Colombia rebelada: las multitudes toman las calles por la vida y la dignidad // Natalia Hernandez y Paula Carrizo

Fuente: Revista Amazonas

Un nuevo despertar: El mandato popular. 

En este momento en Colombia hay un estallido social y popular en curso. Una pujante resistencia a los dictámenes del norte económico global ante las estrategias de sus instituciones, que procuran avanzar en la captura de la naturaleza, los pueblos e incluso de las mismas revueltas sociales en dichos territorios. Las masivas movilizaciones populares que se están produciendo diariamente en gran parte del país disputan la legitimidad de este discurso neoliberal a través de acciones conjuntas que ensayan solidaridades, lenguajes, estrategias y alianzas en defensa de la preservación de lo común, e invitan a renovar no sólo las fórmulas de análisis político tradicionales, según las singularidades de la coyuntura, sino el mismo modo de vivir lo político.

Desde que se firmara en 2016 el Acuerdo de Paz entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC- EP), Colombia ha contabilizado la dolorosa cifra de más de 700 líderes y lideresas sociales asesinados. Número que se eleva al contemplar el asesinato de más de 150 ex combatientes. En este contexto, signado por la violación sistemática y generalizada de los derechos humanos, y en  donde el letargo político ha servido a la naturalización de esa violencia, la ciudadanía ha demostrado estar dispuesta a sostener un paro general y sucesivas movilizaciones. El anuncio gubernamental respecto a la inminente implementación de un “paquetazo” de medidas impulsadas por el actual presidente, Iván Duque, bajo el asesoramiento de organismos como el FMI y la OCDE, transformó el descontento social en hartazgo y al hartazgo en grito colectivo que, librado finalmente de miedos e indiferencia, comenzó a hacerse eco en todos los rincones del país. 

Entre las principales líneas planteadas por el mandatario, se destacan una reforma laboral, pensional y tributaria, la reducción del salario mínimo a un 75% para jóvenes menores de 25 años, un tarifazo del 35% en lo que concierne a energía eléctrica, la creación del holding financiero estatal Grupo Bicentenario (concretada el pasado 25 de noviembre) que privatizará empresas públicas y las obligará a desechar cualquier propósito social, y la estigmatización y restricción a la protesta social. En contraposición,  la primera marcha nacional de repudio y resistencia convocada el 21 de noviembre prontamente derivó en un sinfín de movilizaciones, concentraciones, asambleas y cacerolazos. Este rechazo generalizado se materializó en un extenso pliego de reivindicaciones definidas dentro de las mismas movilizaciones, que contemplan y exceden a la vez el eje económico, incluyendo el cumplimiento de los Acuerdos de paz, el cese del genocidio a líderes y lideresas sociales, defensores de derechos humanos y de la naturaleza, y el respeto al legítimo derecho a la protesta social.

Fotografía: Juliana Ladrón de Guevara

Nacer en la guerra, crecer en la lucha por la paz

Colombia, uno de los países con más comunidades indígenas en Latinoamérica y de fuerte vocación agraria, ha sido siempre dirigida por gobiernos de derecha con tradición política conservadora. Las poblaciones localizadas en zonas rurales -indígenas, campesinas y afrodescendientes- se han visto históricamente atravesadas por el conflicto armado interno, en una cotidianidad signada por las injusticias sociales producto de la expropiación de la tierra y el sistema de corte latifundista, la alineación con los intereses extractivistas internacionales, las élites, el narcotráfico, la presencia de transnacionales y grupos armados legales e ilegales. De acuerdo a las estadísticas del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados, más de 7,7 millones de personas han sido víctimas del desplazamiento interno forzado desde 1985 a la fecha, producto de esta crisis política y social. En este escenario, la violencia política impacta simbólica y materialmente en los cuerpos de las mujeres: tan solo en el primer trimestre de este año se contabilizaron 220 feminicidios. Cada treinta minutos una mujer es víctima de agresión sexual. En lo que concierne a la niñez, al menos 314 niños, niñas y adolescentes perdieron la vida en los últimos quince años en operativos de la fuerza pública, siendo sus muertes registradas como “bajas en combate”, según un informe presentado recientemente por el senador de Colombia Humana, Gustavo Petro. Quince de ellos tenían menos de cuatro años.

