Sin entrar en interpretaciones psicológicas, la polémica que se ha producido en torno a las declaraciones de Hebe de Bonafini merecen, creo, algunas reflexiones. Quienes hemos tomado una posición crítica frente a sus afirmaciones también tenemos el deber de comprender qué nos ha sucedido (y qué le pudo haber sucedido a Hebe de Bonafini para que tan tozudamente, asumiendo todos los riesgos, dijera todo cuanto ha dicho)¿Cómo no darnos cuenta que lo que las madres hacen y piensan depende de lo que nosotros hacemos, pensamos y sentimos? Es como si la sociedad hubiera delegado en las madres el sentir el dolor más intenso del mundo. Y quedarnos cuerdos y racionales, con buenos sentimientos, como perfectos ciudadanos de la democracia. Porque si así no hubiera pasado, sería difícil que los asesinos circulen todavía por nuestras calles: que fueran votados y ocupen el lugar que ocupan. ¿Eso, acaso, también no nos vuelve locos? Hebe de Bonafini fue una de aquellas figuras que tuvo, junto con las otras madres, el coraje de enfrentar a la dictadura en la época donde el terror barría a los argentinos y los acobardaba, y que las convirtió en un modelo nuevo en la historia de la resistencia contra la barbarie, y que hizo que la Argentina recuperara, por interpósito coraje, el que la población había perdido, entregada como estaba a la complicidad con el terror y el desprecio. El lugar que ocuparon las madres las llevó a tener también la cabeza bien fría allí donde millones la habían perdido, y movidas por la desesperación y el pensamiento tomar la decisión de enfrentar a los asesinos. Aquella «desmesura» trágica, que llevó a los militares en cambio a calificarlas de «locas», reservándose para sí la cordura asesina, también esa cordura hizo presa a la población argentina. Y habría que seguir preguntándose si este lugar empecinado que ahora una de ellas ocupa no es el resultado de la defección de esa misma sociedad que hizo posible que la injusticia y la impunidad triunfara. Que las madres no hayan encontrado la reparación necesaria de una justicia social que las consolara, y que dependía de todos nosotros para alcanzarla.
De alguna manera, al acogerlas en su seno y reivindicarlas, era también en democracia, para muchos, una forma de aquietar la propia conciencia: ocupaban el lugar de la denuncia y de la resistencia que los demás se daban el lujo de abandonar de sí mismos puesto que las había depositado en ellas. Las madres eran el lugar humano donde el máximo dolor que ellas sentían ahorraba el nuestro: que no nos volviéramos «locos» como ellas. Razón puramente razón, sin dolor como fundamento. Donde el dolor de estas solitarias hubiera sido acogido por la sociedad toda y les hubiera dado el cobijo que como madres locas -locas de amor por sus hijos- necesitaban. Eso se llama justicia: el esfuerzo y la pasión que la sociedad pone en juego para que la justicia se haga. Sería la única forma de acompañarlas en el sentimiento. Uno puede explicarse -sin acompañarla en sus ideas ni justificarla- por qué Hebe de Bonafini piensa lo que piensa y siente lo que siente. Cuando esa reparación no ha existido, cuando el doloroso afecto no se ha expandido para transformar ese dolor en razón y en justicia, es pensable que en ella esos sentimientos desbordantes, no acogidos como propios en cada ciudadano, permanezcan actualizando su pasión enardecida en algo parecido a lo que significa el retorno, aunque imaginario, al «ojo por ojo y diente por diente» de las sociedades donde la venganza ocupaba el lugar de la justicia ausente. Este ensimismamiento de Hebe de Bonafini, sin otros (hasta separarse del pensamiento de tanta gente de izquierda que la respetan y que la acompañó siempre) debe ser comprendido, aunque no lo aceptemos. Cuando Verbisky dice: «No la he elegido como enemigo ni me alegra este debate ineludible» plantea algo muy cierto. Hay un debate ineludible que viene postergado desde el fondo del recurso a la violencia extrema de algunos grupos de izquierda en los años 70. Y también el de si un judío podía defender la existencia del Estado de Israel y ser al mismo tiempo revolucionario y judío. Este antisemitismo [y esta violencia] es anterior a la defensa de los Derechos Humanos. Mejor dicho, de ese debate postergado depende la diferencia de lo que llamamos derechos humanos, los supuestos de los cuales cada uno parte. Debemos plantear entonces el lugar obturado en la izquierda sobre su propio pasado. Al hablar de la violencia de los talibanes sobre las torres es como si se repitiera ese mismo interrogante sobre la violencia y sobre los judíos que quedó planteado en los años 70. Y esto no nos remite a la teoría de los dos demonios. Quizas debamos ahora hablar de lo más penoso, pero es preciso hacerlo.¿Quién tiene el monopolio del dolor más hondo como para elevar a lo absoluto la verdad que le asigna a su propia conducta? Muchos de nosotros también hemos perdido amigos del alma cuyas muertes seguimos llorando. Así como el perdón no existe para el asesinato, porque son los asesinados los únicos que podrían hacerlo y ya no están vivos, tampoco tenemos derecho nosotros -nadie lo tiene- a hablar por los muertos. ¿Estamos seguros que ellos apoyarían hoy el atentado a las torres? Yo no sé qué dirían ellos si pudieran tener la perspectiva que nosotros tenemos sobre lo acertado o fracasado de su propio empeño. Pero si sólo nos quedamos aferrados al instante del horror asesino que les suprimió la existencia, y ocupamos el lugar de los muertos siendo que somos nosotros los que estamos vivos ¿qué culpa nutrida por el dolor más intenso nos impide permanecer pensando nuestra realidad actual desde nosotros mismos? ¿Y hasta discutir quizás, porque los quisimos tanto, la conducta que ellos tuvieron? Esto no significa dejar de sentir el odio más profundo contra los asesinos. ¿Pero repetiremos necesariamente la concepción política que les arrancó la vida? ¿Preservar la vida y seguir luchando no es un requerimiento también de la izquierda? Nosotros tenemos sólo un privilegio: sabemos aquello que los muertos no sabrán nunca de sí mismos, porque no han podido sufrir el dolor que nosotros sentimos al perderlos. Y ese querer que estén vivos nos corroe el alma. Querríamos corregirlos, es cierto, como si creáramos las condiciones donde ese sacrificio no hubiera ocurrido y no siga ocurriendo. ¿Qué no daríamos por sentirlos nuevamente a nuestro lado gozando la belleza de sus vidas idas? Y esto lo decimos compartiendo con Hebe de Bonafini el dolor que ella ha sentido, cada uno con sus propias imágenes, sus cercanías y sus propios recuerdos. ¿Pero es amarlos menos pensar que desde ellos otra política es posible?