Santiago López Petit (Barcelona, 1950) es un filósofo que toma una posición clara, honesta y profundamente radical ante la vida y la política. ¿Cómo se puede impugnar la realidad? ¿Qué significa «querer vivir»? ¿Cómo se traducen estos planteamientos en prácticas políticas concretas? Profesor de Filosofía de la Universidad de Barcelona, sus clases eran un refugio para militantes y activistas de la izquierda de la izquierda, cuando ser anticapitalista no estaba de moda. Por sus clases han pasado muchos protagonistas de la «nueva política». Hablamos con él de filosofía, del 15-M y los nuevos partidos, entre otras cuestiones.
Algunos analistas políticos, como Enric Juliana, dicen que vivimos tiempos interesantes. ¿Qué piensa?
El concepto ‘tiempos interesantes’ aplicado aquí no me parece muy adecuado. ¿Para quién son interesantes? ¿Por qué son interesantes? De hecho, te ponen en la situación de espectador. Es cierto que parece que se ha terminado la huelga de los acontecimientos y que pasan muchas cosas. Pero la pregunta entonces sería hasta qué punto los acontecimientos son portadores de una novedad radical, hasta qué punto vienen cargados de futuro. Yo tengo una sensación dividida. Hay momentos en que pienso que sí, que realmente son momentos históricos, que el bipartidismo en España está hundiéndose, que la gente está organizada en todas partes y, por ejemplo, hay más ateneos, más interés por la cultura.
Pero, por otra parte, desde otro punto de vista, tengo la impresión de que no es así; que estoy viviendo, al igual que otros miembros de mi generación, la repetición de una historia ya conocida, de un teatro, de una comedia que realmente no abre espacios posibles, sino que repite una historia ya sabida, un mero cambio de élites. Estoy con un pie a cada lado. De hecho, el proverbio chino que dice «¡Que vivas tiempos interesantes!» es una maldición. Quiere decir que vivas tiempos problemáticos. En este sentido, desde mi punto de vista, ojalá viviéramos tiempos problemáticos. Tiempos que nos permitieran ir al fondo de las cuestiones esenciales.
Dice que estamos ante una comedia que se repite. Hablemos de su trayectoria. Comenzó a militar políticamente en los años setenta.
Yo estudiaba Químicas en la Universidad de Barcelona y un día vino a la facultad el militante autónomo José Antonio Díaz Valcárcel a dar una conferencia sobre el Primero de Mayo. Su discurso era completamente diferente del que conocíamos. En ese momento había grupos trotskistas, pro-chinos o Bandera Roja, que representaban la izquierda tradicional, más o menos heterodoxa. En realidad defendían el mismo partido leninista de siempre concebido por Lenin en su libro ¿Qué hacer?. Aunque bajo versiones diferentes se trataba de una estructura jerárquica y verticalista hacia dentro. Mientras que hacia fuera la estructura jerárquica se ejercía sobre la clase trabajadora que permanecía sometida al partido, el partido al comité central, y, finalmente, éste al líder. José Antonio Díaz Valcárcel me enseñó que había en Barcelona otras formas de organización, asamblearias y autoorganizadas. Mi entrada en la política fue apoyando este tipo de movimiento que no era la izquierda hegemónica.
En el libro Crítica de la izquierda autoritaria en Cataluña, ahora reeditado y actualizado, explica que fueron las prácticas y las formas de organización de las formaciones leninistas las que les hicieron buscar otras formas de militancia. ¿Cuál era la problemática?
La idea central del libro era desmitificar el modelo leninista que antes he comentado. No lo queríamos hacer oponiéndolo a otra tradición como, por ejemplo, el anarquismo, y entrar así en una discusión de libros, sino mostrando, por ejemplo, cuál era el valor de la teoría política dentro de las organizaciones: la gente creía que tú participabas en una organización política si estabas de acuerdo con su programa político, con su concepción de la sociedad futura. Nosotros, fruto de la experiencia personal y de los testimonios recogidos, llegábamos a la conclusión de que la gente participaba en una organización concreta por afinidades personales, por proximidad e incluso por cuestiones amorosas.
