1. El click más rápido de Occidente
Lo que duele no es la goma,
sino su velocidad
Indio Solari
Hace poco volví a ver la película estadounidense Hook, de Steven Spielberg, y encontré una escena que no recordaba. Es en la primera parte, cuando Peter (Robin Williams) aún no volvió a Nunca Jamás, aún no recordó que es Peter Pan; es un ejecutivo exitoso, un abogado corporativo que no tiene tiempo para estar con sus hijas, abocado a una vida de éxito que, paradójicamente, no le da descanso -o quizá triunfa porque no descansa, porque no tiene tiempo para el cariño, el juego y lo porque sí. Un “éxito” que requiere un deseo limitado solo a ese valor, y olvidarse de la multiplicidad deseante que nos constituye. El capital, como rector libidinal, coincide con Nietzsche cuando dice que el ideal ascético (religioso o secularizado) no permite ninguna otra meta, y cree que no existe en la tierra ningún poder que no tenga que recibir de él un derecho a existir.
En fin: en esta escena de la película, el Peter que aún no se recuerda Pan se cruza con un colega, otro winner de traje impecable y obediente que justo sale del ascensor del seguramente rascacielos en que están sus oficinas. Al verse se sonríen de inmediato, cómplices, se tiran alguna ocurrencia (palabras como látigo friendly en esa suave guerra civil lingüística que suele mostrar la industria audiovisual estadounidense), y luego se dan una mini pausa para jugar un pequeño juego que comparten. Como un chiste ritual entre ellos. Así es el juego del Peter ganador en la alienación: se distancian una cantidad contada de pasos, se enfrentan, cada cual se corre el saco un poquito en el lado derecho, despejando la cadera, se miran fijo con la mano lista junto a la cintura, a ver quién es más veloz… en sacar el teléfono celular del bolsillo, abrirle la tapa y ponérselo junto a la oreja. Un duelo de celus. Torneo de campeones del disponibilismo, régimen de la -entonces- “nueva economía”. Es de 1991 la película, año bisagra entre los siglos XX y XXI según Eric Hobsbawm, pero este Peter Pan repite, todavía, el gesto fundamental del vaquero pistolero del siglo XIX.
Es difícil que alguien criado en los últimos cien años no tenga impregnadas en la cabeza imágenes del llamado Lejano Oeste estadounidense (hay exentas cada vez menos zonas del mundo), como la que homenajea y actualiza el film de Spielberg. El cowboy, el vaquero, es el personaje casi monopólico del género cuyo nombre coincide con el de nuestra civilización, Western. Por cierto, hasta el momento en que escribo esto no había notado que “vaquero” es “de las vacas”. Y tampoco advertí hasta hace relativamente poco que un “sombrero” es una herramienta que da sombra. Y eso que ambas cosas están ahí a la vista, al oído, que son sensiblemente cosas. Pero lo evidente no coincide con lo obvio, con el régimen de obviedad en términos de S. López Petit. Lo obvio se sacraliza, no es lo evidente sino lo que no hace falta fundamentar, es tautológico, es verdad antes de que pensemos, de que percibamos incluso. Lo evidente puede, en cambio, ser pasado por alto. Los vaqueros, los llaneros solitarios, no podían vivir sin sombrero. Sol derretidor. Pero aún en las primeras generaciones urbanas modernas el sombrero era parte de la ropa de cada día. Todavía en las ciudades no había mucha más sombra que la que en un pueblo rural dan los árboles. Los edificios, luego, formaron un sombrero masivo; más bien podrían llamarse tapacielos. Esa sombra solar de las metrópolis era contracara de su tendencial régimen de luminosidad eléctrica permanente.
Pero en aquel lejano Occidente, la gente estaba a la intemperie y así el vaquero tiene sombrero y tiene, también, revólver.
Es que aquella intemperie era también intemperie de la Ley. Cada cual se cuida a sí mismo, enseña el western. A lo sumo, alguno se erige en héroe (individual) y cuida a otros. Las relaciones son mano a mano, no mediadas por algún tercero, como es el Estado a través de su Ley, o formas comunitarias de coordinar mediaciones y regulaciones del conflicto (una asamblea…). No es que la Ley no existe en el western: existe con presencia publicitada en carteles de “Buscado”. Debe publicitarse, debe hacerse pública, es decir que la Ley no prima: persigue. Y le da su estrella a algunos individuos para que la hagan cumplir. Para que en su nombre maten o apresen a los que la incumplen. El Sheriff es la Ley jugando en el territorio de la ley de la selva, la selva llanera. Más que la institución común, la estrella de la Ley -figura celestial hecha en metal- es una legitimidad extra que santifica a un individuo como héroe, suerte de superpoder.
Así, el ambiente del western -el ambiente occidental- consta de individuos armados (y ovejas desarmadas), cuyas armas, como decía Alberdi (citado por Martínez Estrada en Radiografía de La pampa) sobre el cuchillo de los gauchos argentinos, “permitían al individuo llevar al gobierno consigo”. Pero incluso esa formulación alberdiana, acaso, quiere ver al gobierno -un tercero- donde hay su ausencia. El arma al cinto es la prescindencia del Estado: acá somos vos y yo, esto lo resuelvo yo, etcétera. El incorporado revólver es un dispositivo de regulación de las relaciones sociales, una técnica política central en la simbología occidental dominante.