La firma de los Acuerdos de Paz, concretada en la ciudad de Cartagena bajo el mandato de Juan Manuel Santos luego de años de negociación en la Habana, constituyó el hecho político más trascendente de los últimos tiempos. A pesar del golpe que implicó la posterior victoria del “No” ante el plebiscito convocado para refrendar el documento -lo cual derivó en la modificación de varios de sus puntos-, su aprobación permitió al pueblo colombiano comenzar a hablar de otras cosas, iniciar un camino de reparación, y despojar al gobierno de su discurso centralizado en la amenaza de un enemigo interno. Desde la asunción de Iván Duque, representante del partido Centro Democrático que tiene como líder al ex presidente y ahora senador ultraderechista Álvaro Uribe Vélez, este proceso de desmovilización e incorporación a la vida civil de los excombatientes se ha visto continuamente truncado. Los constantes ataques a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el sistema de justicia transicional encargado de juzgar a los exguerrilleros, han evidenciado una voluntad política por hacer trizas lo conquistado a partir de los acuerdos. 

Sin embargo, las últimas elecciones regionales en Colombia, desarrolladas el 27 de octubre del presente año, mostraron un tablero cuyas fichas comienzan a reacomodarse: el uribismo fue el gran derrotado durante las jornadas electorales. Los motivos parecen estar vinculados al preocupante índice de asesinatos, amenazas y extorsiones a defensores DDHH, líderes indígenas, campesinos y afrodescendientes, docentes y ex combatientes; y a la responsabilidad directa del Ejército colombiano en una masacre donde murieron 18 niños a causa de un bombardeo. Este suceso implicó la presentación de una carta de renuncia por parte del hasta entonces ministro de Defensa, Guillermo Botero, quien previamente justificó el ataque, argumentando iba dirigido contra disidencias de las FARC. El hecho se suma a los más de 8.000 casos de ejecuciones extrajudiciales de civiles, mal llamados “falsos positivos”, a quienes el gobierno hacía pasar como guerrilleros para inflar estadísticas y ostentar la eficacia de su lucha contrainsurgente.

Lugares comunes: Pensar Colombia en la marea regional. 

Hasta hace pocas semanas, ningún analista político habría podido anticipar y apostar por el masivo despertar de un espíritu de rebelión con cuerpo colectivo que hoy, luego de más de un mes de resistencia, continúa demostrando su empecinado deseo emancipatorio en diversos territorios de la región latinoamericana, generando estrategias de contrapoder popular ante las arremetidas expansivas del neoliberalismo. El despertar social colombiano no puede ser leído por fuera del convulsionado contexto regional: los levantamientos populares de los pueblos chileno y haitiano, las admirables resistencias indígenas en Ecuador, los procesos de organización gestados para hacer frente al golpe de Estado en Bolivia, la apuesta colectiva en Argentina por otro modelo de país que implique proyectos de vida más vivibles, son experiencias todas que se entretejen y dialogan a lo largo del continente.   

El malestar social, transversal a los procesos previamente mencionados, tiene un trasfondo más profundo que el mero rechazo al alza de una tarifa o a un proyecto recesivo en materia de derechos. Expresa y evidencia la insostenibilidad de un modelo económico de despojo y muerte, con aspiraciones expansivas ilimitadas en un planeta de recursos naturales limitados. Un ideal de productividad sin interrupciones que se reproduce produciendo, a su vez, ideales de felicidad, consumo y emocionalidad. El desencanto social se generaliza, confrontando espejismos. La promesa irresuelta de crecimiento se desvanece ante la falta de garantía de acceso a derechos básicos, el deterioro ambiental y el creciente riesgo de extinción de la vida. 

En contraste, los gobiernos de derecha y sus aparatos mediáticos demuestran su desinterés político hacia el descontento social. El “oasis” del presidente Piñera, ostentando una supuesta estabilidad económica y social en Chile a pocos días del levantamiento popular, el “PBI en aumento” que enorgullece el presidente de Colombia, Iván Duque, resultan valoraciones e indicadores macroeconómicos completamente disociados de la realidad cotidiana de la gente. El índice de desempleo en Colombia se sigue manteniendo en el 10%.

