuando todo pase -me dijo soltando una bocanda de humo tan consistente que creí verla aparecer en mi cuarto a través de la pantalla del celular- nos vamos a dar un abrazo infinito. Mientras hablábamos, ya acostumbrados a las nuevas formas de comunicación, a los dispositivos, a las aplicaciones, yo veía por detrás de mi hermano cómo su casa -normalmente coloreada con el dulce desorden de los intelectuales, con libros amontonados, unas tazas de café y un caos que no deja de ser bello- se veía transformada, transfigurada. Imaginé que la mutación habría sido tan lenta que hubiera resultado dificil advertirla: en algun momento cualquiera, yendo a buscar una manzana a la cocina, habría dejado esa remera rosada estrujada entre los libros de filosofía francesa en la biblioteca; uno a uno habrían ido acumulándose los vasos encima de la mesita ratona, siempre tan coqueta y ahora con esos aires de campo de batalla; las botellas diseminadas por toda la sala -como si fueran pájaros exóticos poblando un jardín tropical- se habrían ido estacionando con parsimonia, siendo el último mojón de una sucesión de momentos íntimos. Otro detalle que llamó mi atención fueron las jaulas de pájaros vacías sobre el piso en el rincón más lejano de la sala ¿de donde las habría sacado? ¿estarían guardadas en el cuartito de arriba, en la escalera que va a la terraza? ¿y todos los aerosoles -insecticidas, repelentes, desodorantes de ambiente- ordenados con el aspecto de un batallón de tanques? Más tarde fue que advertí, cuando mi hermano se levantó y fue para las habitaciones, la gran cruz en el piso formada meticulosamente con los objetos más diversos: encendedores, pájaros de yeso, cuentas de luz, preservativos estirados como orugas sobre la alfombra, billetes de Brasil y de China, frutas viejas. Cuando finalmente volvió a sentarse frente a la cámara del teléfono, tenía un vaso de whisky con dos cubitos en la mano izquierda y el aspecto de haber descendido recién de una montaña.
Hablamos durante largo tiempo llegando a olvidarnos de lo extraño de toda la situación. Él estaba escribiendo un artículo sobre cómo cada civilización genera ciertas condiciones de percepción y de acción, cómo cada cultura crea y delimita su realidad. A mí los escritos muy académicos no me entusiasman demasiado, pero en este caso la idea estaba llevada más allá del limite racional; eso me descolocó -viniendo de mi hermano- y despertó mi interés. Proponía que el enlazamiento de fuerzas que genera cada cultura a través de sus mitos, de sus leyes y sus técnicas, crea incluso las condiciones físicas de su mundo, las relaciones básicas entre los elementos, la gravedad.
A lo largo del texto iría extremando la idea, explicando y demostrando cómo cada grupo social, cada familia y finalmente cada individuo crea una serie de ideas acerca de qué es posible y qué es imposible, determinando las condiciones físicas de sus realidades individuales, irreconciliables, llenas de mitología y al mismo tiempo de eficacia. Pretendía darle un giro literario que diera cuenta de que, él como escritor, estaba en una realidad propia donde ocurren eventos imposibles, incomprensibles para el lector.
Creí ver en el escrito de mi hermano retazos de Solaris y también de Stalker, la zona.
Discutimos -esto lo recordé después, cuando todo ya había ocurrido- acerca de cómo podría tener cada individuo su propia realidad y al mismo tiempo ser parte de una sociedad que para lograr los mínimos niveles de existencia, precisa de grandiosos concensos y enormes porciones de realidad compartida.
Pasamos más de dos horas hablando; nos reímos y bebimos y llegamos a sentir que estábamos compartiendo no sólo el mismo tiempo sino tambien el mismo espacio. Volvimos al tema del artículo que estaba escribiendo. Para explicar el modo en que occidente fue construyendo su cultura y su realidad eligió distintas líneas teóricas. Una de ellas me atrajo inmediatamente. Nunca la había escuchado y aunque los elementos que la constituían me eran familiares, me pareció que el modo de unirlos era algo nuevo; y de un modo nuevo sentí que hacía tensionar el sentido de la Historia. El factor que unía todos los puntos era el dragón.
Que mi hermano hablase del dragón no me resultó extraño porque su devaneo intelectual solía estar alimentado con elementos de mitología antigua; lo extraño era cómo hablaba: lo nombraba como si el dragón hubiera dejado de ser un elemento teórico y tuviera para él la corporeidad actual de un animal exótico. Parecía estar hablando del ave del paraíso o el leopardo de las nieves.
En todas las culturas -me explicó- el dragón estaba ligado al conocimiento oculto, prufundo, escondido más allá de lo evidente. En el comienzo del cristianismo, el dragón habría sido una metáfora para nombrar a Jesús, al Cristo. Luego, los sabios fueron borrando esa dimensión del conocimiento por ser demasiado poderosa y por eso, peligrosa. Uno a uno el cristianismo fue “matando” a los dragones. El último que la historia acepta existió en una pequeña región de lo que hoy es Turquía y San Jorge lo atravesó con su lanza volviendose un héroe.