Desmontamos unas grandes verdades fetiches. La clandestinidad era la gran excusa para estas élites para controlar la organización, ya que incomunicaba las células y sólo los dirigentes conocían toda la información y no permitían hacer grandes asambleas. De esta manera, cortaban la comunicación interna y separaban a intelectuales y obreros para evitarse problemas. El papel del líder era clave. Y, por ejemplo, describimos detalladamente como el líder intelectual utilizaba al líder obrero para llegar a las masas. Lo que nos movió era una idea que sigue siendo válida ahora: los medios que utilizas para alcanzar una sociedad diferente deben estar prefigurados ya en esta sociedad. El núcleo del pensamiento dialéctico lo afirma de la siguiente manera: si quieres llegar a una sociedad libre, debes ser libre ya antes. Con un partido leninista, esto era imposible.
¿Podríamos decir que fuerzas como Podemos siguen una estrategia leninista?
En cierto modo, sí. La nueva política ha puesto otra vez en el centro la idea de la dirección política. El partido leninista pone en primer plano la necesidad de dirigir políticamente a las masas, los trabajadores; ahora dirán la gente decente. Se trata siempre de una idea de dirección política externa al mismo movimiento. Esta dirección siempre implicará la creación de una burocracia. El grupo Socialismo o Barbarie en Francia mostró muy bien que una de las principales consecuencias de este modelo consiste en separar dirigentes de dirigidos, en definitiva, los que piensan de los que meramente ejecutan.
¿Qué papel tuvo la izquierda autoritaria en la Transición?
Creo que no vale la pena perder mucho tiempo criticando la Transición. Durante años éramos muy pocos los que la criticábamos, y ahora, de repente, son muchos los que atribuyen a la Transición ser la fuente de todos los males. Recuerdo hace un par de años el sociólogo Salvador Giner criticando la Transición en una conferencia donde también estaba Pasqual Maragall, cuando son gente que participó en todo esto. La Transición es muy fácil de explicar: en un momento determinado, la fracción del capital inteligente se da cuenta de que la dictadura no les sirve y es débil. La naturaleza represiva de la dictadura politizaba cualquier acto, cualquier reivindicación.
Por ejemplo, recuerdo cómo la lucha por un semáforo en Hospitalet derivó en un problema de orden público. Como estructura política era inservible, ya que, en lugar de apaciguar, multiplicaba los conflictos. Y, en un momento dado y ya en plena dictadura, los sectores reformistas del capital que perciben la dictadura como un obstáculo se encuentran con el reformismo obrero. Y ambos reformismos se encuentran en contra de lo que se les escapaba, lo que podemos llamar movimiento autónomo, o autonomía obrera. En la Transición hubo más conflictos que durante la Revolución Rusa. Es impensable para la gente joven de ahora comprender lo que sucedió en aquella etapa de nuestra historia: conflictos permanentes en las fábricas, en las universidades, en los barrios, en todas partes. Había un contrapoder difuso que se extendía, y había que acabar con él. Los Pactos de la Moncloa, el pacto social, son la escenificación de este encuentro entre los dos reformismos. No es una cuestión de traición, no se debe personalizar este proceso.
Hay muchos que cambian de chaqueta; pero, si hubiera sido sólo una cuestión de traición, el movimiento habría continuado hacia adelante y la derrota no se habría planteado como victoria, que es lo que ha acabado ocurriendo. La clase trabajadora entendió en un momento dado que ante ella se abría un abismo, y prefirió dar un paso atrás: convertirse en un grupo de presión dentro del mismo sistema. Pronto pagaríamos cara nuestra derrota, y el neoliberalismo comenzó la progresiva desarticulación política, económica y social de la clase trabajadora. Cuando un joven hoy va a buscar trabajo y se encuentra la situación actual de precariedad y de explotación es porque hace muchos años, cuando aún no había nacido, perdimos.
¿Cuál sería el momento concreto en que se da esta desarticulación, esta derrota?
Depende de cada país. En Italia en 1977, tal y como explicó Nanni Balestrini, 30.000 personas pasan por la cárcel. Esto marca un antes y un después. En París, con los acuerdos de Grenelle, los trabajadores aceptan unos aumentos salariales elevados y la tranquilidad vuelve a las fábricas. En el caso de España, podemos decir que los Pactos de la Moncloa suponen el momento en que se saca la política de la fábrica y se lleva al Parlamento. Es la institucionalización de la rendición. En el caso de España, me gusta hacer un punto de autocrítica. Nos faltó inteligencia para verlo: estábamos tan metidos dentro de esta ola intentando llevar más allá el movimiento autónomo que quizás, si lo hubiéramos visto más claro .. Bueno, tampoco sé que habríamos hecho. Prepararnos mejor para lo que venía. Acumular fuerzas para detener la humillación que se avecinaba. Intentamos empujar un movimiento en el que creíamos lo más lejos posible.
