Agradezco la invitación para participar de la presentación de este libro que es, como todo libro de verdad, un paso de vida, una experiencia que nos llega a través de los tiempos y que nos arrastra en sus urgencia por definir los umbrales del mundo y la manera de leerlo, para fundar una política de la soberanía sobre si.
Hace unos días, en vísperas del primero de mayo, después de una noche de sueño intranquilo, me desperté sobresaltado a las 6 de la mañana y me dije: ya estoy grande para que me sigan meloneando. Había soñado que estaba con mi papá, una mañana muy temprano, bajando la persiana americana en la cocina de un departamento. Mi papá quería oscurecer del todo la cocina para que no entrara la luz del amanecer. Yo me negaba porque sabía que muy poco después debíamos levantarnos para entregar el departamento a un “inquilino” (esta palabra no estaba en el sueño, pero tengo que reponerla para que se entienda lo que sigue). Le dije a mi papá, en el sueño: es Fernando el que viene, no le vamos a cobrar, si es su casa. Mi papá se llamaba Roberto (y todavía más: Roberto Rodolfo). El Fernando que volvía a su casa es mi primo hermano, desaparecido desde 1976.
Así asaltado por mis propios fantasmas vengo a hablar de Roberto Carri. Yo soy el más extranjero respecto de esta publicación y lo soy por muchas razones: Horacio y Alcira tienen textos muy hermosos y muy justos que comentan los libros y la vida de Roberto Carri; Gustavo y Verónica han editado estas piezas de archivo; y finalmente, con Operación fracaso y el sonido recobrado y las partes que incluye (cada una con diferente nombre, lo que es, además, una teoría de los nombres y de la nominación queer) Albertina nos regala no la mejor de sus obras (porque no se pone del lado de lo obrado), sino el más alto pensamiento sobre la desaparición, la memoria, las relaciones de clase y de género, un pensamiento que no ha dejado de plegarse con el pensamiento del padre. En todo caso, aunque Albertina no fuera hija de Roberto, sus textos también forman parte de estas Obras completas que venimos a presentar y a celebrar. Albertina ha contado ese pliegue en un texto incorporado a este libro, donde descubre que la película planeada a partir de Isidro Velázquez, su guión, se pliega con su película Los rubios y se reconoce “muy conmovida por los parecidos en ciertas decisiones formales tomadas por Pablo Szir en 1971” (I: 381)[1].
Plegarse con y no plegarse a porque no se trata de una adherencia edípica sino de una de esas articulaciones que invierte las relaciones entre causas y efectos. Una resonancia, si quieren (y por eso yo llego al padre de la mano de la hija). Las partes de un pliegue “se dividen hasta el infinito en pliegues cada vez más pequeños que conservan siempre una cierta cohesión”[2] y esa lógica funda una cosmología completa, una hipótesis de mundo, una antropología radical, subdesarrollada, futurista.
Eso es un pliegue, una resonancia, y su lógica es completamente antipositivista, intempestiva: nada tiene que ver con el demonio de las influencias. Está, por así decirlo, más allá de la historia positiva y de la ciencia burguesa que obsesionaron a Roberto Carri en sus libros, en sus clases, en sus artículos y hasta podría decirse que su lógica es la de esa violencia (revolucionaria o pre-revolucionaria) que fue a buscar en el bandolerismo rural de mediados del siglo pasado.
Pero soy todavía más exterior, porque ni vengo de la sociología ni a ella me encamino. Vengo de las Letras, y cultivo el paso lento de la Filología, esa novia retardada, siempre un poco más atrás que de lo que de ella se espera. Para disimular esta extranjeridad me refugio en unas palabras que cita Verónica Gago, recordando a Paula Carri: Ana María Caruso (profesora de Letras), la madre de Andrea, Paula y Albertina, fue la primera editora de la obra de Roberto (I: 69), porque fue su primera lectora, y la más exigente. Eran otras épocas y, por entonces, las carreras de Letras y de Sociología compartían la misma inscripción institucional. Es fácil suponer el encuentro entre los jóvenes Roberto y Ana María lo que, en lo que hoy nos atañe, significa el encuentro entre dos disciplinas que se fueron alejando con el tiempo.
La tercera distancia, la más abismal, me la callo: algunos de ustedes la conocen, otros la supondrán, no es algo de lo que hoy valga la pena hablar.
Pero necesitaba aclarar que leo estos libros (a diferencia de quienes me acompañan) desde una exterioridad radical: estoy, por así decirlo, a la intemperie o, para ser topológicamente más precisos, a la vuelta de la manzana. Espío, desde la ventana de mi cocina posfilológica, lo que pasa en estas aulas donde se discute la marcha del mundo.