Nos dejamos llevar por la felicidad del encuentro en estos tiempos tan complejos por la pandemia y el obligado retiro hogareño que tanto va trastocando nuestras maneras de vivir y de pensar. Dos botellas de whisky, una en cada casa, fueron vaciándose acompasadamente. El tema del dragón como emblema de Jesús, el Jesús-dragón volvia una y otra vez a la conversación. Quetzalcoatl, la serpiente emplumada de los aztecas -me aseguró mi hermano- era otro ejemplo del dragón-dios; me explicó también que en China no mataron a los dragones, que son parte del imaginario cotidiano, y que la cultura china es la única que en la modernidad mantiene activo el conocimento exotérico y también el oculto y que por esa razón, el dragón es el símbolo más representado en los templos, los negocios y los hogares. Por momentos el alcohol y quizas también las rarezas de la cuarentena fueron volviendo el ambiente mas denso -como si estuviéramos sentados en la niebla- y vi a mi hermano como si lo viera a través del ojo de un pez, deformado; las palabras por momentos se nos demoraban en la boca, tartamudeábamos, nos costaban las erres. Mi hermano dijo una o dos de veces mi dragón y tocó repetidamente la cruz que colgaba de su cuello con una sensación de alivio que me recordó a cuando uno cree que perdió las llaves y finalmente las encuentra. Hablamos de creencias y magias antiguas; mientras me explicaba algunas brujerías a taves de las cuales los hombres santos de Burkina Faso crean serpientes iguales a las mambas negras pero que al abrirlas no tienen órganos, ví con el rabillo del ojo, un movimiento en el pasillo que lleva de su sala a las habitaciones. Cuando le pregunté si estaba solo miró hacia atrás sin demasiado interés y derivó la charla hacia otra cosa. Crei haber vislumbrado una sinuosidad, un deslizamiento, un brillo tornasolado moviéndose a la altura de la puerta del baño, pero fue algo tan fugaz que bien podría haber sido una ilusión. No recuerdo cómo ni cuándo nos despedimos, pero los días siguientes pude sentir algunos efectos de la charla. Me vi asaltado por diferentes imágenes: un gran dragón con el rostro rubio del Jesús de las estampitas, un Jesús caminando sobre las aguas del mar de Galilea al cual le sale por debajo de la bata blanca una larga cola de reptil, un Jesús cocodrilo.
Por unos días no recibí noticias de mi hermano hasta que una mañana, después de una gran tormenta, sonó mi celular desde un número desconocido. Era el portero de su edificio; intentaba explicarme algunas cosas pero su discurso me resultaba incomprensible. Balbuceaba y repetía frases sin lograr armar un sentido, sin embargo una cosa era clara: había pasado algo terrible.
Asustado, salí a la calle después de muchos días de encierro; el confinamiento, las calles semi vacías y mi angustia hicieron que el recorrido hasta la casa de mi hermano tenga todos los ingredientes de una pesadilla. En el hall de abajo vi al portero sentado al lado de las plantas de la entrada: parecía que un huracán hubiera atacado ferozmente su cabellera y miraba temeroso a un lado y a otro; cuando me vio llegar se paró y vino hacia mi. Olvidando todos los protocolos sanitarios me tomó de las manos, y aunque me miró con los ojos muy abiertos, su mirada parecía parecía traspasarme y hacer foco en algún lugar lejano por detrás y encima mío. Sé que me decía cosas, pero no retuve ninguna de sus palabras.
Un oficial de la 32 me tomo del brazo, me hizo unas preguntas y me llevó directo al ascensor. Mientras subíamos los nueve pisos el policía intentaba comunicarse con alguien por su handie y parecía enojarse por no poder conseguirlo. Cuando entramos al departamento vi que el caos que yo había entrevisto la última vez que hablamos había aumentado a proporciones desastrosas. Parecía una tierra asolada por una larga guerra. Me llamó la atención una palangana de metal con varios libros chamuscados y algunos directamente calcinados; reconocí tomos de Jung, de Campbel y de Graves. En ese momento me di cuenta que no había comido nada y que el estado de confusión en el que estaba me había dejado como si estuviese en un desierto. No se si me senté a fumar un cigarrillo o si me desmayé.
Lo siguiente que recuerdo es a un señor gordo con bigotes hablándome en un tono que sin dejar de ser marcial y burocrático, era también un poco paternal.
Ni la policía ni los bomberos -me explicó- pudieron encontrar una explicación al gran hueco en la pared del cuarto de mi hermano, que sólo podría haberse conseguido con explosivos militares, cosa que un intelectual, académico y escritor -en estos tiempos- estaba muy lejos de conseguir. Tampoco pudieron explicar qué pasó con el cuerpo: no había rastros de él en toda la casa y si hubiera saltado por el agujero de la pared y caído al abismo de esos nueve pisos, el cadaver habría quedado desparramado sobre el puesto de diarios o arriba del peugeot 504 celeste.
Lo que más llamó la atención de los investigadores, fueron las huellas como de ave gigante que encontraron en toda la casa y esas montañitas que parecían excremento.
El caso quedó caratulado como desaparición de persona en circunstancias desconocidas.