Constelar una cultura // Silvio Lang


Semblanza de Horacio González

No hay, en nuestras tierras, rastreador de textos y texturas mas avezado que él. Tiene en la cabeza la carta topográfica de las fronteras de los lenguajes de la historia de la cultura. Despliega la retórica del glosador con pasión historicista: reaviva y entrecruza las napas de los textos más lejanos entre sí. Geólogo de la cultura que lee como un loco se adentra en la irresolución vital de los textos. Sustrae sus restos como espigador de la cultura. Horacio González, Director de la Biblioteca Nacional, desde el año 2005, lleva sus propios títulos en los bolsillos: de baqueano y de lenguaraz al mismo tiempo.

No hay estación, enclave, istmo o cruce de pasajes de la trama cultural argentina que nuestro baqueno no conozca bien y no se precie de glosar. ¿Cómo hizo? ¿Cómo ha recorrido tanto libro? ¿Acaso, guarda un lazo invisible con los profetas que el desierto les revela secretos?  Alguna vez se le ha escuchado decir en público que «La nación es la infinita tolerancia a los lenguajes».  Incluso a escrito que: “la Biblioteca Nacional es un hilo interno del despliegue de la Nación argentina”.  Y para González la nación son sus textos como “clavijas de la cultura sobre la materia amorfa de la vida”. Pero todo texto es una línea de frontera: “Todo lo que un texto nos puede querer decir, es de lo que él se nos escapa o sobra”, escribe en Historia de la Biblioteca Nacional. Estado de una polémica. Aventurarse en la memoria de la cultura será para González siempre un rebasamiento entre líneas textuales que tantean al presente.

Morador de las fronteras, González, se contela en un tiempo preñado: la generación de 1968. Su gran compadre ha sido Nicolás Casullo. Se reconoce su brillo junto a otras luminarias de esa generación: Juan José Saer, Nestor Perlonghuer, Rofolfo Fogwill, Beatriz Sarlo, Maria Moreno, Cesar Aira, Germán Garcia, Jorge Panesi, Josefina Ludmer, Eduardo Grüner, Alcira Argumedo, Américo Cristófalo, Luis Guzman…

Ahijado de dos grandes retóricos de la nación, David Viñas y León Rozitchner, aunque podría ser Ezequiel Martinez Estrada su inspirador más profundo, y Paul Groussac y Jorge Luis Borges sus fantasmas de toda la vida. Sin embargo, si se lo apura puede ser que González  conteste que quiso ser el Coronel Lucio. V. Mansilla. ¿Pero quién no quiere ser Mansilla? Darse maña en el invierno de la vida ostentando como el autor de Una excursión a los indios ranqueles:

Flexibilidad de carácter para encontrarme a gusto, alegre y contento, lo mismo en los suntuosos salones del rico, que en el desmantelado rancho del pobre; lo mismo cuando me siento en elásticas poltronas, que cuando me acomodo alrededor del flamante fogón del humilde y paciente soldado.

Es que la elasticidad con que los textos se le ofrecen a González  para tramar una praxis de la cultura evoca esa antropología de las pampas que Mansilla nos primerizó a todos con gran arte al punto de encontrar la civilización en la barbarie:

Estos bárbaros, dije para mis adentros, han establecido la ley del Evangelio, hoy por ti, mañana por mí, sin incurrir en las utopias del socialismo: la solidaridad, el valor en cambio para las transacciones; el crédito para las necesidades imperiosas de la vida y el jurado civil; entre ellos se necesitan especies para las permutas, crédito para comer. 

Porque si Mansilla fue el héroe antropológico que descubre el socialismo entre los indios ranqueles, cuyo exterminio funda la nación argentina, Gonzalez, es el hombre que piensa -en el hoy- una nación socialista. “Melancólico” lo llamó Horacio Verbitsky sin darse cuenta que también hablaba de sí y de su trabajo de sepulturero. Ni Gonzalez ni Vertbisky saben cómo finalizar el duelo de una “patria socialista” sin melancolizarse. Pero, ¿quién lo sabe salvo que sea un canalla declarado?

La melancolía es el desamor que, también, recrea lo acaecido y lo eleve como textos culturales y potencia temporal de las sociedades. Hay en la praxis de González, en su escritura y en su política de la Biblioteca Nacional,  una «vigilia operante» como lo ha encumbrado Carlos Astrada al gaucho errante Martín Fierro. Como baqueano, González, abre con la guadaña lenguaraz de sus lecturas la maraña irresuelta de los textos de la nación. Dejando, sin embargo, que todo se vuelva a mezclar de otro modo ni bien cruzamos el pasadizo abierto. «Es una aguja de marear humana; su mirada marca los rumbos y los medios rumbos, con la fijeza del cuadrante”, asi ha descripto Mansilla al mejor baqueano.