El saber de caballos y animales, la trashumancia llanera, el vínculo intermitente con la Ley; las equivalencias entre cowboys y gauchos son varias. Habitantes campestres, pueblerinos y orilleros, americanos criollos que convivían -mal o bien- aún con americanos originarios fuertes. Pero el gaucho, el gaucho instituido como símbolo, lleva en la cintura un facón, no un revólver. Martín Fierro, por ejemplo, jamás usa la herramienta de matar que en la Argentina moderna se designa coloquialmente justo con su apellido. Usa la hoja.
El facón, un cuchillo, es una herramienta de trabajo que puede también ser de pelea; el revólver es una herramienta de matar. Y cuando el filo se usa para pelear, es muy distinto al revólver: “El cuchillo no es un espectáculo, es una intimidad”, dice Martínez Estrada. Y añade que “cuando mata, entra hasta el puño; índice y el pulgar tocan el cuerpo. Ese contacto, que bastaría para perdonar, indica lo consumado sin remedio”. Ese contacto que bastaría para perdonar.
El puñal es un arma de la cercanía, del universo del contacto cuerpo a cuerpo. Y el tacto es un sentido inseparable de la ética, por cuanto no se puede tocar sin ser tocado. Facón, un arma del estar juntos, de la conjunción como dice Bifo Berardi. La conjunción es un modo del enlace no automatizado. Un enlace que requiere elaboración. Y por tanto instaura singularidades (no hay enlaces idénticos), o al menos particularidades, pero no formatos de homologación universal (como sí tiene la conexión). El gaucho pelea alzando los brazos, en una mano el cuchillo y la otra se envuelve en el poncho o algún pañuelo grande para usar como escudo. Así, la pelea tiene a los dos gauchos cerca, amagándose, los brazos semi abiertos, girando para abrirse el flanco, como si fuera un coqueteo previo al abrazo. Arman casi una danza para darse la muerte. Al hacerlo se sienten la sangre, se ensucian; queda algo del cuerpo ajeno en el propio.
El arma de fuego, en cambio, es herramienta de matar conectiva, siguiendo con Berardi. Automática y siempre igual, estandarizada e inequívoca, sirve también para que el usuario no sienta su efecto. Para insensibilizar al matador, para que no se sienta tan asesino -ni él mismo ni los espectadores-.
Matando indios, mexicanos y forajidos, el revólver es el aparato con que el individuo occidental civilizaba a la vez que asumía que, para civilizar, debía incorporar algunas operaciones un tanto salvajes, más precisamente sangrientas. Pero la sangre quedaba lejos; el arma de fuego es una técnica de regulación de los conflictos a distancia. Mediatiza el espacio, y con él lo corpóreo. E inmediatiza el tiempo: el mayor mérito de un cowboy es la velocidad. El chico más rápido del Oeste, el clickeo más rápido de Occidente. Después, a sacar una fotografía también se le llamará disparar.
El arma de fuego con gatillo es acaso la técnica que inaugura históricamente la subjetivación del click y la mediatización sensible. Acción a distancia en tiempo real, con el cuerpo sin palpar los efectos de sus acciones. Efecto ya-allá e insensibilización ante la muerte del otro; corrosión de la semejanza investida en el otro. El otro es un dato, un número (de muertos, body count). Si -con Levinas- un rostro dice no matarás (Levinas: 2000), si una mirada a los ojos recuerda (vuelve a pasar por el corazón) la condición semejante, el arma de fuego permite matar sin dar ni recibir la cara. La técnica de inmediatez mediatiza las relaciones; se puede matar sin sentir, contando números que pueden ascender a cifras siderales (“mataron millones de ellos”, dice un personaje de reparto al protagonista de Dead Man, deliciosa película Western de Jim Jarmush (1995), cuando los pasajeros del tren decimonónico que va al Oeste se ponen a disparar por la ventana).
Las flechas también mataban a distancia, pero sin inmediatez. Sin click. La flecha tiene en rigor dos arcos, contando al que dibuja en el aire. Hace su parábola; la flecha tiene, aún, arco narrativo. Un recorrido concebible, imaginable por el alma, el espíritu, la conciencia, el pensamiento. No mata al tiempo, la flecha; viaja. El revólver, en cambio, disuelve la narración, en el instante y su pura actualidad.
Acaso el “duelo” era una forma todavía con restos narrativos tras la que se enmascaró la emergencia de la nueva lógica digital, hoy dominante, ya no de narración progresiva sino de pura actualidad aditiva. El click disuelve la experiencia del tiempo y desnutre la conjunción física. La realidad y lo vivo convertido en información y sin proceso existencial; puro rendimiento actual. De allí que la narración, como patrón perceptivo, expresivo y organizativo de la experiencia, y con ella las líneas progresivas, queden sepultadas en la dinámica de lo instantáneo donde de la nada, de un tiro, te te fuiste pa’rriba, o bien de la nada, de un click, fuiste. El click es la operación de fisicalidad mínima propia de la actualidad instantánea. De hecho, el click era demasiado mecánico, y va camino a deponerse en el “tic” en rigor tirando a insonoro de las pantallas táctiles.
