Cuando escribíamos para nosotros mismos // Luchino Sivori

“Que escribí ese libro en un momento en que la literatura olía furiosamente a ficticio y a encerrado; en que me parecía urgente hacer que tuviera de nuevo los pies en la tierra, que colocara sencillamente sobre el suelo un pie desnudo”.  André Gide, Diario. 



Cuaderno personal, diario íntimo, agenda de notas, memorias, commonplace book… Existen una docena de formas para nombrar ese primer roce con la escritura íntima, con lo íntimo escrito.

 

El lugar predilecto, quizás único entre toda esa maraña basta y confusa de oportunidades del mundo comunicacional, de las inscripciones random, de pensamientos ajenos apropiados, de bifurcaciones de juicios de otros, de “solos” del lenguaje.

 

No solo una manera de violar la propiedad privada sin temor al castigo. Como bichos extraños, plagados de capitalizaciones que no entienden nada ni al derecho ni al revés de derechos de autor, los cuadernos personales, las memoirs de los escritores que no lo son ni, probablemente, lo serán nunca, forman la primerísima toma de contacto con el error persistente, la nota discordante, la piedra en el camino. Fuera de ella, la falla se disimula.. Aquí dentro, se vuelve piedra angular de una creación -erráticamente- propia. 

 

Los cuadernos personales tienen varias formas, y allí su distinción de otros géneros literarios más leídos. Resúmen, nota a pie de página, dibujo, garabato, aclaración, hipótesis, cita. Un subrayado curvilíneo forma parte de la escritura de un diario o una crónica de viajes; una tachadura, una página arrancada por un enojo intempestivo, también son “contenido”.

 

Si hablamos de los vínculos, es la primera (y única, en la mayoría de los casos) incursión en la escritura a través de la lectura. Nos leemos y escribimos. Sinceramiento, reinvención o mera inspiración, armará las estanterías de una hemeroteca de futuros tics con suerte irreversibles. 

 

Pero no pequemos de inocentes: con el tiempo, la gran mayoría de ellos quedarán olvidados en la intimidad de algún cajón de algún armario, lejos de la mirada del resto -y sobre todo, de la nuestra propia-. 

 

Quizás por ser contracara directa de lo editable, de ese ex post del resto.

 

Si fuéramos optimistas, haríamos un intento por tratar de recuperar ese trance particular de lo incorregible. La pretensión de escribir basándose en otros, quizás, sin ser fuente de inspiración para nadie. 

 

En un mundo de espontaneidad predictiva, se vuelven sagrados esos textos que no pueden editarse de ninguna de las maneras, cuya sucesión de “no-formas” pone patas arriba el manual de buenas prácticas, el dato commoditie. 

 

A partir de allí, sin embargo, todo pasa a ser un dilema. ¿Escribir para que me entiendan o escribir como quien corre alejándose de un incendio?

 

Podríamos volver de vez en cuando a golpearnos la cabeza con esa pared.  Ver hasta dónde llevan esas apropiaciones espontáneas, llenas de negritas, lápices rojos, versiones número mil. Reencontrar (porque alguna vez estuvo allí, agazapada mostrando la hilacha) la asociación propia y que ésta decida por este “nosotros”: si volver a caer en la misma trampa, que es lo único nuestro, o persistir en la medición del impacto. 

 

De una elección más o menos urgente como ésta, devendrá nuestro vínculo con el lenguaje, que no es poco.

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