Julio de 2018. Con Diego Sztulwark y Flavia Dezzutto presentábamos Vida de Perro en Córdoba. Tuve ganas de pegar esta fotografía de cuatro personas que conversan sobre un libro, y enviársela a algunos amigos y algunas amigas para reivindicar un vínculo, aunque breve y en mi caso también lejano. Y una manera actualmente amenazada de practicar la palabra.
Horacio Verbitsky es sin duda uno de los intelectuales que más lúcidamente contribuyó a la vida pública desde hace cincuenta años, con aciertos y con errores. Con agudeza y con veracidad. Con una concisión y una precisión de matriz walshiana. También con una completa ausencia de ternura, cabría decir, si esta palabra tuviera algún sentido en la escritura periodística. Pero no es seguro que lo tenga.
La semana pasada, con casi ochenta años de edad, Verbitsky se adelantó en la fila para ser vacunado. Los medios desataron la lapidación, que sostienen desde entonces. Casi todo el arco político procedió a la masacre. Sus propios compañeros de años de trabajo y él mismo en su nota de pedido de disculpas que inmediatamente publicó en El Cohete A La Luna, consideraron que se trató de un “error grave”. A mí no me lo parece. Me parece un error venial, como lo fue también la posterior ostentación, en un programa radial, de haberlo hecho.
Lo grave me parece otra cosa. Hay un estropicio de la opinión que mete miedo. Que mete en el miedo. Porque las opiniones no son nunca solo eso cuando las anima el puro goce de condenar, de abatir y el deseo de destrozar personas como corroboración de la propia inocencia. Cuando la discusión pública se anega en esa afectividad, es que estamos en la antesala de algo impreciso pero sin duda siniestro.
La marcha democrática que nos ha traído hasta aquí sería impensable sin el trabajo periodístico y sin la constante investigación de los hechos sociales por Horacio Verbitsky. Y de muchos otros y muchas otras. En este exacto momento, honrar esa marcha y afirmarla en su promesa es en mi opinión recuperar y practicar otro modo de hablar, de contender, de pensar y de tramitar equivocaciones, que se contraponga al actual estado de la lengua pública argentina: una lengua que aloja un turbio deseo de sangre y estimula las peores pasiones de destrucción. No se trata de hablar con igual violencia recíproca, ni de odiar del mismo modo pero en sentido contrario. Sino de construir colectivamente un estilo de intervención renuente a sucumbir en la captura de la banalidad del odio y de un moralismo despiadado que acaba por aniquilar a la ética y a la política.