2. Subjetividad conectiva
Sin tiempo narrativo, ni progreso ni proceso constructivo, sin horizonte -la mirada enfrascada en pantalla-, nuestra época ha comprimido el tiempo histórico entero en sí misma, y solo es real la actualidad. Ni el pasado ni el futuro son gestantes. Domina la aspiración vertical a pegarla, salvarse, sin mediaciones elaboradas. Cripto, apuestas, inversiones -incluso mínimas-, timbas y múltiples imágenes del click salvador. La red incorpórea ofrece eso: alcance inmensurable en tiempo inmediato, viralización repentina, de golpe ser rico, famoso, de la nada a la gloria con muchos poderes, como el humano Milei, que llegó a Presidente argentino sin partido, sin pisar provincias, sin proceso de crecimiento en algún lugar, solo con clicks. La tele como difusión a lo ancho del cuerpo social, y las redes en lo profundo de las mentes (la profundidad realmente existente).
La escena del Peter Pan adulto (adulterado) muestra, pues, una posta histórica, un pase de mando de un aparato a otro, del revólver al celular. Posta de máquinas clave de época con misma lógica operativa: click instantáneo y efecto remoto inmediato, mediatizado para el sensorio.
Suele hablarse de las tecnologías poniendo foco en los artefactos, fascinantes y aterradores. Menos se atiende a la forma humana que con las tecnologías se produce. Las prácticas y la subjetividad que componen.
El revólver western -occidental- muestra que la inmediatez política es correlativa con la mediatización técnica. En un esquema de individuos puros, definidos por sus fuerzas respectivas sin mediaciones comunes, los conflictos no se regulan o habitan, sino que se resuelven o eliminan. Así, la mediatización técnica habilita la ausencia de mediación política.
Ni Ley ni comunidad: revólver y celular. Sociedad de unos. El liberalismo como ideología de personas que creen que no se necesitan unas a otras, como lo describe Robert Walser citado por Sloterdijk (2017); o en términos del Comité invisible (2008) el liberalismo existencial como la idea naturalizada de que cada cual tiene su vida.
El liberalismo como modulación de la subjetividad tiene como condición técnica la conectividad mediatizada. Dicho de otro modo, la mediatización comunicacional tecnifica una inmediatez política como ausencia de mediación. Encapsulamiento hiperconectado e individualismo liberal. Regulándose con aparatos de la separación conectada, como el revólver. ¿Conflicto? Click, chau. Eliminar, suprimir, bloquear. Te voy a deshacer, o si estoy piadoso, a minimizar…
Aunque la supresión del enemigo no es algo precisamente nuevo, el gesto del famoso “¡fuera, fuera, fuera!” con que Milei contaba lo que iba a suprimir, evidencia la limpidez e inmediatez propia de las operaciones digitales -incorporadas- de eliminar, volar de la pantalla sin más, cancelar. ¿O no hay relación entre la “cultura de la cancelación” y la facilidad operacional con que dejamos de ver lo que no queremos?
Esto no implica, claro, que las tecnologías de comunicación instantánea o de acción instantánea en tiempo real sean “de derecha”. La gesta feminista, o el levantamiento contra el 2×1 a genocidas en 2017, son dos ejemplos entre muchos otros de que los artefactos conectivos pueden ser recursos técnicos de organización multitudinal con sentido democratizante e igualitarista. Pero allí, fueron recurso, recurso de un deseo colectivo, recurso de un sujeto colectivo, de un “nosotros”, en términos de Ignacio Lewkowicz (2004). Hipótesis: la red con conciencia de sí -o con sensibilidad de sí- se convierte en un nosotros. Un entramado autoconsciente, que suspende en tanto tal la regencia concentrada de la red productiva, es decir, el mando fáctico y sensible del capital. Hipótesis: cuando el entramado colectivo realiza movimientos de autoconsciencia (en un movimiento horizontalista que destrona los poderes intocables), los medios median, es decir, enlazan, articulan encuentros. En cambio, los medios conectivos mediatizan cuando, en términos de Debord (1995), reúnen separando, bajo una dinámica donde la virtualidad se fetichiza como superioridad impersonal, abstracta, donde los poderes concentrados se presentan ya-dados y los individuos no se conciben co-constituyentes del entramado sino seguidores, que no deben dejar de actualizarse para no caer… un entramado sin conciencia práctica de sí (individuos que creen que no se necesitan…) es una red subjetivamente liberal.
Sin embargo, el diseño de los objetos técnicos tiene una intensión; como sostiene entre otros Vilhem Flusser (2017), prefigura modos de uso; su diseño tiene una condición política por cuanto apunta a una práctica. La adicción o apego compulsivo a la pantalla es evidente en casi cualquier situación de la vida social. Los aparatos conectivos, con sus programas predominantes, las llamadas redes sociales, funcionan como religión contemporánea. En el sentido de que re-ligan a la multitud de individuos autopercibidos prácticamente como unidad independiente. Esta religión conectiva requiere un repertorio de operaciones para ser habitada. Operaciones de la subjetividad conectiva: el chequeo, el scrolleo, la respuesta automática, el ingreso de contraseñas, el googleo, el bloqueo, la impostación de sonrisa, la exhibición de la vida personal, el disponibilismo, la simultaneidad atencional, la agresión (para hacerse sentir en medio de la saturación), y un largo etcétera que constituye un campo de investigación de la humanidad empantallada.
Estas operaciones, acciones y modos de hacer, dan forma a modos de ser: a eso llamamos subjetividad, tomando la noción, también, de Ignacio Lewkowicz (2001). Una subjetividad consiste en el conjunto de operaciones necesarias para habitar unas circunstancias, o un ambiente determinado. El ambiente conectivo, o más aún, el ambiente existencial contemporáneo, donde la conectividad es necesidad esencial, dispone una subjetividad conectiva.
