Anarquía Coronada

Con mis hijos no te metas // Gabriela Mendoza y Luli Chiovoloni

Miércoles a la mañana, viajamos en el furgón del tren sarmiento desde Haedo hacia Capital. Apoyadas sobre las bicis y abrazadas, entre chiste y risas nos besamos. Hasta ese entonces estamos describiendo un viaje más de los tantos que ya tenemos encima en ese tren y particularmente en el furgón. Hasta ese entonces, porque lo que pasó después nos plantó en una de las más crudas realidades por las que atravesamos lxs lesbianxs: el lesboodio.


En un intento por contextualizar lo más posible y también para hacernos ver a quienes actuamos allí y a nuestras reacciones como síntomas de un problema soslayado: no que no nos odien o no puedan entender que dos personas por fuera de la heteronormalidad quieran estar juntxs, sino que a ese odio y a esa incomprensión (llamémoslo así hasta encontrar un calificativo mejor), se le suma la fabricación de infelicidad y carencias que promueve el capitalismo y que el neoliberalismo se encarga de profundizar. Nos detenemos en el lugar mismo donde tuvo lugar la escena de odio: el furgón.


El furgón es un espacio específico dentro del tren. El del Sarmiento en particular, se caracteriza por ser bastante bardo. Es el espacio en el que transitamos les ciclistas, las mamás con niñes, cartonerxs, trabajadorxs de todas las edades y profesiones, migrantes y también (y entre otrxs) chongos horribles y muchas veces coincidimos todes ahí, porque todo se mezcla. Es mucho tiempo viajando, entonces se lo habita: se come, se duerme, se toma, se juega a las cartas, se habla por teléfono, se llora, se lee, se pelea, se consume.

Desde la tragedia de Once, en febrero de 2012, el tren sufrió muchos cambios. La reforma del furgón fue dirigida: de un vagón completo paso a ser un cuarto -o menos- y de tener nula vigilancia pasó a ser el foco de todos los controles. Y en un proceso que duró muchos meses, incluyendo la cancelación del servicio después de las 22 hs. para volver hacia el oeste, lograron normalizar los comportamientos de lxs usuarios a través del control/seguridad mediante cámaras y un disciplinamiento estricto: una vez llegadas las nuevas formaciones, por ejemplo, empezamos a respetar las filas para subir una vez que llegaba la formación a Once o que una vez abierta una latita de cerveza nos hablen directamente por altoparlantes para que la tiremos -voz que podían oir todes les viajeres- y que además cuenta con la ayuda policial, siempre presente y en gran número para este tipo de eventos.

Que el tren volviera significaba mucho para quienes viajamos, porque es el acceso más barato y rápido hacia capital, que es donde todo sucede, desde las fiestas, hasta los trabajos, pasando por las cursadas nocturnas o todo eso junto. Tal vez por eso no nos quejamos mucho, ni notamos las nuevas reglas.

Quien alguna vez haya presenciado una discusión o pelea en el tren, sabe que enseguida suelen dividirse en dos las posiciones de lxs pasajerxs, generalmente a favor y en contra y algunx que otrx un tanto indeciso, pero es muy probable que un problema que se desarrolla entre dos o más personas enseguida se vuelva un problema común, donde cualquiera puede opinar y efectivamente opina. Rebaten o apoyan argumentos de las partes involucradas y, a su vez, agregan nuevos temas a la discusión.

Lo que nos pasó puntualmente fue que una mañana viajando, entre risas y besos, se nos acerca una mujer un poco más grande que nosotras, parecida a nosotras, ergo, una aliada; pensamos que venía a advertirnos de alguna situación (por ejemplo, muchachos que estaban más al fondo)… Error, la mujer se acerca y, en un tono que hasta se podría decir “pedagógico”, le dice al oído a una: «Todo bien con ustedes, pero están mis hijos y todavía son muy chiquitos para entender algunas cosas que yo no les expliqué todavía porque son chiquitos».