La cultura del baqueano 

“No hay arroyo, no hay manantial, no hay una laguna, no hay un monte, no hay un médano, donde no haya estado personalmente para determinar yo mismo su posición aproximada y hacerme baqueano, comprendiendo que el primer deber de un soldado es conocer palmo a palmo el terreno donde algún día ha detener necesidad de operar”. De esta manera Mansilla se autodefine a sí mismo como rastreador de caminos, como soldado pero también como político. González no ha sido inmune a esta máxima mansillezca. Al punto de crearse la necesidad de actualizar y publicar una Historia de la Biblioteca Nacional, para operar y trazar efectos en sus incursiones de director.

 

Hacer la historia del recinto de “las quimeras literarias del país”, glosando sus percances y adversidades institucionales, sus querellas administrativas y tecnológicas, es para González “llegar al núcleo vivo de la polémica sobre la cultura nacional”. En esta Historia de la Biblioteca expresa más que nunca un tema que lo desvela: el drama de habitar el Estado. Es que la naturaleza burocrática del Estado es también una forma de archivo como lo son las bibliotecas. Por eso, para González, la Biblioteca Nacional, es una “urdimbre que recuerda el procedimiento entero del Estado”. Se es parte del Estado, que además, en su faz represiva -siempre latente por ser la infraestructura de su poder-, durante la última dictadura militar, destruyó la idea de revolución, eliminando a una generación y melancolizando a los sobrevivientes. Habitar el Estado es una dimensión dramática de lo imposible, de lo que se resiste a una resolución final simplona. Acaso, un imposible que se parece mucho a la memoria de la cultura a través de los textos que González practica en su escritura fronteriza.

La dirección de González, en la Biblioteca, ha asumido este imposible y desde allí ha producido no pocas polémicas: gremiales, bibliotecológicas, administrativas, intelectuales y políticas. Con la noción de “libro viviente”, que González ha tomado del pensamiento de Antonio Gramsci, hace de ella un instrumento que verifica en la Biblioteca Nacional un pensamiento cultural emancipador. Quizá con el deseo de retomar el ímpetu de proferimiento y organización de las primeras bibliotecas anarquistas de principios de siglo XX, en Latinoamérica, y que, en nuestro país, la experiencia más reciente fue la Biblioteca Popular Florentino Ameghino, de Venado Tuerto, durante los último años de la la última dictadura militar, dirigida por un grupo de jóvenes del pueblo, de donde surgió, luego, la actual Facultad Libre de Rosario.

El redescubrimiento de un libro borroneado en la memoria social se trenza con lecturas que hackean los “soportes” de las nuevas tecnologías. El libro se reactualiza hasta moldearse en un materialismo sensible de actos bibliotecarios: reediciones de libros fundantes, diarios y revistas con polémicas mal enterradas; meditaciones mediáticas de libros perdidos; trucos tecnológicos listos para un museo estrafalario de la memoria editorial; expendedoras automáticas de libros-bolsillo echando unos centavos en la ranura; retornos de la retórica pública mediante payadas asamblearias, tertulias intelectuales, arengas culturales y expoliaciones petulantes; rescate de partituras silenciadas que han diagramado la historia nacional; fabulaciones cinematográficas de la sociedad actual que hace historia… Y un sin fin de materia glosadora y autónoma de los libros como “objetos supervivientes” con que la biblioteca recrea a sus nuevos lectores. Se trata de “un vitalismo adherido a los documentos”, como lo nombra el propio González, en su Historia de la Biblioteca:

Cuando decimos que hay una voz sepultada en los documentos puede consistir en una explicita primera persona que despeja su intimidad en un escrito o, por el contrario, en un rumor acallado, una mudez que reclama intérpretes, que puede haber tenido varias interpretaciones y llega a nosotros con esas alteraciones, esos balcuceos, la indescifrable resistencia a perder su impenetrable singularidad.  

De este modo recrea una praxis cultural que actúa con un “preservadurismo situado”. Los libros que la biblioteca decide revivir son los desechos del pasado que permanecen en las napas profundas del presente. Como esos fósiles en la oscuridad del desierto que iluminados por la luna se convierten en fosforescencias errantes y que los paisanos llaman “luz mala”. Son nuestras “iluminaciones profanas”, en los campos pampeanos, que alumbran recodos insospechados cuando nos movemos. El “libro viviente” que se desplaza como luz mala junto con nosotros forja una retícula de conexiones significativas entre restos lejanos e independientes. González rastrea los desechos para crear el presente. Porque como testimonia el astrónomo chileno Gaspar Galaz, en el documental de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz:

El presente no existe. Todas las experiencias que vivimos en la vida ocurren en el pasado. Incluso, las sensoriales. Todo está un tiempo atrás, aunque sean milenésimas de segundos. Las señales de lo que ocurre se demoran en llegar a la percepción. El presente absoluto más cercano es el de la mente. Y ni siquiera. Porque cuando pienso algo, la señal se ha demorado entre mis sentidos y mi pensamiento. Nos acostumbrados a vivir en el pasado. El presente es una línea muy delgada que si la soplamos un poco se destruye.