De todos modos, como he reivindicado la lógica del pliegue, y el ciclo del pliegue incluye una instancia, el despliegue, en la que “el pliegue deja de ser representado para devenir método, operación, acto”, bien puedo plegarme con Roberto Carri, como antes me he plegado con Albertina, para salvarnos al mismo tiempo de la distancia cientificista y de la identificación narcisista. No leo, como Albertina esa “alcurnia revolucionaria” que ella invoca con un poco de cansancio (I: 383), sino la urgencia de Roberto Carri. Me refiero a la urgencia y la impaciencia de su escritura y, por lo tanto, lo que de él queda como una chispa de vida en estos textos recopilados ahora como sus Obras Completas.
¿Qué lo apuraba tanto?
Leo al comienzo de Isidro Velázquez: “el material utilizado puede ser cuestionado por los investigadores serios, pero no tengo ningún inconveniente en declarar que eso me importa muy poco” (I: 281). Parece una jactancia juvenil (muy parecida a la del joven Wittgenstein, cuando declaró haber resuelto todos los problemas de la filosofía y pasó a dedicarse a la jardinería y a la enseñanza primaria), pero como lo que me interesa es plegarme con el pensamiento de Roberto Carri allí donde todavía palpita, en las páginas que escribió y en las clases que dijo, me pregunto de dónde le vino esa posibilidad de sostener un punto de vista exterior a lo que la disciplina le indicaba como legítimo y como necesario. ¿Es la época la que habla en ese desprecio por los métodos positivos del conocimiento sociológico? ¿O es una colocación todavía más radical la que lo aparta de las reglas del método y, al mismo tiempo, de “los modernistas de la revolución” (I: 285)?
Horacio González señala que el libro Isidro Velázquez (publicado en 1968, un año de inflexión) es contemporáneo de la película Dios y el diablo en la tierra del sol de Glauber Rocha. (I: 357). “Casi al final de la experiencia, hacia 1973”, señala Alcira Argumedo, “su libro Poder imperialista y liberación nacional” (I: 27). Deduzco, de esos dos señalamientos, que la experiencia intelectual de Roberto Carri debe entenderse como una experiencia sesentista, en los mismos términos que el cine de Glauber. Hay que recordar la irritiación que esa película provoca en un “modernista de la revolución” como Ángel Rama para comprender la fatiga de la modernidad letrada ante discursos completamente descentrados sobre la violencia como los que se dejan leer en Dios y el diablo e Isidro Velázquez.
Me emociona, de esa constatación, el hecho de que mientras yo estaba jugando con mis Lego en un patio de Córdoba, un joven estuviera escribiendo estos libros con cuyo pensamiento hoy se pliega el mío, de la mano de Albertina, hasta el hueso pelado de mis sueños.
En Isidro Velázquez, Roberto Carri discute el valor de la violencia muy fuera de los marcos de referencia de la época. Rechaza las posiciones ético-anárquicas para las que la revuelta carece de valor histórico porque al no tener como objetivo la destrucción de las instituciones no es una lucha contra lo que existe. Las posiciones anárquicas de un hegeliando de izquierda como Max Stirner (quien sostuvo esas hipótesis) fueron impugnadas por Karl Marx, quien no separa revuelta de revolución (el acto político y la necesidad individual), pero en cambio cae en la aporía del partido como idéntico a la clase (su conducción). Carri rechaza también la línea propiamente marxiana (modernista y aporística, por el problema del “partido”, ausente en el “caso” considerado) y hasta la piensa como una mera variante del reformismo. La explicación a la que parece aferrarse es la anarco-nihilista, para la que hay una indiscernibilidad absoluta entre revuelta y revolución. Por esa vía supera al modernismo cientificista y se entrega a una gramática revolucionaria de las cualidades: la “simpatía” de la masa es lo que subraya una y obra vez en la peripecia de Isidro Velázquez. Naturalmente, el carácter anarco-nihilista de su explicación es lo que explica la urgencia, porque el tiempo de esa violencia milenarista, así predicada, responde a la lógica del tiempo mesiánico, y creo que lo que se lee en la obra de Roberto Carri es una comprensión profundísima de esa tiempo final, que excede por completo los lugares comunes de la época, pero también los esquemas populistas.
En todo caso, leo la obra de un sociólogo enfurecido contra “la ciencia” “lo científico”, “la sociología científica” (en su polémica con Delich, II: 61 y siguientes), el “formalismo” en las ciencias sociales (II: 69 y siguientes), entendido como “empirismo acrítico”: la voz de alguien que se detiene a discutir la oposición entre “ciencia” y “práctica” porque le parece que eso afecta al estatuto posible de una verdad: “para nosotros hay una sola verdad y es la necesidad de la lucha popular por la liberación de la patria. Nuestra ciencia expresa esa necesidad”. (II: 85), escribe Roberto Carri.
En contra del “universalismo abstracto de las ciencias”, que “complementa al poder imperialista”, “nuestro planteo resalta la singlaridad revolucionaria (II: 85)
Esa sociología, como cualquier otro nombre disciplinar (basta leer sus clases: el estructuralismo, el análisis lógico) es para Roberto Carri una especie de aduana del pensamiento, un espacio donde no se inventan o crean conceptos sino donde se administran Universales.