La derrota de la clase obrera, y de todo lo que representaba, no se ha explicado aquí. Quizás aquí nos ha faltado esa mirada.
Nosotros desde Espai en Blanc, a posteriori, hemos hecho una película, Autonomía Obrera. Unos amigos hicieron Setenta y dos horas, pero poco más. Nos faltó inteligencia para prever el ataque neoliberal. Cuando desde el movimiento autónomo veíamos como la clase trabajadora, en cierta medida, retrocedía, algunos entraron en Herri Batasuna, otros entramos en la CNT … Hubo como una especie de explosión. Yo mismo entré en la CNT, no siendo anarcosindicalista de tradición, pensando que mediante esta estructura histórica renovada se podía alargar un poco un ciclo de luchas que se estaba agotando.
También hubo quien pasó al PSC. Quizás fueron estos gestos los que hicieron que la balanza fuera decantándose y que el movimiento obrero se desmovilice.
Es difícil precisarlo. Los hechos de Vitoria, con todos los muertos que se produjeron, no generaron una gran huelga de protesta. En ese momento, una serie de gente tuvimos la tentación de la lucha armada, nos aproximamos a ella, la observamos y vimos que íbamos a que nos matasen y desestimamos esa opción. Y otros, en el mismo momento, apostaban por entrar en el PSC y hacer una tendencia autogestionaria dentro. Algunos de este sector llegaron a asumir responsabilidades políticas importantes, como Enric Truñó, compañero mío del sector químico que terminó como concejal del PSC organizando los Juegos del 92. No sé lo que te lleva a decidir qué camino tomar. No es el hecho de ser más o menos radical. En el sector autónomo hubo un grupo pequeño de gente que creyó de buena fe que se podía hacer algo entrando en el PSC. Y en el famoso mitin de este partido en el Palacio de Deportes hablaron de anticapitalismo y de autogestión. Progresivamente fueron a parar hacia el final de la lista electoral hasta que desaparecieron. Personas de este sector se dejaron deslumbrar: te daban una tribuna, reconocimiento público de todo tu pasado… De no tomar esta opción, quedabas arrinconado, como yo. La filosofía es lo que me salvó, ya que pude pensar filosóficamente todo lo que había pasado. Había creído que cambiaríamos el mundo, y de repente, estaba solo en casa. Y comenzó una larga travesía de soledad.
Centrémonos en esta travesía. En los ochenta es muy dura, en los noventa se dulcifica un poco con la okupación y el zapatismo.
Es un periodo largo de soledad amarga. Pero a la vez los autónomos teníamos la dolorosa satisfacción de ver que nuestra crítica a la izquierda autoritaria y hegemónica se había corroborado: la gente deja las organizaciones, se hunden los partidos, las asociaciones de vecinos permanecen pero ya como simples tentáculos de las instituciones. Es una victoria desde el punto de vista del análisis, pero personalmente amarga. En 1994, con el zapatismo, surgen nuevas formas de hacer política. Después se irán acumulando diferentes ciclos de movilizaciones: la okupación, la antiglobalización, el movimiento contra la guerra de Irak. Resumiendo, creo que la novedad en la forma de hacer política es que, por unos momentos, no se tiene en cuenta la correlación de fuerzas. Las luchas de estos ciclos pasan a ejercer un desafío directo, a poner el cuerpo. Un ejemplo son las contracumbres de la década de los 2000 y su determinación radical de imposibilitar la celebración de la cumbre. El discurso podía ser un poco humanista pero la práctica era absolutamente radical.
Hay quien diría que esto era sólo el comienzo de un proceso político más largo que evolucionará hacia la correlación de fuerzas.
Tomando el caso del 15-M, se ve muy bien eso que estás diciendo, ya que representa esta nueva manera de hacer política que consiste en interrumpir la vida cotidiana y decir basta. En este caso, se hizo desde la inteligencia colectiva y con la convicción de que el espacio puede ser una palanca. Ocupar una plaza es usar el espacio para poder expresar el malestar. El gesto radical de la ocupación de la plaza abre un espacio del anonimato. Me interesa remarcar que se trata de un espacio del anonimato, ya que esto es lo que se ha ido perdiendo con la «nueva política».