Esta subjetividad tiene su etnografía, tiene su temporalidad, tiene su corporalidad (tiene también su literatura, la literatura del yo), tiene su profunda genealogía -la larga y conflictiva historia de entronización de instancias mediatas, incorpóreas, abstractas, dominantes de lo corpóreo sensible, que despojan al cuerpo común de la potestad sobre lo verdadero-. Y tuvo, también, su consolidación y catalización en la pandemia: ante la pandemia, la subjetividad contemporánea reaccionó con las lógicas que ya la constituían. Encapsulamiento y la “soledad atestada” de la conectividad; aislamiento no social, sino físico, con hiperconexión. Y que los últimos, que no pueden quedarse en casa, se arreglen.
Pero entonces fueron dos las disposiciones subjetivas consolidadas en pandemia. Una, la conectividad como patrón relacional y técnica básica de existencia (el devenir información de lo existente), y, otra, la disposición a sufrir. En pandemia, la sociedad asumió que iba a sufrir. Fue aceptado, aunque era forzoso. Por lo demás, en pandemia se agudizó la distancia y el resentimiento de buena parte de la sociedad hacia el “mundo estatal” en cuanto posición percibida como cómoda y moralmente jactanciosa e hipócrita. Es fácil entender que si las banderas de los derechos y la inclusión y lo nacional son erigidas mientras crece la miseria y la entrega, crezca también la animadversión hacia dichas banderas, que quedan quemadas.
Esa disposición explícita a sufrir, vuelta consenso en pandemia, luego fue discurso repetido en ese otro gigantezco y aún muy poco pensado acontecimiento colectivo nacional, el Mundial de fútbol 2022. Allí, el estado de estrés compartido en que consiste según Sloterdijk (2017) el lazo social contemporáneo, tuvo por una vez una forma de unidad nacional; y uno de los rezos más repetidos, tanto por ídolos como por comunes, era: somos argentinos, es así, tenemos que sufrir. El sufrimiento ya no era una fatalidad, sino destinal.
Cada gobierno viene en cierto sentido a recoger las demandas que quedaron vacantes del anterior, o, más precisamente, cada gobierno expresa la configuración sensible de la que surge y a la que debe responder. Ricardo Alfonsín como expresión del deseo de paz, derechos civiles y humanos; Carlos Menem, de estabilidad y consumo; Fernando De La Rúa y Carlos Chacho Álvarez, deseo honestista; Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner como traducción institucional de la revuelta de 2001 (rechazo al ajuste, a la deuda y a la represión, articulación Estado-sociedad. Mauricio Macri como expresión de la subjetividad consumidora y mercantil fortalecida durante el kirchnerismo; Alberto Fernández como expresión del deseo de diálogo y concordia ante el cansacio grietista. Y Javier Milei como expresión de la subjetividad conectiva, combinada con la disposición a sufrir.
3. Mediatización política, subjetividad mercantil-consumidora
Hipótesis: la revuelta, climax de la movilización social, como en el estallido de 19 y 20 de diciembre de 2001 y su prolongación hasta la masacre de Avellaneda, es la forma más desarrollada de autoconsciencia del entramado colectivo. El nosotros. La movilización social cambia las condiciones de lo posible y de la gobernabilidad. Cambia también la distribución social del miedo (¿no es eso la política, una distribución de los miedos?). En la revuelta, y ante la movilización, temen las elites. El gobierno kirchnerista vehiculizó exigencias que la sociedad plantó vía movilización. Tradujo institucionalmente lo que la movilización había gestado. Tuvo potencia en tanto interfaz que articuló la esfera de la representación con la movilización social. Pero sin movilización social, un Gobierno, como pura administración del Estado (en rigor, de limitados resortes del Estado), carece de fuerza para divergir con el statuo-quo. Sin movilización social que ejerza fuerza contra los poderes y privilegios establecidos, un Gobierno encuentra, como mejor intención, la razón posibilista.
Si el saldo político del gobierno de les Fernández fue una derechización radical, peor saldo que el que dejó el gobierno de Macri, ante el cual se mantuvo activa la movilización social, que, de hecho, fue la que lo derrotó (con traducción electoral ulterior), es preciso contemplar que, en 2019, desde el día siguiente a las PASO en que la fórmula opositora le sacó 16 puntos de ventaja al oficialismo, el candidato elegido por CFK llamó explícitamente a desmovilizar. Esa fue su política, una política de desmovilización; de allí que tuvo su hora dorada en el inicio de la cuarentena. Amén de la quema de ranchos en Guernica, acaso la postal emblemática haya sido la del Presidente saliendo a las rejas de la Rosada con un megáfono para echar a la multitud maradoniana, que estaba realizando la fiesta de tristeza popular acaso más importante de la historia nacional, jocundo acontecimiento conjuntivo -que bien podría haberse fomentado como fortalecedor de un lazo social con sentido nacional y popular- que, al verse interrumpido por la superestructura estatal, desembocó en el primer asalto exitoso en toda la historia del palacio de Gobierno argentino -un “asalto” que no quiso más que meter las patas en las fuentes y cantar.
Pero esta desmovilización, propugnada por el peronismo respecto a las fuerzas que permitieron su acceso al Gobierno, acentuó en el caso albertista pero fue coherente con el proceso kirchnerista previo. Porque la condición de la ampliación de derechos realizada durante los primeros gobiernos kirchneristas fue la subjetividad consumidora; la inclusión incluyó subjetivando como consumidores. Esto, claro, como caracterización general, más allá de la miríada de experiencias o situaciones particulares que pueden reclamar cada una su caracterización rigurosa. Veamos un ejemplo ilustrativo.
