Conjeturas sobre un llamado inesperado // Sebastián Scolnik (Fragmento de Nada que esperar. Historia de una amistad política)

La noche anterior había estado comiendo pizza y tomando cerveza hasta tarde con los estudiantes de su materia Teoría Social Latinoamericana. Se levantó tempranito, algo cansado, se dio una ducha y bajó. Cruzó la calle Defensa y entró al Bar Británico, de donde era habitué. Pidió café con leche con medialunas, revisó los diarios y se indignó por las cosas de siempre. El maltrato de la lengua política, la banalidad de la lógica comunicativa, las dificultades de un país que siempre agonizaba y la moralina de un republicanismo decadente que no hacía honor a su tradición. Alejó los diarios con la mano y bebió el último sorbo de su taza, con tanto descuido que un hilito de café se desprendió de la comisura de sus labios y comenzó a bajar por su rostro hasta caer sobre su camisa. Maldijo levemente el episodio (estaba acostumbrado a estos sobresaltos, que eran producto de la desatención o el apuro), mojó una servilleta de papel en el vaso con agua y frotó levemente la tela hasta que la manchita se difuminó, si no totalmente, en gran medida. Luego, con un ademán, balanceó dos o tres veces el dorso de su mano derecha para repasar la zona afectada y eliminar los remanentes de papel achicharrado que, bajo el apremio de la humedad, se habían desprendido de su cuerpo original para adherirse a la camisa en el lugar del incidente. Rápidamente, olvidado el traspié, se puso a preparar su clase de Teoría Estética y Política. Tenía consigo un volumen de José María Ramos Mejía, Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, el cual leía con su particular estilo. ¿Cuál era su método? Leer en diagonal, pasando hojas con frecuencia regular y deteniéndose en ciertas palabras que llamaban su atención. Si en la lógica del algoritmo esas “palabras clave” funcionan como descriptores clasificatorios que permiten al lector orientar su búsqueda o ser guiado por su aritmética secreta, en los ojos de Horacio González, esas palabras eran signos que remitían a textos, linajes y problemas con los que establecía un “asociacionismo salvaje”, una lectura capaz de saltarse las obviedades y encontrar relaciones insospechadas entre las cosas. Porque cada palabra recordaba algo que ya había sido leído o pensado. Toda la cultura le pertenecía, estaba incorporada en su propia vida. No porque ya no hubiera nada que lo sorprendiera o porque lo conociera todo, sino porque cada asunto que revestía la forma de una novedad podía encontrar un anclaje, una relación posible con la historia. Y eso volvía su pensamiento tan sutil como creativo. Cada vez que se encontraba con una de esas palabras, detenía el pulso de la lectura. Incluso, a veces, se sacaba los anteojos y miraba la calle por el ventanal mientras elucubraba esas relaciones libres entre los conceptos, los hechos y los personajes del pensamiento universal. Hasta que, por fin, asentaba esas combinaciones nombrando su singularidad y convirtiéndolas en su propio acervo de ocurrencias y amalgamas anómalas. Una vez masticada la idea, González se volvía sobre el servilletero de metal, hundía un dedo sobre el pilón de papel, presionando con destreza para que el resorte interno se mantuviera plegado, y cuando el montículo descendía, tomaba una de las solapas del doblez de la servilleta para extraerla de su lugar. Una vez terminada la maniobra, rápidamente debía sacar el dedo y el papel para que no se vieran atrapados por el retorno del resorte que devolvía la base y el fajo apilado a su lugar original. Anotaba un garabato en la servilleta y lo insertaba dentro del libro. Así construía González sus clases. Una vez en el aula, abría los lugares señalados, en los que ya habían sido trazados unos diagramas imaginarios en las instantáneas iluminaciones de un bar y, como alguna vez dijo Tomás Abraham, levantaba las velas para que el viento de su fabulación lo llevara libre por las aguas inquietas de la historia y la filosofía. Hasta que su velero se encallaba, y de vuelta a abrir el libro, en otro de sus señalamientos, para echar a andar. Esa mañana estaba enfrascado en la relación entre locura, simulación y positivismo. Cada tanto, algún parroquiano se detenía a saludarlo y a conversar. Devolvía la conversación con gentileza, pero él quería seguir leyendo. Hasta que, de golpe, algo impredecible ocurrió. ¡Horaziooooo! Una voz rústica, la del gallego del mostrador, pegó un grito extraño, desmesurado, inhabitual. González se dio vuelta, alarmado, y vio al hombre con el tubo del teléfono en una mano mientras que con la otra hacía el reconocible gesto de traerla hacia sí, como indicándole a su interlocutor que se acercara. Cuando llegó a la barra, el dueño del Británico le dijo aquello que a esa altura parecía una obviedad: “¡Teléfono!”. Sorprendido —nunca lo habían llamado al bar—, atendió con su clásico: “Hola, sí, es Horacio”. Del otro lado de la llamada, un tono conocido, apenas alterado por el modo en que la tecnología afecta los sonidos de la voz, habló y dijo: “Hola Horashio. Soy Néstor Kirchner, el presidente. Venite a la Rosada, estoy con tu amigo Elvio Vitali, así charlamos un ratito”. En esta secuencia, la de los tres modos de decir “Horacio”, empezó un largo periplo que lo llevaría a convertirse en una de las figuras más destacadas de la cultura del país. Volvió a su mesa sin dar plenamente crédito a lo ocurrido. Se puso la campera marrón de gamuza, la que le había regalado su amigo, el filósofo y politólogo Oscar Landi, metió su libro de Ramos Mejía y su agenda en una bolsita que llevaba consigo a las clases, saludó a los mozos luego de pagar su cuenta, dejando su habitual propina generosa, salió a la calle y paró un taxi: “A la Rosada, por favor”. Cuando llegó, se presentó ante la custodia: “Buenos días, señorita. Soy Horacio González. Vengo a ver al presidente”. Le hicieron pasar su bolsa, con el libro de Ramos Mejía y la agenda, por el escáner de la entrada, lo anunciaron y finalmente subió. Kirchner le ofreció ser el subdirector de la Biblioteca Nacional, acompañando a Elvio Vitali, quien sería el director. Aceptó. Pensaba que no podía rechazar un ofrecimiento de esa índole, de quien, además, le pidió que fuera crítico con el gobierno, aduciendo que era lo que hacía falta para no equivocarse en un momento tan delicado. Además, se había presentado como parte de una generación que había querido cambiar el mundo y que ahora se hacía cargo de reparar los daños que había ocasionado el neoliberalismo. Y en esa fragilidad, la de un gobierno que asumía en un país destruido, Kirchner le pidió ayuda. Así, el día que había empezado con la preparación de una clase, terminaba con un ofrecimiento presidencial.

Imagen: Tito La Penna, Bar Británico

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