En las plazas no íbamos ni como trabajadores ni como ciudadanos; íbamos como singularidades. Como un cuerpo que decía: no quiero más eso, quiero vivir. En este sentido, hablo de una política diferente. Una política que significaba poner el cuerpo. El espacio del anonimato era el lugar donde se tomaba la palabra y se perdía el miedo. ¿Qué pasó? Porque yo soy el primero en reconocer el límite de este gesto radical. ¿Por qué la politización de la existencia que se dio allí se detiene? Es complicado contestar. Creo que la respuesta es que el 15-M y este tipo de politización de la vida, de la existencia, es demasiado romántico. En el 15-M nos faltó más rabia y más estrategia.
Desde la nueva política lo que se ha hecho es traducir en términos políticos el 15-M, pero este ya era político.
Como antes he dicho, aquí tampoco es un problema de traición. Es evidente que había gente interesada en traducir políticamente la fuerza del anonimato que se les escapaba. Pero también es verdad que el 15-M se convirtió en un espejo de la misma sociedad. Un hecho que lo muestra claramente es un día que llegué a la plaza de Cataluña y había una mesa en la entrada donde te preguntaban dónde querías ir según tus intereses: economía, ecología, espiritualidad… Esto es lo que nos hundió. Es decir, convertir en temas lo que era un grito colectivo. De repente, ya no sabíamos por qué estábamos allí, lo habíamos convertido en temas que expertos serían los que los tratarían. De hecho, la nueva política no es más que una nueva forma de tematizar, y por tanto de apropiarse, de lo que inicialmente era un grito colectivo.
¿Cree que era posible que con esa estructura se pudiera ir más allá?
Una de las frases centrales del 15-M era aquella de «Vamos despacio porque vamos lejos», y esto significaba una relación diferente con la política. Significaba la politización de la existencia. ¿Cómo se podía sostener este grito? Creo que sólo construyendo una posición en un campo de guerra. El problema es que construirla es sobre todo una apuesta colectiva. ¿Cómo se pueden mantener abiertos los espacios del anonimato?
Es muy difícil porque estamos en una sociedad capitalista, porque tenemos familia, porque a las 12 de la noche se acababa el metro, porque los que teníamos hijos teníamos que regresar a casa, etc. No puedes estar siempre militando activamente todas las horas del día. Por otro lado, éramos muy pocos. Cuando bajabas al metro, veías otra ciudad. La respuesta a tu pregunta sería: el espacio del anonimato, el gesto radical que son la expresión del querer vivir. No sé cómo se puede mantener este grito, sinceramente. Puedo decir grandes frases, pero de hecho a mí mismo, si me hicieran ir cada día a una asamblea de vecinos aquí en el barrio, no sé si iría. Seguramente preferiría quedarme en casa leyendo un libro.
En el caso de Cataluña, a la nueva política se añade el crecimiento del independentismo. Se pasa de la proclama de «lo queremos todo» a aceptar la política institucional como herramienta para gestionar la vida y la realidad.
El 15-M, la ocupación de las plazas, abre un vacío. Es un periodo de experimentación política y vital, pero no sabemos mantener abierto este espacio. Este vacío que se crea será llenado por dos discursos tradicionales, la nueva política y el independentismo, que plantearán una politización desde el Estado. Traducir en el lenguaje político lo que se escapaba: la fuerza del anonimato, el gesto desafiante, etc. En el caso de la nueva política, es más interesante lo que sucede. La nueva política se engaña y nos engaña porque presupone la autonomía de lo político. Y no es así. El subsistema político, con su código gobierno/oposición, no tiene autonomía respecto a una realidad que se ha hecho plenamente capitalista.
¿Cómo ha visto la emergencia de fuerzas políticas nuevas, como Podemos, o no tan nuevas, como la CUP?
La CUP es tragicómica, y Podemos, directamente, cínico. La CUP está atravesada por una tragedia como tal: que si se institucionaliza, que si unas gotas de anticapitalismo… Asimismo es una comedia como vimos en la asamblea aquella donde empataron para decidir el futuro político de Artur Mas. Pero en el caso de Podemos ya es falsedad. Tiene una concepción de la política patética y autoritaria. Cree que todo pasa en el discurso, y que basta con un buen relato para ganar cuotas de mercado. Es una mezcla de Lacan y de posmodernismo francés.