En la campaña presidencial argentina de 2015, circuló una propaganda que mostraba un hombre entrando a una concesionaria de autos. La cámara está como escondida tras una planta y desde la cámara alguien, también escondido, le habla al recién llegado; le pregunta si va a cambiar el auto, y el interrogado, que responde llamarse Roberto, dice que comprará un cero. Entonces, el escondido tras la planta -y tras la cámara, pues para nosotres es pura voz, a la vez que vemos desde su punto de vista-, lo felicita, y Roberto sonríe, quedo, aceptando con modesta satisfacción, pero cuando la voz le pregunta a quién va a votar -si a Scioli o a Macri – Roberto no sabe… Y la voz le dice dale, Roberto, si te va bien… Si te va bien, Roberto, dice la voz del spot que llevaba la firma de “Comando kirchnerista clandestino”, si te va bien dale, votá a Scioli. Coincidía con lo que públicamente más de una vez dijo Cristina Fernández de Kirchner: no les pedimos que estén de acuerdo ni que sean peronistas, les pedimos que miren su bolsillo. La razón económica reclamando desesperada su centralidad en la mentalidad de los sujetos mercantiles, sujetos-bolsillo. Sujetos-billetera electrónica. Etcétera.
Esta lógica se había visto también cuando el Estado compró la mitad más uno del paquete accionario de YPF; la entonces Presidenta festejaba la renacionalización aclarando, de paso, que “ya no necesitamos patrullas perdidas de 2001”.
Que la multitud cuya movilización había producido las condiciones de posibilidad del proceso gobernante pase a ser nombrada como “ciudadanos empoderados por el Estado” fue, también, una mediatización: la potencia de creación, la fuerza democratizante, quedó delegada en la esfera institucional. (Lo cual es acorde a la sintaxis del preámbulo de la Constitución, que podría afirmar que el pueblo delibera y gobierna a través de sus representantes pero en cambio lo dice mediante la doble negación de que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de). La mediatización organizada técnicamente confluye con un proceso de mediatización política, de mediatización de la presencia protagónica de los cuerpos comunes.
Si la inclusión se da en términos de consumidores, sujetos reivindicados como bolsillos (bolsillos nacionales y populares, ciertamente), la democratización (en la asignación de recursos, también en el orden de legitimidad simbólica) produce sujetos como unidades de autopercepción monetaria. Autopercepción capitalista. Si la realidad en última instancia es la de nuestra existencia mercantil, entonces, la matriz sensible sobre la que opere la política será inevitablemente neoliberal, mercantilista. Sujetos que más que escucharse nombrados como “empoderados” por el Estado, gustarán ser nombrados emprendedores que se ganaron lo que tienen con su esfuerzo personal, satisfechos y queridos de cómo mejoraron en la última década. Cansados de la retórica inflamada de los militantes de un partido que vocifera con los megáfonos oficiales del Estado; el Estado convertido en el discurso de un grupo militante. El consumidor auto emprendedor, autopercibido como bolsillo, prefiere que el Estado sea Policía en la esquina, para que, encima que se rompe el orto todo el día, no venga algún zarpado a romperle las pelotas (Pennisi: 2015).
¿A qué llamamos derechización? A una determinada deriva política de la subjetividad consumidora y mercantil, tecnológicamente predispuesta.
Si la red, de sujetos liberales (“cada cual tiene su vida”, Comité Invisible: 2008), está alimentada, si tiene volumen de flujo circulante, el tono cívico puede ser hasta de fiesta, como, por ejemplo, cuando el Bicentenario. En cambio si la red -de sujetos mercantiles y conectivos- se seca, se desnutre, los cálculos cambian. Si el sujeto conectivo-consumidor tiene acceso al goce del consumo y el entretenimiento, se organiza una lógica de pensamiento distinta a la que se instaura si a lo que accede es a sufrir: allí, el goce tiene que ser otro.
El goce de cortar por lo roto; la lógica común donde se pega un golpe más fuerte en aquello que viene molestando; el goce del “ya fue”; el goce excelso de dañarse; el sublime goce de dañar a otros (Nietzsche: 2007). El goce de rugir, un rugido espectacular para la multitud exhausta de bruxantes.
Ya fue, que se termine de romper, a ver si después afloja un poco el sufrimiento este…
4. Brokers de yo, motosierra para lo otro
Para pensar la derechización en la racionalidad contemporánea, planteamos, entonces, un nudo entre la constitución técnico-digital de la subjetividad, con su matriz mercantil. Que, observada en otro nivel, arroja la siguiente hipótesis: la mediósfera es un vector histórico de disposición financiera de la subjetividad. La vida en la nube digital -click, click- produce subjetividad financiera. Si observamos las operaciones (los actos, incluidos por supuesto los lingüísticos), como también el patrón nervioso, el bicho humano conectivo es parecido al bursátil. Cargar valores en una bolsa virtual y estar pendiente a su inflación en valor semiótico. “Brokers de yo” (Valle: 2022), sometidos a una medición constante del valor. Un estado de medición permanente del valor. Todo medido todo el tiempo: tal el imperio financiero, conectivamente realizado. Todo medido todo el tiempo y, sobre todo, el tiempo mismo medido todo el tiempo. La razón financiera, el tiempo financiero. Jugar jueguitos, apostar, intercambiar mensajes (jugar el jueguito de la propia vida), manejar “plata”, evaluar rendimiento.