Los discursos de odio aparecen así, solapados. De nuestra experiencia de trabajo con niñes podemos afirmar que cuando se presenta una escena de besos, la mayoría de las veces, tiene importancia igual a cero para elles ya sean heteros u homosexuales. Si quizá algo les llama la atención, al poquísimo tiempo ya están de nuevo inmersos en sus juegos, que es lo que realmente les importa, y si no, lo que realmente les debería importar.

Así mismo y continuando con los besos como tema, notamos que besarse entre personas del mismo género, o de géneros “dudosos” parecen habilitar la palabra y la conversación de todos y todas: nos hablan de la nada, como si tuviéramos que responder dada nuestra “condición” para validar nuestro aspecto o mejorar la impresión que causamos. Pareciera que ser lesbianx -por ejemplo- nos inhabilitara para cualquier otra transgresión: tenemos que dejar que nos cuelguen la bici en el furgón sin chistar -como si no pudiéramos hacer algo tan básico-, tenemos que responder con pedagogía frente a las “buenas maneras” del resto, aunque el contenido de lo que digan sea de odio.  Tal vez por eso, ante esta agresión no fuimos capaces del todo de replicar con argumentos de los que sí estamos convencidas realmente. Tuvimos que apelar a la tolerancia y al amor, cuando en realidad nuestras discusiones ya pasaron esas instancias. Pareciera que tenemos que educar desde el amor y el respeto al otrx odiante, porque no es “normal” que nos vean en la calle y nosotras, al fin y al cabo, estamos acostumbradas a que nos falte ese “respeto”.

Premisas que nos quedan: ¿cómo hacernos entender por fuera de nuestros círculos militantes y de formación?

 


“A mí me dan asco”


Eso aportó a la discusión una señora que estaba al lado nuestro: se refirió a nosotras por medio del asco. El asco, según el diccionario, es la denominación de la emoción de fuerte desagrado y disgusto hacia sustancias y objetos como la orina, como determinados alimentos, excrementos, materiales orgánicos pútridos o sus olores. A diferencia de otras formas menores de rechazo, el asco se expresa mediante violentas reacciones corporales como náuseas, vómitos, sudores, descenso de la presión sanguínea e incluso el desmayo.

¿A qué fluidos nuestros le teme esta señora? (Y no hablamos únicamente de vulvas) ¿Qué fluidos propios le dan asco? ¿Cuál es el imaginario de esta señora sobre nuestra sexualidad? ¿Qué puede un beso?

Con estas preguntas nos estamos cuestionando cuál es el trasfondo de una sensación tan visceral. Estamos seguras que el asco no se maneja tan conscientemente, que es necesario poder discutir previamente sobre toda la sexualidad, pero que, sobre todo, es indispensable una experiencia corporal liberadora que habilite nuestras sensaciones. Esa experiencia no podemos transmitirla con palabras, ni obligar a nadie a tenerlas. Lo que sí sabemos, es que no podemos manejar su asco, y probablemente ella tampoco pueda, pero tampoco permitir que se manifieste así sobre nuestros cuerpos y experiencias.

 

“Estaban franeleando”

 

Ya escuchamos esto en muchos otros relatos parecidos. Cuando los argumentos ya no pueden explicar el odio, la excusa es siempre que nos estamos zarpando. No creemos necesario detallar el modo en que nos besábamos, pero sí exponer que siempre un beso disidente es leído como franelero. Estamos seguras que frente a nuestros besos, la primer imagen desconcertante es sobre cómo garchamos, podemos intuir entonces que la franela se sitúa por fuera de nosotras y que aparece entonces únicamente en el imaginario de quien mira. .

He aquí otra cosa más de la que no vamos a hacernos cargo.


“Si seguimos así, en 2050 somos Sodoma y Gomorra”

 

Cuando escuchamos eso nos reímos mucho porque nos estaban demostrando que les resulta difícil, por no decir imposible, distinguir las particularidades de la sexualidad lesbiana, o bien, que el universal que puede describir todas las transgresiones sexuales es acerca de varones vinculándose con otros varones. Estamos seguras que se trata también de una disidencia, al tiempo que nos preguntamos por qué es tan difícil imaginar otras múltiples corporalidades ejerciendo su sexualidad por fuera de la heteronorma.