No me dan ninguna pena ahora que parecen perdidos. Con Podemos, el gesto radical termina en pura gesticulación. Es el espacio del oportunismo y del cinismo. En la CUP todavía hay algo de verdad. En cuanto a los otros, no son creíbles. Un día, hablando con Raimundo Viejo [ahora diputado en el Congreso de En Común Podem], le dije: «Vosotros no tendréis tiempo de traicionarnos porque todo pasa demasiado deprisa, todo se quema demasiado deprisa. A vosotros os dan espacio para crear más confusión, desanimar a la gente y ya está». Él me contestó: «Totalmente de acuerdo. Preparemos juntos el fracaso». Pero no nos hemos visto más.
¿Y no se puede hacer nada?
Al final del prólogo del libro planteo algo que creo que todavía es válido. En un momento determinado se puede optar por dar un paso adelante y decidir pactar con el PSC, en el caso de BComú, o con CDC, en el caso de la CUP, o bien se puede parar y afirmar públicamente que no hay nada que hacer. En otras palabras: hacer una interpelación colectiva. Esta interrupción, esta toma de posición, dentro del mismo sistema político es impensable. Llegar a este punto sería el que daría verdad a una práctica política. Tsipras era querido por todos y ahora es un maldito que nadie quiere en un mitin. ¿Por qué? Pues porque ha mostrado que no hay nada que hacer. Ha mostrado que el margen para otra política no es posible. Es en este sentido que digo que nos engañan y se engañan.
Con la globalización la política de Estado es la gubernamentalidad neoliberal y dentro de esta no hay espacio para otra cosa. La frase de Margaret Thatcher «No hay alternativa» es asquerosamente cierta. Pero en este punto, asumiendo esta profunda derrota, quizás podría comenzar algo. Y aquí es donde no se quiere llegar nunca. Barcelona en Común no puede intervenir realmente en el puerto de la ciudad por los límites competenciales y los fuertes intereses que operan allí, ni tampoco pueden tocar la Guardia Urbana cuyo pasado no es muy esplendoroso. Ante esto, ¿qué hacemos? Para mí, la posición sería quememos las naves y avancemos hacia adelante. Eso es lo que dije a Raimundo Viejo. A mí, y a mucha más gente, nos encontraréis entonces. Pero engañarnos, hacer «como si»… eso no.
Parece que el poder tiene una dinámica fagocitadora. ¿Cómo se puede superar?
Me gusta decir que nos encontramos ante un impasse que tendría una cara objetiva y una cara subjetiva. La cara objetiva nos dice que lo que es políticamente factible no cambia nada y las acciones que podrían conseguir hacer cambios verdaderos son políticamente impensables. Creo que una nueva izquierda debería admitir esto como punto de partida. Este impasse no debe tomarse como un límite infranqueable, como un final, sino como un límite a superar. La cara subjetiva sería la existencia de hiato profundo entre el destino personal y el destino colectivo. Hoy difícilmente alguien piensa que colectivamente podrá resolver sus propios problemas laborales. Cada uno se busca la vida como puede.
¿Y cómo se puede salir de este bloqueo?
Salir del impasse sólo es posible atravesándolo. Se trata de llevar hasta sus últimas consecuencias el sentimiento de que no puedes más. Una manera de atravesarlo sería introduciendo el verbo ‘politizar’. Así como Carl Schmitt en un momento determinado plantea pasar de la política a lo político. Creo que sería productivo pasar de lo político a la politización. Politizar puede ser desde reivindicar la transparencia en Internet hasta cuestionarse la industria alimentaria, etc. Conjugar el verbo politizar abre todo un abanico de posibilidades. Creo que en este punto es donde se puede intentar ir un poco más allá. La política mediatiza, representa, juega con la oportunidad, mientras que la politización es imprevisible, articula, despliega un espacio de posibles e implica un giro subjetivo. Es lo que te decía de las dos dimensiones del querer vivir: una nueva política debe tener una dimensión colectiva y una dimensión personal. La idea de politización permite, en cierto modo, vincular estas dos dimensiones.
Barcelona en Común, Podemos o la CUP aceptan también esta doble dimensión de lo personal y de lo colectivo.
Creo que la discusión es qué relación hay entre hacer política y politizar como verbo. Politizar tiene unos límites, cuando hemos hablado del 15-M, lo hemos visto. Politizar deja a un lado la cuestión de la decisión. Hacer política es otra cosa. Aún más: muchas veces hacer política se opone a politizar porque politizar abre unos espacios imprevistos, desencadena dinámicas que se escapan. En este sentido, pienso que esta travesía del impasse tiene que ver con un giro subjetivo que pone la politización de la existencia en el centro pero siempre con el interrogante que nos dice «¿En algún momento se ha de hacer política? ¿Es suficiente una práctica colectiva de la politización?». Una manera de entender este giro subjetivo consiste en abandonar la política, y conjugar el verbo politizar con todo lo que implica y a pesar de todas las dificultades. Obviamente con ello sé que abro más problemas. Pero el otro camino…
En sus libros defiende el concepto de odio libre: «Hay que odiar la vida». Es una afirmación muy fuerte que no aparece nunca en los medios ni en los libros de autoayuda.