La sensación de “no tenemos nada que perder, qué miedo vamos a tener” -consigna escrita en algunos de los carteles que circularon por aquellas marchas- es grito y consecuencia de los niveles de daño y despojo causados por la extrema desigualdad social, la cada vez más concentrada propiedad privada y la intensificación de la financiarización de la vida. Lógicas reproducidas por la dinámica de la globalización neoliberal, que se traducen en el aumento del desempleo, falta de oportunidades, desesperanza, frustraciones y los padecimientos psíquicos consecuentes. “No era depresión, era capitalismo”: afirmación corporalizada que delata las facetas más letales de este sistema. En Chile, los estudiantes se suicidan porque no pueden pagar los créditos adquiridos para estudiar.

Por su parte, los Estados -apoyados por las élites económicas que representan- han asumido ante los reclamos populares actitudes extremadamente despreciativas. Tanto en Chile como en Colombia se brindó un tratamiento de guerra al derecho a la protesta y movilización social. Respondieron militarizando las calles, desarrollando una acción progresiva de intervención de la fuerza pública, declarando toques de queda -en Colombia incluso se cerraron las fronteras-, librando una batalla digital con el bloqueo de plataformas, vulnerando de esta manera el derecho a la comunicación con la pretensión de impedir la divulgación de los excesos de las fuerzas públicas. 

Apostaron a la estigmatización de los y las manifestantes, buscando crear enemigos internos que justifiquen el recrudecimiento represivo. Esta estrategia en Colombia y en Chile tomó la forma de supuestos actos vandálicos con la intención de instalar el pánico en la población y motivarla a volverse contra los manifestantes, operación que fue desmentida a través de los videos que circularon en redes y revelaron el protagonismo de la policía en dichas acciones, radicalizándose así el sentido de las protestas contra la represión y la corrupción estatal. La imagen de Dylan Cruz el joven de 18 años que fue asesinado por un oficial del Escuadrón Móvil Antidisturbios -ESMAD- luego de que el grupo antimotines intentara disolver una manifestación pacífica se convirtió en uno de los símbolos de esta lucha.

Fotografía: Alejandra Ramírez Rivera

Algo nuevo está pasando: Parar para avanzar. 

Resulta difícil prever el destino de este movimiento, teniendo en cuenta el desafiante mensaje lanzado por el gobierno con la aprobación en el Congreso de la reforma tributaria y del proyecto conocido como la ley “Andrés Felipe Arias” -presentada por el uribismo con el propósito de volver retroactiva la condena establecida por la Corte Suprema de Justicia a funcionarios a los que se les ha demostrado vínculos con el paramilitarismo, el narcotráfico y hechos de corrupción-, sumada a la capacidad de las derechas para renovar su stock de representación política, modernizar sus discursos y paralelamente radicalizar la represión. 

Sin embargo, un proceso inédito emerge en contraposición, configurando nuevas formas de lucha, reinventando y deseando nuevas institucionalidades, ensayando liderazgos colectivos, proponiendo y caminando una resensibilización de los cuerpos. Así, por ejemplo, Bogotá recibió la visita de la Guardia indígena (constituida para la protección de los territorios y comunidades) luego de que anunciara su adhesión al Paro Nacional, acogiéndola en la Universidad Nacional de Colombia y manifestando su apoyo en las concentraciones masivas realizadas en plazas localizadas en diferentes lugares de la capital. Estos hechos demuestran la capacidad de este proceso para generar nuevas alianzas territoriales y subjetivas a través de movilizaciones, asambleas barriales, regionales y nacionales que pueden apostar a trascender lo coyuntural para sentar cimientos de largo aliento. Este horizonte requerirá concentrar la energía en organizar el descontento, discutir los problemas de fondo y trabajar en la “generación de estrategias de contención y construcción de redes de solidaridad”, como dicen Denize Brazao y Vanessa Dourado, pues el paro no da señales de rendición. Como expresa la canción ´Somos los prietos´, del grupo Chocquibtown: “No se rinde el que nació donde por todo hay que luchar”. 