Ya no nos alcanza con visibilizar la homosexualidad como un conjunto cerrado e inamovible de prácticas específicas, que puede regularse nuevamente como la heterosexualidad. También queremos que todo aquello que escape a cualquier intento de normalización pueda ser imaginado y respetado (otra vez, nos parece casi ridículo tener que apelar al respeto).


A mis hijos no les hables”

 

Miramos a les niñes en cuestión. Nos miraban sí, pero más alterados por los gritos de sus “padres” que por nuestros besos y era evidente que les interesaba mucho más la pantalla del celular que el entorno. Les dijimos que estaba bien, que nosotras podíamos besarnos y que eso no era un problema. La interacción con les niñes hizo que irrumpiera en la escena el marido de esta señora totalmente sacado porque les hablábamos a sus hijes. Después de todo, quizá sí crean que intervienen en favor de elles y no por odio propio. Lo interesante de esta situación y el elemento a destruir se nos aparece entonces como nuestros propios límites, ya que inmediatamente dejamos de hablarles. Por un momento nos creímos que a sus hijes no teníamos que hablarles. Lo cierto es que con sus hijes sí nos debemos meter. No solamente porque no son suyos, sino porque nos es imposible no hacerlo. Las tortas somos educadorxs, maestrxs, profesorxs, entre un montón de otras cosas, y es nuestra obligación meternos con elles. Pero y por sobre todo porque habitamos, les guste o no, el mismo espacio y porque tenemos que poder besarnos libremente.


“Tengo 30 años de furgón”

 

La medición de la hombría en el tren puede reducirse a la cantidad de tiempo transitado en el furgón. De esta manera, se establece una jerarquía, en donde cuanto mayor sea ese tiempo, mayor es la autoridad para decidir qué puede suceder y qué no en este espacio.

Quien posea esa acumulación de tiempo, es quien va a decidir si tenemos que bajarnos o estamos perdonadas, siempre que nos mantengamos en los bordes establecidos. En nuestro tiempo transitado en el furgón vimos muchas cosas que pasaron desapercibidas: tipos tomando merca frente a pibites, nenas acompañando adultos de maneras sospechosas y también varones maltratando a sus parejas. Pareciera que hay una regla implícita dentro de este espacio de tránsito que regula en forma evidente lo que por fuera se regula de forma oculta.
Nos preguntamos ¿qué hace que este tipo en sus 30 años de transitar el mismo espacio bajo las mismas condiciones nos mire a nosotras y no pueda mirarse a sí mismo? ¿Qué tipo de carencias se evidencian y cuáles no?


La importancia de saltar

 

Frente a otras situaciones que leímos alguna vez como injustas, hemos discutido entre nosotras sobre la importancia de reaccionar. Hablamos acá de la reacción como la capacidad de posicionarse frente a una escena que se da en lo público y poder manifestarnos.

Hacia el final de nuestro recorrido, lloramos mucho, frente a todo el furgón. Lo evitamos cuanto pudimos y no aguantamos esa angustia. A la noche, hablando de esto, nos debatimos entre nuestra flojera por no aguantar el llanto y a la vez concluimos que, en definitiva, fue lo único vivo que nos pasó.

Entre quienes se posicionaron en nuestra defensa estaban una piba con pañuelo verde y naranja, ambos colgados de su mochila, un pibe con visera, otra piba, un tipo que declaró ser padre. Creemos que de alguna manera lloramos por las agresiones, y también, por quienes saltaron por nosotras. Lloramos mucho y con mucho ruido, porque no pudimos más que eso en un momento dado. Esos otros fluidos no daban tanto asco. Concluimos también que nosotras no tenemos que hacer absolutamente nada. Ni tenemos que educar, ni amarnos para besarnos, ni apelar a las propias experiencias de lxs odiantes para que nos respeten. No queremos siquiera respeto: déjennos ser.

Creemos que nunca más vamos a quedarnos calladas.


*Este escrito es una urgencia, con lo cual estamos incurriendo seguramente en errores ya sea por olvidos o ignorancia. Ojalá nadie se sienta zarpadx al leerlo. Nosotras tampoco entendemos nada.

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