El trabajo, que era la forma de control político por excelencia, hoy se ha transformado en la obligación de tener una vida. Esta obligación la llamo la movilización global. Es la que organiza la existencia dentro de este vientre de la bestia. Dentro de la movilización global, vivir es tener una vida, cargar con una vida, hacer de uno mismo un yo marca. Películas como El club de la lucha representan muy bien esta realidad. El querer vivir está capturado dentro de esta máquina de movilización. Todo lo que he intentado durante 40 años es hacer del querer vivir un desafío que para mí sería la apertura hacia otra manera de hacer política, aunque no solamente. Para hacer del querer vivir un desafío, tenemos que salir de esta movilización en la que estamos metidos y a la que llamamos vida.
Vivir no consiste en tener el mejor curriculum vitae pegado en culo. ¿Cómo podemos salir de esto? Durante algún tiempo pensé que el odio, un odio libre, podía ser la manera de salir de ella. Tú sólo puedes hacer de tu querer vivir un desafío si una pasión fuerte expulsa tu miedo. Esta pasión es el odio. Hablo del odio a la vida que tienes. Si tú no odias a fondo tu propia vida, no la cambiarás nunca. Hay un odio que libera. Si odio la vida, levanto una línea que separa lo que quiero vivir de lo que no quiero vivir. Cuando tuve que plantearme la cuestión de la enfermedad, introduje la idea de anomalía. En el momento en que la enfermedad se hizo más fuerte sobre mí, tuve que plantearme más radicalmente el odio a la vida. Fue cuando empecé a hablar de la noche.
Sufre una enfermedad difícil de diagnosticar, el síndrome de fatiga crónica. ¿Cómo afecta a su pensamiento?
Con el paso de los años, la enfermedad que padezco se fue haciendo cada vez más fuerte. Llegó un momento en el que la idea que me había movido a estudiar filosofía, y que era «¿Qué quiere decir querer vivir?» , se convirtió directamente en una necesidad vital. Me preguntaba «¿Por qué sigo vivo?». Y «¿Qué es el querer vivir?». Fue en ese momento cuando me topé con la necesidad de pensar la enfermedad en ella misma. Por esta razón escribí Hijos de la noche (Tinta Limón Ediciones, 2015), que contiene y resume muchas de mis ideas.
El punto de partida es la constatación de que existen unas enfermedades de la normalidad. Son enfermedades que se deben a que justamente estamos movilizados permanentemente porque trabajar consiste en estar permanentemente movilizado. Esta movilización, esta máquina de muerte que es el capitalismo, nos tritura. Las enfermedades de la normalidad son las enfermedades que surgen como consecuencia de esta imposibilidad de vivir. De querer vivir y no poder hacerlo. Enfermos de normalidad, por lo tanto, son las vidas que se rompen ya que no pueden seguir este ritmo de movilización exigido la misma realidad.
«Borracho de viento, y yo mismo, hecho un jirón de viento me agarro con toda mis fuerzas esta puta vida hermosa [sic]». Tal como dice al final de Hijos de la noche , a pesar de todo, la vida es bella.
Normalmente no uso palabrotas, pero me gusta mucho esta frase porque condensa esta relación ambivalente con la vida. Hijos de la noche es un libro muy personal, pero es también un libro de filosofía que traza una demarcación. Frente a Nietzsche o a Deleuze, que nos dicen que lo que hay que hacer es afirmar la vida y que, por ello, expulsan de la vida todo lo que son las pasiones tristes, yo planteo que afirmar la vida implica necesariamente una lucha a muerte con la vida. Sólo una lucha a muerte con la vida puede provocarla, y hacer que venga hacia nosotros. En toda anomalía hay una fuerza de dolor. Y anomalía es todo aquel o aquella que dice basta, quiero vivir… Si esta fuerza de dolor tú la acoges, en cierto modo eres dueño de tu vida. Entonces el problema, el único problema que verdaderamente se plantea, es cómo poder dirigir esta fuerza de dolor y atacar a esta realidad que me ahoga.
[fuente: http://ctxt.es/]