Cincuenta y nueve segundos como máximo // Agustín J Valle

El tiempo ha dejado de ser un modo de medición o de existencia, una forma del mundo o de la eternidad. Hoy ha devenido mercancía. Lo podemos controlar. Y solo basta un botón. Sobre esto y otras cosas reflexiona aquí Agustín Valle a propósito de la nueva aplicación de teléfonos celulares que permite acelerar los audios. “La aceleración, dice Valle, no solo hace que pase más rápido la voz; la distorsión de la velocidad cambia la cualidad de la voz. Quedan voces de “ardillitas”. Se homogeneizan las voces; desaparece todo rastro del “grano de la voz” que, según Liliana Herrero, constituye la marca de una singularidad, a través de la cual un territorio, una historia, una tensión existencial situada -esta gente, este conflicto, estos dolores, estas ansias-, se expresa en un habla, o canto.”

 

1. Detesto el botón de acelerar audios, me parece horrible, pero lo uso igual; a veces lo “decido” y a veces me encuentro haciéndolo. Los botones tienden a eso, es tan fácil apretarlos, requieren tan poca voluntad, está tan lejos el cuerpo de los efectos que logra… ¿Qué dice este nuevo botón sobre el modo de vida actual? ¿Cómo nos lee, qué capta de nosotrxs, y, a su vez, qué potencia, a qué propende?

“Cincuenta y nueve segundos es el máximo de un audio decente”, broméabamos con amigos hasta hace poco. Un minuto ya es demasiado. No da. Gracias a Dios ahora tenemos el botoncito de acelerar (“Dios”, eso omnisciente que mora en la nube). Podemos escuchar a alguien sin perder tanto tiempo. Sin que nos secuestre su cadencia. A vos, que mandás audios de dos, tres, ¡cuatro minutos! Eternos. “Vos le das sentido al botón de acelerar los audios”, injuria nueva. A vos, la verdad, te metería el aceleradorcito en persona, si pudiera. ¡Dale!

Esto quizás es un poco extremo.

Al fin y al cabo, no es lo mismo estar con alguien en presencia que tenerlo como una fila más de una larga pila en una pantalla. Esa pila de conversaciones o “canales” de diálogo, que nunca están cerrados, exige comprimirse para entrar, para que no desborde. El dispositivo lo que dispone es el desborde -y subjetiva, así, en clave de déficit, siempre algo podemos estar perdiéndonos-. La lista de mensajes es virtualmente infinita, y las conversaciones están siempre ahí, en algún lugar. Cada cual un renglón con su rayita que titila. ¿Por qué titilan las rayitas de nuestro “cursor” o “comando” en la pantalla, la rayita donde escribiremos, la rayita que representa nuestra presencia activa en la pantalla? Para que la veamos latiendo. El aparato busca que nuestro pulso se identifique; que se componga con él.

Hablar en presencia con alguien es distinto; las diversas situaciones nos ponen en diverso estado, cada una nos dispone a su modo: una cosa es una mesa hogareña y un mate (dispositivo de lentitud), un banco de plaza, una mesa de bar y una bebida espirituosa, un ascensor, un pasillo, un recreo en el patio, un boliche, un cuarto propio, una videoconferencia, etcétera. Algunos dispositivos vertebran nuestra existencia, y nos ponen en un estado que más que estado es modo de ser, una subjetividad, desde la que luego llegamos a cualquier tipo de situación. Por eso vemos escenas que por sí producirían un registro y un tiempo distintos pero que no obstante son habitadas por personas que no pueden bajar su acelere conectivo. Desde nuestra subjetividad conectiva podemos hasta querer apretarle el botoncito para que acelere a la cocina de casa, al ruido del barrio, al propio pensamiento, al trabajo que estemos realizando, a dormir a nuestrxs hijxs, a lo que pasa, a la realidad toda. Al menos x 1.5…

 

2. Para los sujetos conectivos, hablar por teléfono resulta de una cercanía orgánica con otra persona excesiva. El mensaje de texto es más limpio, más liso, pero parece que aún el mensaje de voz resulta un exceso de presencia de corporalidad, para las exigencias de velocidad y disponibilidad que nos gobiernan. Así, nos comprimimos para sostener el apretujado lugar en la pila del continuo. Con el acelerador, podemos escuchar el mensaje sin escuchar a la persona, borrando al cuerpo vivo del emisor pero manteniendo la data.

Acaso la conversación sea una de las prácticas que más atentados sufrió en lo que va del siglo. No sufre aplastamiento por parte del silencio, sino del ruido, en un régimen de intercambio constante de mensajes sin que haya alguien. Y la conversación también es un formato subjetivante; también produce formas de la percepción, de la vincularidad, de vivir el tiempo y el espacio, las jerarquías y la paridad, la creación de sentido. Una buena conversación, y más aún la costumbre sostenida de tener conversaciones, interviene con fuerza en las imágenes que tenemos de nosotros mismos, de lo que somos (lo que Spinoza llama el alma). La conversación es una práctica subjetivante con mayor grado de autonomía que la subjetivación ritmada por los dispositivos diseñados por corporaciones concentradas. 

