Comuner@s en la orilla: Textos para el pensamiento crítico // Resumen Latinoamericano

Comuner@s en la orilla: Textos para el pensamiento crítico

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¿Dónde comienza la tierra? ¿Dónde el mar? Dicho de otro –y rescatando el interrogante esbozado alguna vez por Juan José Saer–: ¿cómo precisar los límites? ¿Donde empieza la costa? ¿Dónde termina?

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La comuna es el nombre de un proyecto que pretende la reconquista o la conquista de la humanidad por parte de los hombres y las mujeres que fueron despojados del conjunto de sus relaciones sociales. Un proyecto que no consiste en implementar un modelo concreto y prefabricado de sociedad (más allá de que existan a lo largo de la historia miles de experiencias inspiradoras) sino en asumir el movimiento social orientado a la propiedad común, la cooperación y la solidaridad.

La comuna remite a un conjunto de territorialidades y praxis. Es tanto organización política como relación social basadas en la autonomía, entendida como autogestión, autogobierno (ejercicio directo del poder por parte del pueblo trabajador), contracultura y autodefensa de ese proyecto. La comuna implica entonces la propiedad social (o colectiva) de los medios de producción, el desarrollo de redes societarias poscapitalistas basadas en la cooperación y en la solidaridad, y formas políticas del tipo “mandar obedeciendo” o el “dirigir sirviendo”.

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Behemonth y Leviatán, las bestias que habitaron la tierra y el mar.

Behemonth: duros huesos como hierro forjado. Según el mito bíblico (Job, 40), el vertebrado fue creado por Dios como “tirano de sus compañeros”.

Leviatán: cogote lleno de fuerza ante el cual brota el miedo. “Mirada que derriba y desafía”, siguiendo con los relatos bíblicos (Job, 41).

Behemonth: símbolo de la anarquía y la revolución, gestados en el denominado “viejo mundo” por el sectarismo y el fanatismo religiosos, según la tradición (de la filosofía política).

Leviatán: símbolo del poder del Estado, único correctivo político posible frente a la bestia terrestre.

Tierra y mar, Behemonth y Leviatán, o el eterno retorno de las preguntas por las posibilidades de gestar un nuevo pacto, no sostenido por el miedo y la sumisión.

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La comuna, decimos, se relaciona por un lado con la planificación participativa: rompe con las lógicas reproductivas del capital y promueve el desarrollo de las lógicas reproductivas del trabajo y la naturaleza basadas en la autosustentabilidad; la superación de la división del trabajo, de la escisión entre campo y ciudad, de la explotación y la alienación. ¿Cuál es entonces el principal valor estratégico de la comuna de cara la construcción del socialismo? La comuna es un espacio donde los productos, los intercambios y la participación en la renta social tienen lugar en condiciones que se determinan democráticamente. Por eso pensamos que la comuna es un espacio que hace posible trascender simultáneamente la propiedad privada, el trabajo asalariado y el Estado burgués. Eso, decíamos, por un lado.

Por otro lado, la comuna se relaciona con la independencia popular respecto de los poderes constituidos. Se corresponde con una tecnología social deliberativa alternativa al orden burgués donde priman las formas de la democracia directa, con el desarrollo de los medios de comunicación populares y alternativos y, claro está, con una ética socialista. La comuna también remite al desarrollo de la fuerza del pueblo trabajador por fuera de la institucionalidad burguesa.

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Nunca se sabe, de antemano, lo que puede un libro (o un texto circulando en la web).

“Una buena conversación acontece cuando la tertulia de una efímera comunidad de afectos esculpe una huella poética en lo hablado, produciendo la vaporosa alegría de lo que se comparte”, escribieron alguna vez los “compañeros de ruta” de la revista El río sin orillas.

