Revisitamos el contexto de la creación de una de las obras más emblemáticas del siglo XX
El fallido debut del Concierto para Piano No. 1 de Sergei Rachmaninoff produjo un consecuente período depresivo en su compositor que lo det uvo por completo de crear nuevas producciones. Pero lejos de adjudicar este hiatus compositivo solo a la crítica negativa, analizamos los puntapiés personales y de contexto que también pudieran haberlo influenciado, y cómo la superación de esta oscura etapa engendró una de las obras más emblemáticas de la música rusa: su Concierto para Piano No. 2
A su tiempo supo decir: “la inspiración real sale de dentro, nada externo puede ayudar. Lo mejor de la poesía, lo más sublime de la pintura, lo más grandioso de la naturaleza, no pueden producir ningún resultado que merezca la pena si la divina llama de la facultad creativa falta dentro del artista”. La primera oración puede lanzarnos un indicio: una personalidad acotada por la autoexigencia fue víctima de su propio puntillismo, y paulatinamente hizo imposible cualquier despliegue expresivo. Pero el efecto no explica por sí solo la causante, y al fin y al cabo seguimos teniendo a un hombre que pide de sí mismo proveerse y agotarse.
Entonces, nos servimos del contexto: podemos explicar a Rachmaninoff como un compositor particular desde que entendemos el desarrollo de la música rusa como particular en sí. La riqueza en su folklore y la música sacra de la Iglesia Ortodoxa colmadas de melodías modales y frecuentes cambios de tempo formaban, hasta el siglo XIX, la personalidad sonora del país. Hasta ese momento, cualquier expresión musical por fuera de estas dos utilidades –la popular y la eclesiástica– venía de compositores italianos, alemanes y franceses. Fue Glinka quien revirtió el asunto. Muchos adjudican a sus célebres óperas la fundación de una nueva dirección en la música de la Rusia imperialista, y así, la bienvenida a una camada de compositores con ansias de reformular el paradigma de sus propios tiempos.
En un segundo orden, al contrario de sus contemporáneos, Rachmaninoff nunca se alineó con ninguna escuela ni estilística particular. La problemática de la música de la Rusia del siglo XIX se resume en dos antagónicos, los de corriente nacionalista y los “occidentalizados”, visiones que de base fundaban valores opuestos y por las cuales todos se ocupaban de tomar partido. Sobre esto él ha emitido una opinión: “lo ‘nacional’ en la música no depende necesariamente de las creaciones primitivas de las masas, sino de la mente cultivada del individuo”.
Rachmaninoff apostaba por una expresión que, concebida de forma individual, pudiera servir de resonador para las masas. Este novedoso precepto compositivo será quizás el que explique la riqueza musical que hay en su repertorio, hijo del contexto mencionado y resignificado por él. Este gran sentido de sí mismo alternó para el bien de un equilibrio en común la producción de una estilística que supo esbozar experiencias particulares y ponerlas al servicio del colectivo. Podríamos estimar entonces a partir de esta relación bilateral un paradigma de tipo servicial –ya no utilitario–, cuyo propósito quedaba desdibujado si se lo rechazaba. “Modernidad atroz”, “basura moderna”, “armonía pegajosamente perversa” no fue la crítica linchando en capricho el debut fallido de su Concierto para Piano No. 1, sino la calificación de cómo este sistema de correspondencia había fallado.
Sumido en una gran depresión, un amigo lo acerca a Tolstoi, pero eso sólo lo deprime más. La familia lo encomienda entonces a Nicholas Dhal, un terapeuta especializado en la hipnosis, y ahí la historia cambia. El tratamiento de hipnoterapia fue el motor de arranque para el Concierto para Piano No. 2 Op. 18. Una obra para piano y orquesta de tres movimientos: Moderato, Adagio sostenuto y Allegro scherzando. Es cierto lo que señala Anna Fedorova, una de sus mejores intérpretes: las frases no concluyen. El climax va aplazándose siempre un paso más hacia adelante y el despliegue de un fraseo se abalanza sobre otro. Como una ola que nueva ya se contrae y hace emerger otra, se pueden oír los estragos de la depresión en vaivén emulando el movimiento penoso del intento.
Bajo esa contracción, el comienzo del segundo movimiento se lee como una apertura. Es inocente adjudicar a un arpegio una misión meramente melódica. A través de su métrica entra el aire necesario para retratar el cese de una resistencia. Esta rendición supone el pilar de todo proceso de sanación. La intercalación de los vientos y las cuerdas toman estas teclas, y prontamente hacen simbiosis con la forma para esbozar una nueva situación: lo que antes no dejaba de arrastrarlo, ahora lo libera. Esa liberación es una nueva responsabilidad. Los vientos dan testimonio del vértigo.
El tercer movimiento entiende que hay todo por hacer, pero sabe hacer revisiones. Conjuga la vertiginosidad del primer tema con el despliegue orquestal del segundo. En sí esta suerte de síntesis responde a una operación musical básica de suma de elementos distintos, y el movimiento hace valer a cada uno de ellos dándole nuevas significaciones. La conclusión es desoladora en el planteamiento de una esperanza, y he ahí el retrato más justo que se puede hacer sobre la cura.