por Pablo Monseico
Ceremonia inicial con la entonación de los himnos. La cámara realiza un travelling lateral de izquierda a derecha y en primer plano recorre los rostros de los deportistas.
Robben, Schneider, Kompany, Van Persie. Fi guras harto conocidas en el mundo futbolístico, súper atletas cargados de títulos, competencia internacional y por qué no, portadores también del aura glamorosa de las máximas estrellas del fútbol mundial. Esbeltos y sobradamente seguros de sí.
El turno de Costa Rica, la cámara prosigue su viaje. ¿Quiénes son estos casi niños, esmirriados jugadores que jamás soñaron jugar un quinto partido que pudiese colocarlos en semifinales? Tal es su ausencia en la escena mediática globalizada que uno de ellos, Campbell, compró 100 paquetes de figuritas para poder tenerse a sí mismo inmortalizado en una pegatina de 5×4. Su técnico, colombiano, entona emocionado un himno ajeno.
El cuerpo técnico holandés tiene estructura gerencial: son cuatro funcionarios prolija y adecuadamente uniformados con impecable camisa blanca y reluciente corbata naranja. La dirección general es de Louis Van Gaal. El que está sentado a su izquierda es, oh, Patrick Kluivert, estupendo jugador devenido elegante manager. Sentados en la banca, todos toman febriles notas en unas libretitas de lo que sucede en el campo de juego. Rara vez se levantan, rara vez se alteran, apenas sudan por el calor bahiano, eficaces mandatarios de la Casa de Orange.
A José Luis Pinto, el técnico costarricense, se lo ve siempre de pie, inquieto, sin asistentes a la vista. Es retacón, de cabeza prominente. Trajeado siempre, sí. Pero las mangas de su camisa insisten en deslizarse por fuera de las del saco, adquiriendo un aspecto extraño. No cesa de dar nerviosas indicaciones, atento al despliegue táctico de sus jugadores.
El partido, durante los 90 minutos de rigor, más los 30 del alargue podría resumirse de este modo: un superlativo Keylor Navas sostuvo y edificó un arco inexpugnable. Contó para ello con sus extraordinaria pericia, reflejos y elasticidad; fue asistido por el compromiso inclaudicable de sus compañeros; y finalmente sumó dos inestimables aliados, los postes vertical y horizontal.
Sería necio negar que Holanda buscó la definición por todos los medios a su alcance y que generó una decena de situaciones de gol. Pero es también innegable que no pudo, o no supo, quebrar el cerco, la pericia y la suerte costarricences.
A medida que los minutos se escurrían tanto se agigantaban las chances de Costa Rica como la frustración e impotencia holandesa. Los penales se fueron erigiendo en una opción más que deseable para los ticos. Se percibía que no les gustaba nada a sus rivales, que insistieron, atacaron, reventaron travesaños, patearon desde afuera, desde adentro, con violencia, sin ella, pero no. El arco de Navas aparecía blindado y la ilusión crecía. Costa Rica se sabía victorioso y eficiente en la definición desde los doce pasos.
Pero llegó el fatídico minuto 119 y el criminal plan maestro del técnico holandés derrumbó toda posibilidad de justicia poética. El tercer arquero, un tal Tim Krull, un grandote de 1.93 entra a la cancha.
Sugieren ciertas fuentes confiables que a sabiendas de la posible definición por penales, van Gaal viene entrenando a este Krull para desempeñar el rol que le fue finalmente asignado. Pero no fue preparado tan sólo para atajar, se confirma que fue adoctrinado para amedrentar, ostentar y pavonearse en el área; amenazando a los jugadores ticos en su hora decisiva.
Y vaya que tiene éxito. Navas no puede extender su invulnerabilidad frente a la eficacia de los pateadores naranjas y el antipático, prepotente, ampuloso y cruel Krull aniquila toda chance, ahoga la ilusión sin miramientos.
Se va Costa Rica de este Mundial. Se aleja la mejor sorpresa y nos priva a los espectadores de seguir disfrutando de la frescura y el desenfado. Habrá que resignarse a seguir viendo la planificación, el tacticismo y el recurso artero al borde del reglamento.
Hasta la próxima.