Si es cierto entonces que cada revolución lleva en sus entrañas indicios contrarevolucionarios que es preciso conjurar, si cada proceso revolucionario acontece con embriones de conspiraciones monstruosas que amenazan devorarse a sus propios hijos, entonces, es preciso no enamorarse tan ligeramente de las imágenes y conceptos que podemos sostener en un momento determinado. O sí, pero sólo a riesgo de saber que el fuego lo devora todo, incluso a sus propio propagadores y extinguidores. ¿Y entonces?

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La comuna, en su definición más clásica, supone la reabsorción en el seno de la sociedad civil popular de las funciones que aparecen separadas y concentradas en el Estado. La comuna es el fantasma del pueblo autónomo y autogobernado.

La comuna también es la vivencia de una comunión trascendental, de una “experiencia religiosa profunda”, que, como bien saben los teólogos más lúcidos, sólo puede tener lugar por fuera del dominio de un demiurgo creador, llámese Dios o Estado. La comuna es el ambiente concreto que hace posible el despliegue de las cualidades humanas. La comuna hace posible el arraigo social profundo de una revolución. La comuna es el locus donde la burguesía no puede fabricar sujetos.

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¿Y entonces? ¿Qué hacer si el fuego se lo devora todo?

No hacer de la tierra o el mar, en principio, una ontología. Saber alisar la tierra así como la tierra supo estriar el mar. Situarnos en la orilla (del río, del mar, de la existencia, lo mismo da) y correr los límites hacia uno y otro lado; asumir que la orilla gesta a los orilleros como guerreros no formateados en la lógica oficial de los soldados, pero sabiendo que el peligro siempre se mantiene latente. Situarnos en la orilla asumiendo los propios límites que se corren como línea trazada sobre la arena.

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Entendemos que la praxis comunal es la única que puede llegar a rebasar sus propias premisas, porque tiene la aptitud de desplegarse y colmar los espacios de participación establecidos, pero sobre todo porque es la única con capacidad de crear nuevos espacios de decisión y nuevos espacios de poder político. La comuna puede ser entonces la mejor medida del avance revolucionario, la que haga la revolución; hacerla permanente, como corresponde al sentido más recóndito del poder popular que, como sabemos, es básicamente un poder constituyente. La comuna, asimismo, se presenta como el mejor remedio contra el reformismo.

De esta manera, el poder comunal/poder popular no sólo debería asociarse a las tareas “defensivas”; a lo que, en una jerga militar, pero sobre todo gramsciana, podemos denominar la guerra de posiciones. También corresponde reconocerle al poder comunal/poder popular su capacidad para el contraataque, su capacidad para avanzar sobre territorio firme y generar su propia dinámica. La orientación general de una política popular sigue siendo la defensa estratégica y la ofensiva táctica.

En síntesis: según la entendemos, la comuna conjuga economía y política, como espacio de auto-liberación económica y política de los productores; como espacio de auto-conducción de masas que transforma las subjetividades, elimina la competencia, desarticula a la burocracia, favorece la solidaridad, orienta la espontaneidad, materializa el futuro promoviendo la superación de la división del trabajo capitalista.

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Comuneros en la orilla, orilleros en la comuna.

¿Pero no enlaza también, el concepto de orilleros, con una tradición no susceptible de ser apropiada por el ejercicio crítico del legado? ¿No fueron orilleros, también, los partidarios de Don Cornelio Saveedra que se insubordinaron mediante un golpe para desplazar a Mariano Moreno y al ala radical del incipiente proceso revolucionario por la primera independencia? ¿No fueron orilleros los compadritos borgeanos que tanto disfrutamos al leer en esos cuentos, pero que hoy enlazan con la matriz machista y patriarcal que brota en acciones homicidas, en una época signada por el protagonismo de las mujeres y el crecimiento de las luchas por la diversidad disidente?

Es probable.

¿Entonces?

Entonces seguramente el nombre que da nacimiento a este nuevo espacio del pensamiento crítico sea susceptible de verse corrido por los margenes –a veces amplios, otras veces estrechos– de la propia historia.

Carlos Aznárez, Mariano Pacheco, Miguel Mazzeo.

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