Claro que no estoy en contra de lo asocial.
Estoy en contra de lo no social.
Brecht a Benjamin.
Al comienzo de Los soñadores, película infernal de Bernardo Bertolucci, el personaje principal comenta que era tal la afición que había sabido tener por el cine que se sentaba en primera fila para “ser de los primeros en recibir las imágenes, cuando aún eran nuevas, frescas, antes de que saltaran las vallas de las filas siguientes, antes de difundirse de fila en fila”, como si así pudiera, de alguna forma, contener algo de todo aquello que se le presentaba espectacular frente sus ojos y que expelía tanta potencia que corría el riesgo de, en un pestañeo, escurrírsele.
El fenómeno Milei suscita algo similar: sus performances están elaboradas con tan sutil manejo del drama que, como en las grandes piezas ficcionales -y como le sucedía al joven Matthew de Los soñadores-, surge la necesidad no solo de echarle un ojo, sino de seguirlo de cerca, de ir hacia él; ver de qué está hecho, hasta dónde es capaz de ir, correr hasta la primera fila para captar antes que los demás, para entender antes que los demás.
Ahora bien, si la tendencia se mantiene, y en efecto se está yendo hacia Milei, ¿cómo no quedar no solo cooptados, impotentes ante ese corrimiento, sino además abonar a él? ¿Cómo hacer, del fenómeno en ciernes, cuanto menos un llamado de atención? Más que encarar la empresa de dilucidar de qué está compuesto el veneno que alimenta al horror, es preferible abordarlo por la forma, palpando sus relieves, tanteando sus muletillas.
El año que viene se cumplen cuarenta años de democracia y de una plaza que reunió a todos. Sin embargo, hoy vemos a un tipo sobre una grada que, desencajado, pide por leones, que grita y pide leones. En cada uno, en cada una, duerme un león. Pues bien: ¡hay que despertarlo! Todo, absolutamente todo está en uno mismo. A su espalda, tres tipos lo alientan. De los tres, dos niegan la represión de la última dictadura. En la tribuna, trece, catorce mil personas corean el nombre del tipo. Al término del acto, un móvil periodístico se presenta en el lugar. De los seis jóvenes que son entrevistados, cinco aseguran haber ido solos.
La narrativa calza justa para un capital que nos pretende ensimismados, rezando revoluciones del yo y publicando cartografías de nuestro cuerpo -en tanto cuerpo como materia escindida del otro, de los otros, de lo otro.
En sus diarios, Witold Gombrowicz dice: “El hombre es un eterno actor, pero un actor natural, porque su artificio le es congénito (…): ser hombre quiere decir ser actor, ser hombre es simular al hombre”. En redes sociales, los influencers dicen: “¡Nada mejor ser uno mismo!” En sus intervenciones públicas, Milei dice: “La gente me apoya porque estoy fuera de la casta y porque soy auténtico”.
El pospandemia entrega una época que pronuncia la vuelta al átomo, al mundo como teatro de los solos y a un conjunto de discursos que vuelve a demostrar la supremacía del cómo por sobre el qué. Con estas cartas echadas y tantos tejidos deshilachados, la contraofensiva de nuestros tiempos quizás sea la de dejar de exhibir los trofeos de la vitrina y pegarse un baño de humildad para, con la escucha como principal arma, filtrarse en esa ¿nueva? forma de generar sentido, la del producto acabado, el slogan, la quietud disfrazada de verborragia. Tajear a esa forma e ir manoteando, como en una piñata, lo que sea que se desprenda. Porque, a pesar de que todo se vea oscuro, siempre estamos ante la posibilidad de la interrupción. De interrumpir lo que nos fue dado para correr, esta vez gozosos, por fin, a ocupar las primeras butacas del cine.