Me enteré medio de casualidad. Una historia en redes sociales, o algo así. No recuerdo bien; tampoco importa. Hacía años que no nos veíamos, desde aquellos tiempos en que compartíamos la misma camiseta dentro de una cancha de fútbol, defendiendo los colores de la Facultad de Sociales, allá por principios de los ’10.
Debo admitir que siempre sentí una secreta admiración por él: por su manera de trabajar en cada entrenamiento, por el respeto a todos los compañeros sin importar quién fuese o cómo jugase, por su seriedad a la hora de clausurar el andarivel izquierdo en la defensa, porque “cerraba el culo y jugaba” (como decía Adri), porque ya desde esa época me di cuenta de que tenía un manejo distinto de las palabras y de las ideas.
Nos juntamos a tomar un café una típica tarde de otoño: frío, viento y lluvia. Literatura, pura y viva literatura. Me habló de su nueva novela, La última esperanza negra, y de su primer trabajo, Engendros, libro que prometí leer. Tardo, pero llego. Siempre llego. Solo ténganme un poco de paciencia.
Regresé a casa contento por haberlo visto, por sentir que había recuperado cierto fragmento de un pasado muy grato de mi vida que retornaba de forma más adulta, quizá hasta melancólica, retazos de lo que fuimos resumidos en un café y una novela.
No es fácil escribir. No es para cualquiera. Requiere de cierta desnudez, de abrir la mente y el corazón a un mundo que no nos enseñó a abrirnos, sino más bien todo lo contrario; de una obsesión con la obra que oscila sin grises entre el entusiasmo más prometedor y desánimo absoluto. Uno está luchando consigo mismo todo el tiempo. Quizá por todo esto esa misma tarde, al regresar a casa, me senté decidido a leer su novela: porque valoraba (y entendía, por sobre todas las cosas, entendía) el esfuerzo y la dedicación que había plasmado en su obra.
Voy a ser claro en algo desde un principio: La última esperanza negra no es (solo) una simple novela, sino que es también (y sobre todo) un manual de sociología, una síntesis precisa y brutal de los tiempos en los que vivimos. Yagüe no necesitó de grandes escenarios ni historias fantásticas bélicas para reflejar una marca de época: le alcanzó con cuatro personajes, un edificio y un caño roto. Para qué más, si se pueden entender los fenómenos sociales con afinar un poco el ojo y hablar con el encargado de tu edificio, o con el vecino del 3ro “B”. Allí está la verdadera sociología: en la calle, en el barro. Podemos debatir tardes enteras si el concepto de tipo ideal de Weber es aplicable o no a las sociedades posmodernas, sí, pero mientras tanto se nos rompe un caño y debemos lidiar con ello, con el plomero, con nuestros vecinos, con sus dinámicas, con nuestra soledad. ¿Por qué actúan así y no de otro modo? ¿Por qué quienes vivimos en determinado ritmo histórico actuamos (más, menos) de manera similar?
Todos y todas conocemos alguna Lucía en nuestras vidas. Algún Javier, algún Sergio; quizá alguna Virginia, por qué no. A todos se nos ha roto un caño y hemos tenido que negociar con vecinos/as no muy deseables ni equilibrados. Todos nos hemos sentido solos incluso estando acompañados. Todos extrañamos a alguien. Todos creemos que el vecino que la va de intelectualoide es un pelotudo y un inútil (Sandro se refería a Javier como “el pensador”: las manos las tenía para agarrarse la cabeza nada más). Todos hemos tenido sueños que el mundo (no quisiera ser tan reduccionista, pero no vale la pena entrar en detalles, al menos ahora) se ha encargado de despedazar. Todos hemos amado y no nos han amado; y viceversa. Todos deseamos viajar por Italia con un amigo. Todos en algún momento de nuestras vidas exigimos que nos dejen enloquecer, que al menos nos permitan esa libertad. Todos estamos atados a las consecuencias de las crisis, los vaivenes del dólar, de los medios de comunicación y los discursos sociales. Me animo a definir a La última esperanza negra como un libro de crisis, de cómo afrontamos ese contexto social del cual no podemos escapar aunque queramos, de cómo nos afecta en todos los ámbitos de nuestra existencia: emocional, económica, psíquica y hasta físicamente. Pregúntenle a Lucía, si no.
Yagüe logró percibir lo que late en la piel de la experiencia social como un todo y trasladarlo a la construcción de sus personajes que funcionan en términos de abstracciones generales, una especie de inconsciente colectivo resumido en 172 páginas. Porque todos tenemos algo de Lucía, algo de Javier, algo de Sergio, algo de Virginia. No son personajes encontrados en la base de una montaña con los que te cuesta empatizar porque de alguna manera te interpelan, te señalan, te denuncian.
Pero hay un concepto capital que recorre la obra de principio a fin y que me gustaría desarrollar levemente: la soledad.
Recuerdo que una vez una chica salteña con la que salí un tiempo me comentó lo sorprendida que estaba de cómo en una ciudad como Buenos Aires, repleta de gente y ruido, de consumos y estímulos constantes, se podía estar tan solo. Nunca olvidé esa reflexión. Recuerdo que sus palabras retumbaron en mí y fueron extendiéndose en mi pecho como una mancha de vino derramada en el mantel de navidad; yo, que en ese momento era mucho más chico e ingenuo, nacido y criado en esta gran urbe de cemento y bocinazos, nunca había tenido la lucidez (o el valor) de darme cuenta de semejante observación.
La recuperación de este concepto en La última esperanza negra no funciona solo en términos acotados a la ciudad de Buenos Aires, sino a toda ciudad en general, a la idea de metrópoli en tanto sistema de organización, vinculación y existencia. De allí que cada uno de los personajes se mueve en un mundo de individualidades citadinas, cargando sus penas como una tortuga arrastra su caparazón, tortura de TV y pastillas, de carreras académicas más cercanas al ego y al poder que al conocimiento, de neurosis obsesivas iracundas, de ansiedad y miedo, de un pasado que no nos deja en paz, de cuerpos devenidos en mercancías, de placeres fetichizados y zanahorias en el horizonte, de denuncias de corrupción y fiebre verde, de rumores de renuncias y crisis económica, de amores que fueron y ya nunca serán, de clonazepam y circo.