Fotografía: Juliana Ladrón de Guevara

Colômbia se rebelou: as multidões tomam as ruas pela vida e dignidade

Por Natalia Hernandez Fajardo e Paula Carrizo

Tradução: Luana Matsumoto

Um novo despertar: O mandato popular

Neste momento na Colômbia há uma explosão social e popular em curso. Uma pulsante resistência aos ditames do norte econômico global contra as estratégias de suas instituições, que buscam avançar na captura da natureza, dos povos e até das mesmas revoltas sociais nesses territórios. As massivas mobilizações populares que estão se produzindo diariamente em grande parte do país disputam a legitimidade deste discurso neoliberal por meio de ações conjuntas que ensaiam solidariedades, linguagens, estratégias e alianças em defesa da preservação do comum, e convidam a renovar não somente as fórmulas de análises políticas tradicionais, segundo as singularidades da conjuntura, se não o mesmo modo de viver o político. 

Desde a assinatura em 2016 do Acordo de Paz entre o governo e as Forças Armadas Revolucionárias de Colômbia – Exército do Povo (FARC-EP), o país contabiliza a dolorosa cifra de mais de 700 líderes sociais assassinados. Número que se eleva ao contemplar o assassinato de mais de 150 ex-combatentes. Neste contexto, marcado pela violação sistemática e generalizada dos direitos humanos, e onde o letargo político serviu para a naturalização dessa violência, a cidadania demonstrou estar disposta a sustentar uma greve geral e sucessivas mobilizações. O anúncio governamental a respeito da iminente implementação de um pacote de medidas impulsionadas pelo atual presidente, Iván Duque, sob a orientação de organismos como o FMI e a OCDE, transformou o descontentamento social em saturação e a saturação em grito coletivo que, livrou finalmente de medos e indiferença, começou a fazer eco em todos os cantos do país. 

Entre as principais propostas colocadas pelo mandatário, se destacam reformas trabalhista, previdenciária e tributária, a redução do salário mínimo em 75% para os jovens menores de 25 anos, uma tarifa de 35% no que diz respeito a energia elétrica, a criação da holding financeira estatal Grupo Bicentenário (concretizada no dia 25 de novembro) que privatizará empresas públicas e obrigará a desfazer qualquer propósito social, além de estigmatizar e restringir o direito de protestar. Em contraposição, a primeira marcha nacional de repúdio e resistência convocada no dia 21 de novembro prontamente derivou em um sem fim de mobilizações, concentrações, assembleias e panelaços. Esta rejeição generalizada se materializou em um extenso caderno de reinvindicações definidas dentro das mesmas mobilizações, que contemplam e excedem por sua vez o eixo econômico, incluindo o cumprimento dos Acordos de Paz, o fim do genocídio de líderes sociais, defensores de direitos humanos e da natureza, e o respeito ao legítimo direito de protestar.

Fotografia: Juliana Ladrón de Guevara.

Nascer na guerra, crescer na luta pela paz

Colômbia, um dos países com mais comunidades indígenas na América Latina e com forte vocação agrária, tem sido dirigida por governos de direita com tradição política conservadora. As populações localizadas nas zonas rurais – indígenas, camponesas e afrodescendentes – se viram historicamente atravessadas pelo conflito armado interno, em uma rotina marcada pelas injustiças sociais produto da expropriação da terra e o sistema da corte latifundiária, a alienação com os interesses extrativistas internacionais, as elites, o narcotráfico, a presença de transnacionais e grupos armados legais e ilegais. De acordo com as estatísticas do Alto Comissariado das Nações Unidas para Refugiados (ACNUR), mais de 7,7 milhões de pessoas foram vítimas de migração interna forçada desde 1985, produto desta crise política e social. Neste cenário, a violência política impacta simbólica e materialmente nos corpos das mulheres: somente no primeiro trimestre deste ano se contabilizaram 220 feminicídios. A cada trinta minutos uma mulher é vítima de agressão sexual.  No que tange a infância, ao menos 314 crianças e adolescentes perderam a vida nos últimos quinze anos em operações da força pública, sendo suas mortes registradas como “baixas em combate”, segundo um informe apresentado recentemente pelo senador de Colômbia Humana, Gustavo Petro. Quinze delas tinham menos de quatro anos. 