La aceleración no solo hace que pase más rápido la voz; la distorsión de la velocidad cambia la cualidad de la voz. Quedan voces de “ardillitas”. Se homogeneizan las voces; desaparece todo rastro del “grano de la voz” que, según Liliana Herrero, constituye la marca de una singularidad, a través de la cual un territorio, una historia, una tensión existencial situada -esta gente, este conflicto, estos dolores, estas ansias-, se expresa en un habla, o canto. Es que toda habla tiene algo de canto, de cantito. Tanto menos cuanto más aparatosa sea, cuanto más adecuada a la rítmica de algún patrón. No queda canto en la voz acelerada por el botón.

 

3. Como decía Héctor Schmucler, elegimos cómo usar los medios, pero siendo sujetos en buena medida producidos por el dispositivo. Podemos elegir o no si usamos el acelerador de voces, pero nuestra espontaneidad dista de ser inmaculada (tampoco lo es al conversar, por supuesto). Como dice Spinoza, los hombres creen que son libres porque tienen conciencia de sus apetitos, pero ignoran cuáles son las causas de sus apetitos. Este apetito de que te apures, de que se apure esta cosa; estas ganas de constantemente estar disponibles para lo que sigue, para que pase algo, y cuando pasa que pase rápido no sea cosa que bloquee el estar disponibles para que pase algo más; este modo de percibirle lentitud exasperante a las cosas, es una disposición oficial de los dispositivos de la religión -o religazón- contemporánea, que lleva la batuta del tiempo. La particularidad de los dispositivos cibernéticos es que, diseñados para gobernar lo cambiante e imprevisible, no disponen una forma determinada tanto como disponen un estado de disponibilidad permanente. Tan disponibles que ni escuchar el habla de alguien podemos. El disponibilismo pide no estar atado a nada y la voz, el habla de alguien, es en cierto sentido un lugar, tiene su pulso, su tono, su paisaje, su relieve; el habla de alguien te ata un poco, un agarre que dura lo que dura, como el abrazo de un baile.

 

4. La aceleración como tendencia dista de ser nueva; lo mismo su crítica. Pero la entronización misma de lo nuevo participa del imperio de la instantaneidad. El presente sufre un asedio aceleracionista, que además muestra, sí, ribetes específicos dentro de su historia: la racionalidad del capital dominante es financiera y el capital financiero también exige velocidad y disponibilismo. 

Para el capital financiero todo es pérdida salvo la ganancia máxima conseguible en cada instante. No requiere tanto trabajadores formados para el largo plazo sino seres disponibles a las oportunidades y los negocios desmontables y adaptables. Desde el punto de vista de la valorización financiera del capital, todo es dato. De allí su carácter despiadado, hambreador y biocida.

Hubo un entrenamiento para la aceleración de las voces: esas codas de las publicidades radiales, donde lo que deben decir por obligación se graba rápidamente y se le borran los silencios entre las palabras. Para vender su promesa de felicidad, hablan con cantito; para pasar los datos, suena una voz sin entres. Plana, lisa, continua. Una voz que no habla, pasa información. Una voz que no respira: una forma del horror. Acaso la aceleración de mensajes de voz exprese una pobreza respiratoria de nuestro cuerpo social. Con poco aire vivimos.

 

5. “Cualquier movimiento nos revela”, decía Montaigne. La propagación de este botoncito es un acontecimiento muy menor, pero vale de muestra del perfeccionamiento de un proyecto mediático-financiero de anulación de todo vestigio de presencia del otro, sustituyéndola por una pura información abstraída de las huellas propias de que hay alguien ahí. El sueño de estar nadando en conexiones, sin que nadie me moleste con su presencia rugosa, es una aspiración compartida por la subjetividad mediático-conectiva y por el capital financiero también. Para el capitalismo mediático financiero, es negocio que haya mensajes infinitos, pensamientos múltiples (o en rigor, discursos y enunciados múltiples); si en algún momento sufrimos el pensamiento único, hoy vemos la dominancia más profunda de un ritmo único.

No se trata, por supuesto, de criticar la velocidad. Queremos a Maradona, al cometa Halley, a Nadia Comaneci, a los átomos mismos inclusive. Se trata de cuidarnos de un patrón de velocidad único. De perder la pluralidad de velocidades posibles. Y quedar en aceleración permanente, viviendo todo (el barrio, los ríos, las gestiones de gobierno, una tarde de domingo, un dolor en el hombro) sin poder atender y habitar la singularidad de su presencia, por la sensación dominante de que ya se va y ya tenemos que estar disponibles para lo que puede ya estar pasando. No criticamos la aceleración sino la naturalización de su obviedad permanente. Al fin y al cabo, la alta velocidad también puede ser experimentada por entes inertes. Estar constantemente acelerados puede ser una forma de quedarse repitiendo lo mismo y, en rigor, no moverse -no moverse de lo dispuesto por lo dispositivos-. Moverse siempre es moverse respecto de algo, del medio; y si el medio es el de una aceleración sensible permanente, moverse es guardar la potencia de regular diversas velocidades. (Por ejemplo, como dicen los zapatistas, no vamos a resolver urgente lo que nos va a implicar toda la vida…).  

6. Y como dijo una filósofa mexicana, todo eso es cierto, pero quizá también es cierto que no es cierto; desde una perspectiva materialista, cualquier calle es doble mano (e incluso lugar de fiesta de arte de lucha de comida de juego…), y miles de trabajadores y trabajadoras ya saben que el botón de aceleración de audios se inventó para escuchar a les jefes.

Revista Bordes

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