¿Cómo sería una ciencia de lo singular? Una interrogación semejante pone en crisis el edificio entero de la ciencia sociológica. Se podría pensar en una alianza al mismo tiempo pública y privada (es decir: político y económica) entre teoría, arte y ciencia, registros plegados en un umbral de indiscernibilidad y las condiciones de un saber: nosotros, educados en la filología, llamamos “crítica” a ese umbral.
Y en ese punto convendría recordar a Gabriel Tarde, el fundador de una sociología de las cualidades a quien Roberto Carri no cita, que perdió completamente contra Durkheim en los momentos fundacionales de la disciplina. Tarde sostuvo, y creo que a Roberto Carri lo hubiera entusiasmado este camino, una concepción inversa de la que sostiene la sociología clásica: no explicar lo pequeño por lo grande y el detalle por el conjunto, sino “las semejanzas de conjunto por la agrupación de pequeñas acciones elementales, lo grande por lo pequeño, lo englobado por lo detallado”[3]. Una sociología de las simpatías y de las urgencias, una teoría de las inminencias y de los pliegues, la ciencia de lo singular y de lo necesario. Una microsociología de los pliegues y de las moléculas.
No es difícil deducir la dirección en que las investigaciones de Roberto Carri se hubieran dirigido. Por fortuna contamos con sus clases. Por ejemplo, esa clase magistral en la que explica el estructuralismo y, para criticar sus puntos ciegos, recurre a Sartre, cuando señala el fundamental olvido de “los seres que hablan, de los seres hablantes” (II: 209).
Podemos parafraserarlo en estos términos: el problema es la voz, y no el lenguaje. Y, sobre todo, «la voz cantante», que es como una voz en silencio (la voz del poder, que Foucault analizó obsesivamente a partir de la misma constatación[4]).
Hay una profunda insatisfacción en el pensamiento urgente de Roberto Carri, y no sólo en relación con los modelos hegemónicos de las ciencias sociales, sino también respecto de la articulación entre voz y clase (el problema del partido en las teorías marxistas). Por eso saldrá en busca de una historia con la que se plegará: Isidoro Velázquez, el peronismo. Se trata de construir las condiciones para un supuesto saber, que ni siquiera puede reconocerse como “nacional”: “Definir a una política o a una teoría como nacional, dada la ambigüedad del concepto, es una definición vacía de contenido” (II: 88).
Roberto Carri persigue (en sus libros, sus artículos, sus clases) las condiciones de un saber extraño, que por respeto a las instituciones no nos atreveríamos a definir como queer, que no puede fundarse ni en la ciencia positiva ni en las imágenes de la democracia burguesa. Se trata de un saber al mismo tiempo fuera de la ciencia sociológica y de la política, deslocalizado, atópico, heterotópico, palabras a las que Carri habría llegado si el Terror no se lo hubiera impedido).
Algunos considerarán desmesurada la afirmación de Alcira Argumedo en el primer tomo de estas Obras Completas, pero yo la suscribo hasta el infinito (y más allá): “La Revolución del Tercer Mundo fue acompañada de un rico movimiento intelectual, equivalente a lo que fuera la Ilustración en la Europa del siglo XVIII, con la emergencia de ideas y concepciones largamente silenciadas” (I: 23).
El mayor interés del pensamiento de Roberto Carri, del que estos libros nos entregan un diagrama bastante minucioso, tiene que ver precisamente con su obsesión de los saberes sometidos[5], bloques de saberes históricos que estaban presentes y enmascarados dentro de los conjuntos funcionales y sistemáticos o serie de saberes que estaban descalificados como saberes no conceptuales, como saberes insuficientemente elaborados: saberes ingenuos, saberes jerárquicamente inferiores, saberes por debajo del nivel del conocimiento o de la cientificidad exigidos, saberes de abajo. Es lo que se plantea en relación con la politicidad o la apoliticidad de la experiencia bandolera de Velázquez, y es lo que permite relacionar ese pensamiento con otros pensamientos de ese plegado iluminismo latinoamericano, cuyo mapa cabal todavía nos debemos.
Texto leído en el marco de la presentación de Roberto Carri. Obras completas (Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2015) realizada en la Facultad de Ciencias Sociales, 5 de mayo de 2016.
[1] Se indican, entre paréntesis, el tomo y la página correspondiente a la edición de Carri, Roberto. Obras completas (Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2015)
[2] Deleuze, Gilles. El pliegue. Leibniz y el Barroco. Barcelona, Paidós, 1989, pág. 14
[3] Tarde, Gabriel. Las leyes sociales. Barcelona, Sopena, 1906, pág. 32. Por cierto, Tarde está muy presente en el método deleuzeano.
[4] «No es eso, no es la lengua, sino los límites de la enunciabilidad», escribe en una carta a Daniel Defert.
[5] Uso, un poco anacróncamente, la definición de Foucault en Defender la sociedad. Buenos Aires, FCE, 2000, pág. 21