A assinatura dos Acordos de Paz, feita na cidade de Cartagena sob o mandato de Juan Manuel Santos depois de anos de negociação em Havana, constituiu no feito político mais transcendente dos últimos tempos. Apesar do golpe que implicou a posterior vitória “No” contra o plebiscito convocado para referendar o documento – o qual derivou na modificação de vários de seus pontos -, sua aprovação permitiu ao povo colombiano começar a falar de outras coisas, inicia um caminho de reparação, e despojar ao governo de seu discurso centralizado na ameaça de um inimigo interno. Desde a ascensão de Iván Duque, representante do partido de Centro Democrático que tem como líder o ex-presidente e agora senador de ultradireita Álvaro Uribe Velez, este processo de desmobilização e incorporação da vida civil dos ex-combatentes tem sido continuamente truncado. Os constantes ataques à Jurisdição Especial para a Paz (JEP), o sistema de justiça transicional incumbido por julgar os ex-guerrilheiros, evidenciou uma vontade política em destroçar o que foi conquistado a partir dos acordos. 

 Entretanto, as últimas eleições regionais na Colômbia, que ocorreram no dia 27 de outubro do presente ano, mostraram um tabuleiro cujas peças começam a se realocar: o uribismo foi o grande derrotado durante as jornadas eleitorais. O motivos parecem estar vinculados ao preocupante índice de assassinatos, ameaças e extorsões a defensores dos direitos humanos, líderes indígenas, camponeses e afrodescendentes, docentes e ex-combatentes; e a responsabilidade direta do Exército colombiano em um massacre onde morreram 18 crianças por causa de um bombardeio. Este acontecimento implicou a apresentação de uma carta de renúncia por parte do até então ministro da Defesa, Guillermo Botero, quem previamente justificou o ataque, argumentando que era contra dissidências das FARC. O fato aumenta os mais de 8.000 casos de execuções extrajudiciais de civis, mal denominados “falsos positivos”, os quais o governo fez passar como guerrilheiros para inflar as estatísticas e ostentar a eficácia de sua luta contra insurgentes. 

Lugares comuns: Pensar Colômbia na onda regional.

Até há poucas semanas, nenhum analista político poderia antecipar e apostar pelo massivo despertar de um espírito de rebelião com corpo coletivo que hoje, logo após um mês de resistência, continua demonstrando seu obstinado desejo emancipatório em diversos territórios da região latino-americana, gerando estratégias de contra poder popular perante as arremetidas expansivas do neoliberalismo. O despertar social colombiano não pode ser lido por fora do convulsionado contexto regional: as revoltas populares dos povos chilenos e haitianos, as admiráveis resistências indígenas no Equador, os processos de organização gestados para enfrentar o golpe de Estado na Bolívia, a aposta coletiva na Argentina por outro modelo de país que implique projetos de vida mais habitáveis, são experiências que se entrelaçam e dialogam em todo continente. 

O mal-estar social, transversal aos processos previamente mencionados, tem um plano de fundo mais profundo que a mera rejeição ao aumento de uma tarifa ou um projeto retrogrado de direitos. Expressa e evidencia a insustentabilidade de um modelo econômico de despojo e morte, com aspirações expansivas ilimitadas em um planeta de recursos naturais limitados. Um ideal de produtividade sem interrupções que se reproduz, produziendo, por sua vez, ideais de felicidade, consumo e emoção. O desencanto social se generaliza, confrontando miragens. A promessa não resolvida de crescimento se desvanece na ausência de garantia de acesso a direitos básicos, a deterioração ambiental e o crescente risco de extinção da vida. 

Por outro lado, os governos de direita e seus aparatos midiáticos demonstram seu desinteresse político perante o descontentamento social. O “oásis” do presidente Piñera, ostentando uma suposta estabilidade econômica e social no Chile a poucos dias da revolta popular, o “PIB em crescimento” que orgulha o presidente da Colômbia Iván Duque, resultam valorizações e indicadores macroeconômicos completamente dissociados da realidade cotidiana da população. O índice de desemprego na Colômbia continua em 10%. 

A sensação de “não temos nada que perder, que medo vamos ter” – lema escrito em alguns cartazes que circularam pelos atos – é grito e consequência dos níveis de dano e despojo causados pela extrema desigualdade social, a propriedade privada cada vez mais concentrada e a intensificação do financeirização da vida. Lógicas reproduzidas pela dinâmica da globalização neoliberal, que se traduz no aumento de desemprego, falta de oportunidades, desesperanças, frustações e os padecimentos psíquicos consequentes. “No era depressão, era capitalismo”: afirmação corporalizada que delata as facetas mais letais deste sistema. No Chile os estudantes se suicidam porque não podem pagar as dívidas adquiridas para estudar. 