Por eso al presente hay que estarlo reiventando todo el tiempo. De ahí, que González , lleve a  la Biblioteca la gran consigna de su libro Restos pampeanos: “recorrer con empeño rastreador”. Este afán astronómico con los textos que traman la nación le permite reconocer que nuestra “conciencia esta rellena -como estopa- de textos ajenos”. La autoconciencia de González es un enredo de pasajeros clandestinos que trafican los restos de las contiendas culturales argentinas. Y las citas, como nos ha enseñado, Walter Benjamin, “son como salteadores de caminos que irrumpen armados y despojan al ocioso paseante de su convicción”.

A esta autoconciencia clandestina del instante de peligro por la traficación de los textos para la creación incesante del presente de una nación, González, la llama “lectura ontológica”. Una lectura que resulta un hecho social por lo que arrastra y enuncia. De ahí, que González ha desarrollado las dotes de gran glosador. Función cultural no menor. Glosador de las redes invisibles que comporta y transporta una cultura consigo misma y su alteridad. Por más que Gonzalez sea un Doctor en Sociologia sus lecturas de brillante fabulador lo reubican en el lugar del autodidacta y de la sabia “docta ignorancia” emancipadora. Porque la “eficacia literaria solo puede surgir de la relación entre acción y escritura”, como nos enseña Benjamin.

La cultura del lenguaraz

“El lenguaraz no puede traducir literalmente, tiene que hacerlo libremente, y para hacerlo como es debido ha de ser muy penetrante”, nos adelanta Mansilla, en su Excursión. Es que no hay reciprocidad y equivalencias entre las lenguas o los ideolectos. Hay, en cambio, desplazamientos, reinterpretaciones o contrainterpretaciones. La traducción que hace el lenguaraz es el reino de la diferencia y la infinita tolerancia a los lenguajes. Como en la lengua de Sassure y como en la nación de González.

González ha visibilizado en la escena pública un habla estatal  muy distinta al idioma ceremonial de otros funcionarios de la cultura. En una entrevista que le hice en el 2008, en medio del conflicto agropecuario con el gobierno, González me explica que: “Una biblioteca tiene que tener un trato fino con su época; pero, al mismo tiempo, debe pronunciar las palabras que se escuchan en su época. Tiene que pertenecer al mundo de la crítica”. Porque para él: “El lector surge en el entrecruzamiento de las polémicas que ocurren en toda sociedad. La polémica es cómo leer, cómo interpretar los legados, cómo hablar”. Es así que: “La Biblioteca debe preservar sus bienes pero no debe preservarse de usar un habla crítica. Un habla crítica no supone ser sediciosa, ni facciosa, ni tangencial, ni tendenciosa; sino que conservando su pluralismo debe de exigir del lenguaje su máximo”.

Es consabido que lo que caracteriza a González a es una habla oscura. “Enigmático ensayista, oscuro y barroco”, le espeta Beatriz Sarlo en, La audacia y el cálculo. “Es que desde temprano me persigue el fantasma de un escribir difíficil”, confiesa el propio González, en Retórica y locura. Sin embargo, Platón en el Fedro ha encontrado el salvoconducto de la manía que une la adivinación, con la locura y ésta con la fuerza política. Esta retórica política oracular es la que habla González. Inspirada fuertemente en el lenguaje de Ezequiel Martinez Estrada. Pero, al contrario de lo que se cree la voz profética del oráculo se adquiere bajo los efectos de la lucidez de que el destino no está resuelto. Se sabe que no se lo puede saber todo. Por lo tanto no se lo dice todo, y por eso de lo dice a medias. El enigma planteado en el oráculo no es una sobredeterminación futurológica si no un presente de decisión que libera y federaliza los caminos a tomar.

Como dijo Napoleón: “En la guerra dos tercios deben concedérsele al cálculo y uno a la casualidad”. Ese blanco de azar, ese no saber del todo el desenlace  ofrece la posibilidad a los seres humanos de inventar un pensamiento y un hacer que lo sustraigan a la sobredeterminación y la repetición. La retórica oracular es la dicción de una política de emancipación. Apela a la potencia del ser parlante y su capacidad de decisión.