La abstracta actualidad se muestra en la pantalla conectiva y mide la vida, la evalúa. Allí está el saber sobre lo vivo. En la nube. En la eficacia suprema de lo maquínico. El viejo nuevo Dios de la internet.
La realización de operaciones financieras ha dado -está dando- un salto de masividad, de esos saltos cuantitativos tales que ya resultan un salto cualitativo. El sueldo tratado con operaciones del capital financiero; ni el sueldo, la astilla. Tal como desconectarse es quedar retrasado respecto de la actualidad mandamás, no hacer “rendir la plata” es también perder (no jalar los correctos clicks). La especulación como única verdad.
Esta masificación de la praxis financiera -ocasión por supuesto de inmensurables negocios de actores privados, que extraen ganancia de lo trabajado por otros- se preparó subjetivamente (se pre-dispuso) en la factura conectiva de la subjetividad.
Pero entre subjetividad conectiva y financierización, obviedades gobernantes de Occidente, la sinergia es de ida y vuelta. Y también, antes, fue mediante la dinámica financiera que el cuerpo social se inundó de especulación.
Los sujetos conectivos y los financieros son sujetos especulares, que especulan, que ponen espejos (negros muchas veces), que multiplican espejos; sujetos de una vida especulada. Specularis eran unos guardias romanos en la Antigüedad; unos vigilantes. Especulación, vigilia (porque el rendimiento se mide en forma constante); pantallas, vigilia; espejos, imágenes evanescentes, separación.
Ahora bien, desde el punto de vista comportamental, esta regencia especular de la vida implica el componente religioso planteado antes. Religión celular: creencia práctica en una entidad incorpórea, omnisciente, ubicua, superior. Son características de la nube, pero también de “el mercado”, y en el fondo, del capital. El mando mismo requiere mistificación; la jerarquía y los privilegios, con su obscenidad destinal, ya que el privilegio no consiste en cosas que se pueden; el privilegio consiste en que los otros no puedan. Los privilegios adquiridos -figura paradoxica o incluso oxímoron- reproducen una casta, una casta de individuos separados. Privados. Los santos de nuestra era.
Del Cielo a la Nube, del Señor a la IA, la mediósfera, que maravilla con su imagen brillante, ingrávida, tersa, hereda la profusa genealogía teológica, en cuya predisposición idolátrica se apoya la legitimación del privilegio, de la riqueza en su régimen de hiper concentración, y del mando -el mando, que es, en rigor, lo que regula el capital. El capital en sí mismo es un regulador de las relaciones sociales. Entramos a una fábrica, o, en rigor, a un lugar de trabajo, de producción, cualquiera. Cada sujeto hace algo, cada sujeto activo crea algo, ¿y qué hace, allí, el capital? El capital nada hace; manda. Es la tecnología del mando, del artificio insólito del mando y la sujeción, de la dominación. Y el capital, ficción si las hay, requiere mistificación.
Así como el revólver, así como el celular, es en el fondo el capital la entidad postulada como regulador suficiente de la vida. Así habla su razón política, expresada hoy por el Presidente argentino, cuyos atributos excéntricos en realidad no son tales, sino que se trata, sí, de un improbable, pero de lo improbable de que los axiomas puros de un patrón de regulación social dominen las decisiones y políticas comunes. Lo improbable de que la razón que gobierna en las relaciones sociales -la Ley del Valor, la razón de la Ganancia- gobierne sin matiz alguno las instituciones colectivas de la Argentina.
En la guerra por la atención, la figura de Milei traía “información nueva” por lo que tenía de improbable (“cuanto menos probable es un mensaje, más información tiene”, dice Norbert Wiener en Cibernética y sociedad; Wiener: 1965), sobre todo en sus formas, pero -con la eficacia de las paradojas- también lo improbable de que un sujeto hable para los cuerpos comunes con la razón pura del capital.
Porque Milei tuvo algo de izquierda en la escena política nacional (y acaso amén fronteras), al menos si tomamos la definición de Deleuze (1977) según la cual ser de izquierda es desear el acontecimiento. Y Milei canalizó un deseo de acontecimiento. O algo parecido: el deseo de que pase algo. De que basta, basta lo que hay, que pase algo. Que se vayan todos. Que venga algo nuevo.
Tuvo algo actitudinalmente izquierdista, irreverente respecto de los patrones formales del escenario en el que se metía, Milei. Izquierdista por su cuota de improbabilidad; improbable en sus formas: el pelo, el show. Así triunfó sobre el posibilismo. El posibilismo es definible como la derecha moderada. Porque presupone la reproducción del estado de cosas -lo dado- sin apenas más que no empeorarlo. Por eso el posibilismo fue conservador. Una pasión miedosa derrotada naturalmente por el odio, que es un poco más vital. En otros términos, el posibilismo fue la expresión tibia del realismo capitalista en su condición tautológica: la única verdad es la realidad dada. Nada es posible salvo lo más probable -¿y qué es lo más probable en el orden de la dominación, en el régimen de concentración del poder/riqueza? Que suceda lo probable matizado, entonces, sería lo más probable en el sistema.