Por sua vez, os Estados – apoiados pelas elites econômicas que representam – assumiram diante das reclamações populares atitudes extremamente depreciativas. Tanto no Chile como na Colômbia foi dado um tratamento de guerra ao direito de protestar e de se mobilizar socialmente. Responderam militarizando as ruas, desenvolvendo uma ação progressiva de intervenção da força pública, declarando toques de recolher – na Colômbia inclusive fecharam as fronteiras – travando uma batalha digital com o bloqueio de plataformas, violando desta maneira o direito de comunicação com a pretensão de impedir a divulgação dos excessos das forças públicas.

Apostaram na estigmatização dos e das manifestantes, buscando criar inimigos internos que justifiquem o recrudescimento repressivo. Esta estratégia na Colômbia e no Chile tomou a forma de supostos atos de vandalismos com a intensão de instalar o pânico na população e motivá-la a estar contra os e as manifestantes, operação que foi desmentida através dos vídeos que circularam em redes e revelaram o protagonismo da polícia em tais ações, radicalizando assim o sentido dos protestos contra a repressão e a corrupção estatal. A imagem de Dylan Cruz o jovem de 18 anos que foi assassinado por um oficial do Esquadrão Móvel Ante Distúrbios – ESMAD – após o grupo de antimotim tentar dissolver uma manifestação pacífica tornou em um dos símbolos desta luta.

Fotografia: Alejandra Ramírez Rivera

Algo novo está acontecendo: Parar para avançar. 

É difícil prever o destino deste movimento, considerando a desafiante mensagem lançada pelo governo com a aprovação no Congresso da reforma tributária e do projeto conhecido como a lei “Andrés Felipe Arias” – apresentada pelo uribismo com o propósito de tornar retroativa a condenação estabelecida pela Corte Suprema de Justiça a funcionários que tenham mostrado ligação com o paramilitarismo, o narcotráfico e ocorrências de corrupção -, somada à capacidade das direitas para renovar seu estoque de representação política, modernizar seus discursos e paralelamente radicalizar a repressão. 

Apesar disso, um processo inédito emerge em contraposição, configurando novas formas de luta, reinventando e desejando novas institucionalidades, ensaiando lideranças coletivas, propondo e caminhando para um re-sensibilização dos corpos. Assim, por exemplo, Bogotá recebeu a visita da Guarda indígena (constituída para a proteção dos territórios e comunidades) após o anúncio da adesão à Greve Geral, sendo acolhida na Universidade Nacional da Colômbia e manifestou seu apoio nas concentrações massivas realizadas em praças localizadas em diferentes lugares da capital. Estes fatos demonstram a capacidade deste processo para gerar novas alianças territoriais e subjetivas por meio de mobilizações, assembleias locais, regionais e nacionais que podem apostar na transcendência da conjuntura para estabelecer alicerces a longo prazo. Este horizonte requer concentrar a energia em organizar o descontentamento, discutir os problemas de fundo e trabalhar com a “geração de estratégias de contenção e construção de redes de solidariedade”, como dizem Denize Brazao e Vanessa Dourado, pois a greve não dá sinais de rendição. Como expressa a música ´Somos los prietos´, do grupo Chocquibtown: “No se rinde el que nació donde por todo hay que luchar”. 

Natalia Hernández Fajardo – Insurrecta

Socióloga, serigrafista, activista feminista, migrante con raíces en Colombia e integrante de Revista Amazonas y del colectivo Las Comarqueñas. En su caldero de bruja el arte y la academia son herramientas para perforar los mandatos y disposiciones que estrangulan los cuerpos y deseos. 

 

Paula Carrizo

Comunicadora social, trabajadora de niñez, militante sindical y activista feminista. Ha colaborado con diversos medios, especializándose en temáticas referidas a derechos humanos, niñeces y géneros. Caminando en colectivo por proyectos emancipadores, de vida, y libres de violencias.

 
 

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