Si González renuncia a una “huída feliz del laberinto” como testimonia en Retórica y Locura es porque en su estilo copioso, murmurante y enigmático está implicada una praxis cultural que le permite huir deseoso de la abstringencia de la lengua materna y reelaborar “la oscura sensualidad de un decir excéntrico”, que todo libertario desea. González habla una nueva dicción estatal en las fronteras del Estado. Es su manera de trazarle los límites a la abstringencia estatal y dejar un aire de imaginación pública y social para entregarse “a la felicidad renovada de una antropoligía de la vida cotidiana”.

Estas resultan las líneas retóricas de una práxis cultural destotalizadora como política pública en el corazón de la Biblioteca Nacional. Que si tendríamos que definir a las apuradas la llamaríamos: cultura de frontera. Una cultura de la mezcla, del mestizaje. Cultura del lenguaraz criollo que trenza lo alto con lo bajo, lo noble con lo espurio, lo lejano con lo cercano, lo bárbaro con lo civilizado. Artesanía donde todos los elementos y registros son iguales y distintos al mismo tiempo y, sin embargo, se teje una elocuencia sensible y estratégica.

No tanto porque el mestizaje produzca un nuevo artefacto cultural, sino porque las marcas fìsicas de la memoria cultural colectiva cuando son meditadas siembran una singularidad de sentido. Benjamin dirá una “constelación crítica” donde es preciso que un fragmento del pasado despierte al presente.  González esboza, de esta manera, una teoría de la cultura argentina para despuntar los actos bibliotecarios en acciones culturales y creaciones intelectuales como instrumentos de intervención en la vida pública del momento político. Retomando en ello a Paul Groussac, antiguo director de la Biblioteca Nacional, Gonzalez, propone reformular la teoría bibliotecológica mediante una praxis cultural historizada de las bibliotecas públicas. Como me dijo en aquella entrevista:  “Intentamos hacer una Biblioteca que no sólo espera los lectores sino que los crea interviniendo en los debates públicos de la época”.

Liberar y federar

Si hubo en Francia una cultura de la conversación que se instruyó en los salones literarios y las noches proletarias donde se cocinaron sus revoluciones, nosotros relucimos, en nuestras llanuras, una cultura del lenguaraz -mezcla de indios y conquistadores- que debatió su revolución en tertulias criollas. Revolución que en medio de las armas pensó y fundó una “casa de libros”: una biblioteca pública con función educativa al modo de una sociedad de debate. “Los libros están a mano para dirimir disputas”, dijo su fundador Mariano Moreno. Se trató de la “ilustración popular” como una de las tácticas revolucionarias.

Por eso González llega a decirme que: “Una biblioteca no es contraria a una guerra”. Algo que luego ratificará en Historia de la Biblioteca Nacional: “La biblioteca surge de una interrupción excepcional, del acontecimiento impensado de la guerra, si bien es claro que las mentes cultivadas la preparaba desde antes”. En 1810 lo que hoy conocemos como el Colegio Nacional de Buenos Aires se había convertido en un cuartel y no había donde educarse. Gonzalez, me cuenta que:

Groussac se pregunta cómo es posible una biblioteca cuando esta amenazado todo el campo político, social y cultural; por qué razón en una guerra se funda una biblioteca. La subsistencia penitente de la Biblioteca Nacional durante 200 años es un intento de explicar cómo se funda una biblioteca en una guerra pero como una Biblioteca no es contraria a una guerra, no es el otro polo de la guerra; sino cómo está entrelazada con los tejidos bélicos  de cualquier mundo que le sea contemporáneo. Porque la fantasía que redea a todo biblioteca desde tiempos inmemoriales es su destrucción.

Y rematando el fantasma de la bibliocastía agrega: “No se puede moralizar sobre la destrucción hay que dejar siempre flotando la hipótesis de que se puede entrar en una guerra y la biblioteca puede ser destruida”. González asume el concepto de biblioteca revolucionaria que “se basa no en la circulación de libros en los espacios de lectura y edición previsibles, sino en actos bibliotecarios, cuya validez la explica un estado de convulsión y guerra”, insiste, años después, en Historia de la Biblioteca Nacional.

En una dirección morenista, groussaquiana y nacional popular al mismo tiempo, lo que González verifica es el “estado de una polémica”: si hay un lector, hay un espectador de una historia, que también protagoniza. La Biblioteca actúa como archivo imaginante de los ciclos históricos de la nación y sus proyectos de emancipación. La praxis cultural de la Biblioteca bien podría ser una “iluminación profana” que despierte las políticas culturales oficiales del ciclo kirchnerista.       

* Texto publicado en el revista Mancilla Nº 2, abril 2012.

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