Pero claro, el deseo de acontecimiento estaba mediatizado. Milei expresa la mediatización del que se vayan todos. La mediatización de la potencia destituyente. La mediatización de la potencia de negatividad.
Esta negatividad, este hartazgo, este rugido de los cuerpos sufrientes, encontró su héroe en un tipo criticado por ser excéntrico y emocionalmente inestable, incluso psíquicamente frágil, y eso mismo es parte de lo que lo erigió: alguien roto, creíble y querible por el cuerpo común. Un héroe con la bronca de los rotos contra la hipocresía temerosa del posibilismo. Con la bronca de los rotos y con la fuerza de los ricos: el héroe despeja el mundo de materia corrupta sirviendo con jactancia a los superiores poderes, a los que él llama héroes, los dueños del capital. Ídolos del realismo mercantil. Recordemos que el término “cheto” pasó de peyorativo a positivo hace más de una década. Si los mega ricos ocupan un lugar de sacerdotes semidioses, Milei es el sicario que trae al mundo sus designios, su orden, su paz. Por eso necesita la motosierra.
El loco de la motosierra: artefacto que empuña para hacer la voluntad de la multitud celular, los individuos apantallados. La fuerza terrestre del cielo es la motosierra. Esa sí mancha, esa sí es conjuntiva: es romper lo conjuntivo con herramientas de su propio mundo. Milei, ojos de cielo como su antecesor (Macri), viene a aplicar la violencia que sea necesaria (vía el regulador único de la economía y las armas) para que funcione el orden perfecto y puro del bien, de las cosas como deben ser, de la obvia verdad de la realidad, la ley del Mercado.
Además de roto Miel habla de economía. Aunque usando -para quedar en posición de saber- plétora de tecnicismos incomprensibles para el común, habla de algo que la sociedad entera tiene que introyectar cada vez más: la jerga financiera. Lengua aspiracional para el cuerpo común.
Sujetos obligados a vivir haciendo cálculos y especulando, sufrientes pero con fuerza, sujetos habituados a que lo verdadero, lo bueno, lo bello, es visible pantalla mediante. Pero, además, sujetos emprendedores. El emprendedurismo no es solo un discurso ideológico. Es una realidad de porciones enormes de la población trabajadora en la Argentina. Millones y millones de trabajadoras y trabajadores que cada vez menos pueden producir un soporte identitario mediante una dedicación laboral, pues deben tener múltiples dedicaciones, e ir cambiando una vez y otra vez y otra, y -último mas no menor- saben que no pueden saber qué deberán hacer en el futuro-; trabajadores que, por tanto, arman identidad con lo que engloba la multiplicidad de su dedicaciones: es el esfuerzo. El propio esfuerzo -cercano, claro, al sufrimiento. La identidad del esfuerzo y el yo que calcula y gestiona su vida. Un sujeto emprendedor. Que sobrevive y quiere crecer en esta selva. Crecer, poder más cosas, ganar cosas; lo que Pablo Semán (2023) llama mejoristas.
La figura del empresario pasó a ser la dispuesta para la autopercepción. Particularmente para el precariado, los trabajadores en condiciones de precariedad -pero la precariedad es condición de época, precarios somos todos, y si se elige como víctima expiatoria a los trabajadores estatales es en parte por su combinación de débiles y a la vez supuestamente “exentos” de precariedad (cobran en pandemia, vacaciones, cuando quieren no van, etcétera), aunque luego en la práctica, se echa (se descarta) trabajadores del Estado precisamente gracias a lo precario que era su estatuto, sometidos a contratos temporarios que se renovaban anualmente hace hasta quizá veinte años a esta parte… La inclusión y la expansión de derechos se organizó con programas públicos apoyados en la precarización de sus agentes; la infra-realidad mercantil soportaba la lengua estatista.
Todos somos precarios y consustancialmente con eso, todos somos empresarios -en potencia-. Todos somos empresarios, algunos actualmente en posición de pluriempleados, changuistas, cuentapropistas, etcétera. Empresarios que aún no llegamos a. Solo que esa figura subjetiva es por naturaleza excluyente, privatista. Puesto que requiere a otros de los que obtener ganancia, empleados, o anónimos bajo la mediación bursátil que hace que “la plata trabaje”, que el valor mágicamente se auto reproduzca. El auto-empresario captura en su anhelo valor que anda fluyendo desreglado, salvaje, lo enlaza como el vaquero al ganado cimarrón.
5. Sinceramiento de la crueldad
Así pues, la subjetividad capitalista realmente existente tiene una afinidad electiva con la tecnología de la inmediatez.
Ahora bien, aún cuando la red se vive como red de puntos individuales que se conectan (y no con la fenomenología del nosotros, no como el entramado de co-constitución que realmente es), puede, igualmente, ser más amable cuando está nutrida. En sequía, en cambio, en ajuste, los mistificados pero muy realistas sujetos individuales liberales asumen la guerra todos contra todos regulada por el dinero y los clicks conectivos o policiales (tres técnicas que prescinden de la conversación, y de la regulación igualitaria de la vida).
Para el sujeto mercantil, el otro es un competidor. Las cosas para hacerse tienen que producir ganancia privada, tienen que producir desigualdad. Si vivimos así, con las reglas de juego del capital (y vaya si es un juego, en el sentido de un absoluto artificio, el capitalismo, con el dinero como fichitas que tomamos muy, muy en serio), los otros son competidores, fácilmente visibles como enemigos. En tal juego, que a otros les vaya mal -que sean despedidos de su trabajo por ejemplo-, es vivido como propia mejoría. Así está dispuesto.
El Loco de la Motosierra ofrece no solo una esperanza, de que de algún modo venga algo nuevo que limpie y ordene. Ofrece también goce seguro, certero, el goce de la crueldad.
Expresa un sinceramiento, Milei;fue uno que dijo algo verdadero: va a haber dolor. Verdad tautológica del realismo capitalista. Va a haber dolor -hay-, va a haber privilegiados -hay-, va a haber -hay- sacrificados.
Y para el sacrificio también nos prepararon las historias de la gran pantalla; no solamente los westerns. Las películas infantiles también cumplen una función de pedagogía política fundamental. Las películas infantiles sirven para introducir la figura del malo -no es que la inventan, claro-. Y ¿quién es el malo? Pues el malo es un personaje que tiene destino de escarmiento. El malo, como personaje, opera un entrenamiento sensible, en las mentes infantiles, donde se naturaliza que haya sujetos que vayan a sufrir lo horrible, y no nos duela, no los con-sintamos. Una selectivización, una privación de la empatía, digamos. El “malo” entrena las mentes para un binarismo donde es normal que alguien sea malo (y no ambivalente, complejo, variable, múltiple, etc), y en que nos alegremos cuando muere o sufre.
Las películas de terror, en cambio, nos recuerdan que el monstruo puede tomar de punto a cualquiera. Aunque el loco de la motosierra atacaba a las parejas pícaras, deseantes, en fuga.
Sin embargo, en la Argentina, ya cuando volvieron los buenos, los autopercibidos buenos que cantaban “vamos a volver”, rodaron cine de terror. Si los deseos igualitaristas se delegan en procesos políticos que de facto son gobierno del mercado, si la “castración” de la democracia de la que habla León Rozitchner (1985) se verifica tantos años después, es entendible que la población opte por el que no sonríe. Con la red seca y ajustada, la multitud se sublevó contra la sonrisa obligatoria. Llegó la hora de blanquear la disposición a sufrir.
Milei expresa un sinceramiento, un blanqueo de la crueldad: porque la crueldad es necesaria como como borde y demostración última de la desigualdad. No solo asusta y disciplina, reproduce en acto la desemejanza.
En este sentido, la crueldad no es una moda, no es un exceso, no es -solo- un atributo personal; es sistémicamente necesaria. El cualquierismo espectacular libertario sostiene atencionalmente el estado nervioso que cohesiona la sociedad contemporánea en un lazo alarmado y extenuado, saturado y aturdido. Y la crueldad es necesaria porque es por excelencia la operación productora de desemejanza. La crueldad cumple una función política: elimina el estatus de semejante sobre algunos cuerpos. Es una operación que desinviste a determinado sujeto del estatus de semejante, es decir de su condición de esencialmente igual. De allí que este capitalismo gore o necropolítico tenga, en la crueldad, un dispositivo necesario: la crueldad circulante vuelve mucho más admisible la brutal desigualdad. Demuestra hasta qué punto no somos iguales: ya ven que incluso algunos no merecen ni trato humano, chau, escarnio, eliminar, afuera. Vivir como mejoría propia la desgracia ajena es adecuado al régimen perceptivo de una vida mercantil barroquizada, extremada en sus preceptos elementales. Siguiendo planteos de Jacques Ranciere (2021), que sufra el inferior nos reconfirma en nuestra superioridad, nuestra inclusión (argentinos de bien). Siempre se puede encontrar a alguien cuyo sufrimiento legitmiado lo instituya como inferior respecto al cual, entonces, uno puede sentirse superior, integrado, un poquito salvado. Como muestra Segato, la crueldad es la pedagoga última de la desigualdad (Segato: 2003). Y ha de ser en parte por eso, por su función de escarmiento y naturalización de la desigualdad, que toda la ultra derecha mundial apoya con fervor al Estado israelí en su genocidio contra el pueblo palestino: caso testigo de la des-semejanza legitimada, caso testigo de la función de la crueldad en la escena contemporánea.
La refirmación idolátrica de la desigualdad implica, requiere y reproduce la depreciación de -el desprecio por- el cuerpo común; a eso llamamos la derecha.
Si esto es así, las elites, las posiciones de privilegio, tienen una predisposición sistémica a la derechización (aunque es necesario un mínimo de igualdad para que el otro obedezca, y es típico de patrón quejarse de que el siervo no interpreta bien las órdenes…), mientras que quienes necesitan trabajar y producir para vivir, quienes necesitan enlazarse en cooperación, tienen una derechización ocasional, no necesaria.
Lewkowicz (2001) propone la categoría de envés para pensar la potencia emancipatoria de la subjetividad. Producida por los dispositivos de poder, empero, cada forma subjetiva tiene un envés, donde anidan devenires autónomos posibles. Si en el envés del obrero fabril y su alienación estaba su unión potencial (por la que el capitalismo, en las fábricas, producía sus propios sepultureros), quizá en el envés de la red -forma dispuesta- estén lxs Nosotrxs. Quizá en el envés de la actualidad -donde manda lo mediato, lo incorpóreo, el capital-, esté el presente. El presente que puede usar los artefactos por supuesto, pero no vive en las nubes, sino en el cuerpo común. El presente, donde lo que primero que sentimos -la verdad primera-, como los niños de Nunca Jamás, es nuestra lúdica y combativa capacidad de crear.
Excelente texto!
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